Blue Moon: un artista al paso del tiempo

Margaret Qualley (Elizabeth Weiland) y Ethan Hawke (Lorenz Hart) en la película Blue Moon de Richard Linklater © Sabrina Lantos-Sony Pictures Classics
Se había roto un precedente. El letrista Lorenz Hart (1895-1943) y el compositor Richard Rodgers (1902-1979) colaboraron durante más de 24 años, conformando una de las parejas más productivas del panorama musical estadounidense, con cerca de mil canciones que marcaron el Broadway de los años 20 y 30 del siglo XX.
Sin embargo, la noche del 31 de marzo de 1943, Lorenz Hart asistió al estreno de Oklahoma!, el musical en el que Rodgers trabajó por primera vez con otro libretista: Oscar Hammerstein II (1895-1960). El entusiasmo de la crítica y de la gente prometía un triunfo tan rotundo y efervescente, que sería el mayor éxito de Rodgers, lo que a la vez aplastaría la estima de Hart.
Ninguno de los más de 25 musicales cocreados con Rodgers había generado esas expectativas. O tal vez sí, pero el magnífico recibimiento de la nueva obra le emponzoñaba la perspectiva. Era una suerte de Don José, mirando fuera de la plaza el nuevo enganche pasional de Carmen, con el aclamado torero Escamillo.
Era un giro implacable de la rueda de la fortuna que puede ser la vida. Una de esas leyes inevitables del tiempo que obliga al maestro referencial e indiscutible de una época, a contemplar cómo el público, que antes lo idolatraba, voltea el rostro para entregarse a la adoración de un nuevo talento. No se trataba de un tema de edad, pues Hart y Hammerstein nacieron el mismo año, sino de comprobar que el mundo, su gusto y los filtros sensoriales cambian y, en ocasiones, la gente ya no quiere mirar ni sentir la existencia como lo había hecho hasta entonces.
Apenas iniciada la función, Hart abandonó el teatro —ya se había forjado un juicio de la obra durante los ensayos y preestrenos—, incapaz de atestiguar el triunfo de Rodgers y Hammerstein, que le dolía en su alma refinada y creativa, degustadora de toda belleza, porque él ya no formaba parte de ese mundo lírico.
Cuando se marchó, se dirigió al restaurante-bar Sardi’s, donde la película Blue Moon (2025), de Richard Linklater (1960) con guion de Robert Kaplow (1954), centra su acción. Ahí, en ese limbo donde suenan ambientales melodías a piano y corren los tragos para los clientes aleatorios, Hart aguarda el fin de la representación.
Acaso es como un Hoffmann esperando a su Stella, contando aventuras que revelan, con chispa e ingenio, sus anhelos e inseguridades a profundidad. O como esos avezados espectadores que no precisan aguardar la caída del telón para intuir la decepción o los corazones rotos.
La cinta, estrenada en la 75ª edición del Festival Internacional de Cine de Berlín en febrero de este año y, posteriormente, el pasado 17 de octubre en los Estados Unidos, llega al público con la discreción e intimidad de una película de cámara, frente al estruendo de Nouvelle Vague, el proyecto mayor de Linklater este año, que se proyecta en cines a partir del 11 de diciembre.

