Carmen en Quito

Escena de Carmen de Georges Bizet en la Casa de Música de Quito © Sebastián Narváez

 

Julio 25 y 26, 2025. La determinación trágica de Carmen en la nouvelle de Prosper Mérimée (1803-1870), publicada por primera vez en París en la Revue des Deux Mondes en 1845, confiere a su personaje principal, ya desde la raíz etimológica de su nombre, la fascinante dualidad que sugiere una profunda conexión con la música y el canto, así como el encantamiento poético de un oráculo funesto íntimamente relacionado al sufrimiento humano, acentuando aquel nexo ontológico entre el sentido de la responsabilidad y su destino, al ser la caída del héroe la que arrastra consigo a la sociedad en su desgracia.

Hay una estética despreocupada en la obra de Mérimée, lejana a toda adjetivación dilatada en su desarrollo, aunque sí mesurada y concisa en la descripción de sus matices a la hora de introducir un enfoque visceral y liberador de las pasiones humanas, signando así la tensión dramática de sus personajes.

Por su parte, la celebérrima ópera Carmen del compositor francés Georges Bizet (1838-1875) —estrenada en l’Opéra-Comique de París el 3 de marzo de 1875— continúa aquella línea de parentesco discursivo con la idea fáustica del amor: ese fatum arraigado al desequilibrio pulsional del sujeto que se ha quebrado, negándole su libertad y sometiéndolo inexorablemente.

De igual forma, dado que Bizet expone ante la escena lírica francesa a la primera mujer liberada del corsé moralista, dique de toda pasión desenfrenada y reprimida, termina introduciendo al primer personaje protagónico femenino que desafía el orden establecido de la moral victoriana decimonónica, suponiendo toda una ruptura con la estructura social de aquella época.

Por consiguiente, frente a la sistemática opresión histórica en contra de la mujer, el aburrimiento se manifiesta como somnoliento inconformismo ante el rol social de lo femenino, siendo la ansiedad y pulsión de muerte las que signan el bucle castrante y patológico de la búsqueda amorosa de Carmen: seducción narcisista que no puede esconder el propio anhelo de autodestrucción; e influjo que hechiza al otro, no con el propósito de encontrar un vínculo intersubjetivo —como proceso consciente de la correspondencia entre dos personas—, sino como mecanismo de anulación de toda reciprocidad para mantenerlo frustrado.

Tal como Carmen se apodera de Don José —personaje antitético frente a la antiheroína— esta lo posee para después dejarlo desposeído, víctima de sus celos, de sus propios temores e inseguridades. La flor que ella le arroja a él, esa que lo hiere como una bala, funge como alegoría de aquella invasión proyectiva del otro.

 

La mezzosoprano Andrea Condor (Carmen) y el tenor David Esteban (Don José) © Sebastián Narváez

 

De esta manera, la exitosa representación de la ópera Carmen de Bizet que tuvo lugar los días 25 y 26 de julio en el Auditorio de la Casa de la Música de la ciudad de Quito, Ecuador, con la Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador bajo la conducción musical de Davit Harutyunyan, trajo consigo la dirección artística de Jairo Arciniega, quien hábilmente, al inicio del primer acto, sitúa a Don José en el centro del escenario iluminado en medio de la penumbra, bajo un intenso foco de luz blanca y directa que enfatiza la advertencia trágica, por parte de la orquesta, de lo que está por sobrevenir y que anticipa, enfocando los claroscuros lumínicos en el rostro del personaje, su carácter bífido.

El regista se lució en cada acto con una puesta en escena soberbia, pese a las limitaciones de un auditorio que no es un teatro de ópera: aun la buena disposición de los directivos de la Casa de la Música para acoger dicho evento, dada la configuración misma de la sala al no disponer de un foso para orquesta, debieron sacarse las butacas de las primeras filas de modo que resultara factible ubicar adecuadamente a la Sinfónica Nacional. De ahí que la acústica orquestal quedó directamente enfrentada a los cantantes que estaban sobre el escenario, con la dificultad que esto supone para el cómodo desenvolvimiento de su proyección vocal.

Respecto a ello, convendría alentar una vía de diálogo para la solución de aquellas problemáticas institucionales que no permiten la sana convivencia entre las orquestas y las salas de conciertos, habiendo en la ciudad de Quito verdaderos y representativos teatros que están preparados para acoger programaciones lírico-operísticas.

Por tanto, ante la adversidad es el ingenio el que da un paso al frente, y fue la visión del maestro Arciniega la que permitió solventar cada uno de los escollos que presuponían un territorio intrincado: con un toque refinado y sabio criterio supo conjugar el uso de la iluminación en pleno equilibrio con los decorados y el vestuario; y logró disponer de todo el ancho del tablado a favor de los personajes y del coro, favoreciendo un desenvolvimiento escénico que fluyó de manera orgánica y dinámica, a la vez que proponía al espectador una experiencia estética donde a éste le fuera posible detenerse para captar visualmente en su memoria diversos instantes en escenas simultáneas, los cuales bien podrían individualizarse en un fotograma o enmarcarse como alusiones de una pieza pictórica.

El trabajo de dirección y asistencia coral, por parte de Salomé Cóndor —quien además hizo de Mercédès, gitana—, junto a Esteban Gavilanes y Melanie Cascante, evidenció uno de los grandes valores a destacar en esta puesta lírico-operística: hubo allí cohesión grupal, vocal y dinámica y, ciertamente, la potencia coral dialogó expresivamente con el pulso orquestal, logrando acompañar con suma entereza estructural a cada solista.

 

El barítono Roy Espinoza (Escamillo) © Sebastián Narváez

 

Asimismo, los personajes secundarios, con la ya mencionada Salomé Cóndor que llevó con carisma y picardía jovial el personaje de Mercédès, incluyeron a Moisés Caravalí, Sebastián Guamán, Jonathan Romero, Eduardo Vaca y Pancho Arias: el quinteto de contrabandistas del segundo acto fue desplegado con entereza y consistencia, aún las voces de algunos cantantes que claramente se encuentran en franca formación vocal. No olvidaremos, eso sí, efectuar una auspiciosa mención al personaje de Frasquita, interpretado por la soprano Vanessa Valladares, quien está dotada con un timbre vocal sumamente bello, junto a una serena y natural disposición escénica.

En este rico contexto, cuyo basamento hemos ya reseñado, emergió la Carmen de la mezzosoprano ecuatoriana Andrea Cóndor. Podría decirse que su diseño del personaje fue el fiel reflejo de la expresión vital que Friedrich Nietzsche elogió en Bizet, como contraparte del pesimismo wagneriano que sucumbió, según el filósofo alemán, a la tristeza y a la oscuridad. La Carmen de Andrea Cóndor solamente le rinde cuentas al destino, a partir de sus deseos narcisísticos que traspasan los límites de la ley y de la moral, abrazando la realidad en lugar de rehuirla. Su Carmen afronta el fatal destino con una sensibilidad estética de cuya paradoja resulta la afirmación misma de la vida, puesto que el arte asoma como potencia redentora, transformadora y liberadora. 

Por tanto, la presencia de Andrea Cóndor se impuso desde su gestualidad corporal ligera, candorosa; se apoyó con maestría en el texto para desplegar los recitativos de manera sencilla —cantó diciendo—; y, siempre al servicio de la trama, apareció su portento vocal, elevando el rango expresivo de su resplandeciente registro lírico hasta el recordatorio mismo de por qué Carmen es la protagonista más célebre de la historia operística: su interpretación de la Habanera representó un sensible estudio reflexivo que aludió a la metáfora del amor, como si se tratara de un pájaro rebelde, fiel encarnación del “…et si je t’aime, prends garde à toi” (“…y si te amo, cuídate”).

Y es, precisamente, por todo que Don José queda atrapado en aquella relación libidinal con Carmen. El tenor ítalo-ecuatoriano David Esteban lo interpretó con sobrio y magistral aplomo: la dimensión actoral de su personaje fue definida a partir de una acotada y precisa gesticulación, siempre al servicio de una agógica fundamentada en la tradición del bel canto, gracias a lo cual fluyó con debida sapiencia su canto dotado de elegante belleza, inteligencia artística de estética apacible, y una rotunda claridad al decir el texto. Indefectiblemente, David Esteban pertenece a la exclusiva esfera de los cantantes elegidos para servir a la trascendencia del arte. 