Ethan Hawke como el letrista Lorenz Hart, en una interpretación que le ha merecido sinnúmero de premios y nominaciones © Sabrina Lantos-Sony Pictures Classics
Pero referir ese formato de cámara no es sinónimo de obra menor ni desprovista de ambición estética notable. Por el contrario, su intimismo, de fotografía e iluminación preciosista, captura la vulnerabilidad de la creación artística con una precisión que ha catapultado en el acto a Ethan Hawke a una racha de nominaciones a múltiples premios, recordándonos que el mejor cine, como la buena ópera, se nutre de la vulnerabilidad confesional de sus personajes.
Blue Moon (Luna Azul) es un capítulo biográfico del letrista Lorenz Hart, tataranieto del poeta alemán Heinrich Heine, cuya pluma luminosa, afilada por la ironía y tumbada por la melancolía, forjó himnos como “Blue Moon”, “Where or When”, “With a Song in My Heart”, “The Lady is a Tramp” o “My Funny Valentine”.
La película abre con coordenadas dramáticas realistas: Hart, crepuscular de ánimo y completamente alcoholizado, cae al piso a las afueras de un bar de Manhattan en medio de una tormenta invernal, contrayendo la neumonía que lo llevará a la muerte cuatro días después.
Y retrocede unos meses en ese 1943 que había sido implacable para Hart: poco antes le había arrebatado la vida a su adorada madre Frieda Isenberg, luto del que no se recuperaría; y su depresión, aliada al alcohol —condición que ya había erosionado su relación con Rodgers años atrás—, se agudizó sin remedio.
En Sardi’s, el refugio de Hart para la noche triunfal de Rodgers y Hammerstein, la cámara de Linklater, fértil en primeros y medios planos, nos revela ese purgatorio interior donde el artista espera no solo el telón ajeno, sino el suyo propio.
Hawke, magníficamente caracterizado y con una actuación que crea empatía para el personaje pese a su egocentrismo, encarna a un Hart en plena picada emocional: brillante aún, pero lleno de complejos y aguijonado por un triunfo que le parece cuestionable desde lo artístico y moral: Oklahoma!. Así, con signo de admiración, lo que hace que Hart se mofe una y otra vez de una obra que necesita del efectismo y la impostación artificiosa ya desde el título. Como mucho de lo que ve venir en la sociedad, en ese momento librando la Segunda Guerra Mundial.
Oklahoma!, dice, triunfará como musical y será puesto incluso en las escuelas, porque es inofensivo. “¿Y quién quiere arte inofensivo?”, cuestiona con retórica. “¿Para eso nos creó Dios: para no ofender a nadie?”
Hart también muestra su capacidad para catar la belleza —o generarla a través de las palabras propias o ajenas— que de todos modos hace suyas. Esgrime, por ejemplo, frases de películas con Eddie, el empático barman, quien se niega a servirle alcohol para no contribuir a su recaída en el vicio. Pero la triste decadencia, la humillación, el descarte del letrista, lo ablandan hasta concederle una copa más. Y luego otra, y otra, en un intento de anestesiarle el alma desgarrada.
Hart también aguarda la llegada de su nueva musa auténtica: Elizabeth Weiland, una joven poeta y estudiante de arte —irresistible y encantadoramente interpretada por Margaret Qualley—, que busca abrirse camino en ese mundo que parece hecho de artificio y frivolidad. Cuando ella resplandece en el bar, infunde energía y cierta esperanza en el atribulado escritor, siempre listo para crear la metáfora perfecta, la sátira, el ritmo y la cadencia que le da a la cinta un toque teatral.
Las cartas reales entre Hart y Weiland (“Oh, mi irremplazable Elizabeth”) sirven de base para el guion de Kaplow, quien ofrece un estudio extraordinario de esa simbiosis entre el letrista/libretista y el compositor que lleva sus palabras a la musicalidad escénica. Es, por supuesto, una relación mucho más compleja y humana que la simple disertación de si es más importante la música o la palabra. Es asunto de crear una realidad alterna a las carencias y limitantes del mundo.
Cuando las estrellas (Rodgers y Hammerstein), tan enfocadas en conquistar y saborear el aplauso, por fin aparecen en el bar para brindar por el triunfo y las críticas que ya comienzan a publicarse de última hora en los diarios, no hay momento para pensar en el arte y la estética de la escena lírica o su futuro y deber, como quisiera Hart. Menos aún en un personaje que ha salido de escena.
Los diálogos, los monólogos del letrista, son duelos de esgrima deliciosos, captados con la técnica inmersiva de Linklater, que a pesar de centrar el drama con rasgos de cálida comedia en el interior de Sardi’s, vislumbra los encantos y miedos abismales de Lorenz Hart, al final una estrella también, pero perdiendo su luz. Apagándose. Recibiendo migajas.
Su fantasía futura para abordar en escena los viajes de Marco Polo es atajada por Rodgers, quien le dice que sus planes próximos serán con Oscar Hammerstein, no con él. “El público ha cambiado”, dice. Tal vez quiere reír y llorar sin complicaciones. A Hart le propone escribir cuatro o cinco canciones nuevas para relanzar el viejo musical A Connecticut Yankee (1927).

Andrew Scott (Richard Rodgers) y Ethan Hawke (Lorenz Hart) © Sabrina Lantos-Sony Pictures Classics
Andrew Scott como Rodgers es un contrapunto sutil. Interpreta un amigo de largas vivencias que, sin embargo, se distancia sin crueldad, pero sin duda —condescendencia que quizá sea aún más cruel—, para seguir su propio sendero, acaso hacia nuevos horizontes en los que ya no vislumbra a Hart. Bobby Cannavale (Eddie) y Simon Delaney (Hammerstein), aportan profundidad a los secundarios que orbitan el derrumbe del protagonista.
En una entrevista con el diario El Mundo, Richard Linklater dijo una frase que quizá resuma de manera contundente esta película y aplica a todo protagonista del arte: “Un artista vive bajo la amenaza constante de ser ignorado u olvidado en cualquier momento”.
Y sí. Blue Moon no es solo un retrato de dolorosa decadencia; es alumbrar el ansia de creación como acto de vida, donde las canciones nacen de la ausencia y el anhelo de belleza estética en un mundo en el que no se encuentran; y de mirar al otro, de escucharle, y desaparecer detrás de una pluma precisa, como la de Hart para Rodgers.
En un año donde Linklater explora la Nouvelle Vague con ampulosidad, esta película de cámara susurra con la fuerza de un aria que se niega a ser olvidada de la ópera de la vida, donde el telón cae, pero la melodía persiste, como declive e inexorable paso del tiempo.