Su interpretación de ‘La fleur que tu m’avais jetée’ (‘La flor que me arrojaste’) mostró la vulnerabilidad del personaje y desentrañó con noble afabilidad el implícito lamento de su corazón. Es que resulta formalmente necesario estar en posesión de una férrea determinación expresiva —como la de David Esteban— para saber conducir a un Don José desde el fuero donde yace el sentimiento idealizado y el amor pasional, hasta el despojo mismo de su identidad. Él encuentra en Carmen sus carencias éticas y la juzga diciendo: “Ella que es un diablo”. Debido a esto, los libretistas de la ópera introdujeron el personaje de Micaëla, cuyo amor puro y tierno conlleva el mensaje materno, valor intrínseco de una contraparte afectiva opuesta al amor tórrido y sensual.

 

El tenor David Esteban (Don José) y la soprano María José Fabara (Micaëla) © Sebastián Narváez

 

Consecuentemente, la soprano ecuatoriana María José Fabara diseñó una interpretación memorable. Indudablemente, su Micaëla fue la gran revelación de la velada en Casa de la Música. Fabara posee una blanca y tersa belleza, en suave consonancia con su bello timbre de voz. Su aria del tercer acto se expresó maravillosamente a través de una aterciopelada ondulación melancólica en la voz de la soprano ecuatoriana: “Tengo miedo… pero me equivoco al temer, ¡tú me das coraje, tú me proteges, Señor!”. Y cuando Fabara se unió al dúo con el tenor David Esteban, bajo el amable acompañamiento del clarinete y de las cuerdas, llenó la sala con su impoluta fortaleza vocal, mostrando así la autoridad encomiable de su talento.

Finalmente, el descenso de Don José a los oscuros rincones de un alma atormentada por los celos es provocado por la ira que experimenta frente al enamoramiento de Carmen y Escamillo, llegando de este modo al trágico final de la ópera. Escamillo, carismático y afamado torero, es el símbolo del éxito y de la virtud: si Don José por una parte sucumbe a los pensamientos intrusivos y posesivos, Escamillo por otro lado asume con pasión y libre entrega los riesgos de su vínculo con Carmen. El aria ‘Votre toast, je peux vous le rendre’ (‘A su brindis puedo responder’), fue interpretada con admirable pericia por el barítono ecuatoriano Roy Espinoza, quien personificó con valiente y contundente virtuosismo al célebre torero. La capacidad de Espinoza para sostener y articular con holgura y fluidez cada legato, sin resentir el fraseo y el carácter de sus líneas, puso de manifiesto la experiencia y el prestigio internacional de un cantante cuya elección estética se apoya en la rigurosidad rítmica, espacio desde el cual se proyectan como rayos estelares los instantes de altísimo vuelo expresivo y emotivo que caracterizan a su decisiva y portentosa voz. El duelo que Escamillo protagoniza con José remarcó el encuentro de dos cantantes que en la altura de Quito dieron muestras de su fenomenal categoría.

Culmina la ópera de Bizet con la perpetración del crimen pasional de José, cuando éste intenta reconstituir su integridad atrapada en el narcisismo de su objeto de deseo que es Carmen. La muerte, encarnada espléndidamente por la bailarina y coreógrafa ecuatoriana Karla Torres, ante la ruina de un José arrodillado frente al cuerpo inerte de Carmen, untó su velo negro sobre la figura de un hombre desgarrado al que le queda solamente esperar el inevitable y crudo desenlace.

 

En el segundo acto, los contrabandistas Dancaïre y Remendado detienen a Zuniga

 

Llegados a este punto, y a propósito de la conducción del maestro Davit Harutyunyan al frente de la Sinfónica Nacional del Ecuador —agrupación que evidencia una elocuente jerarquía musical y artística y que ha dado un salto de calidad excepcional en los últimos años, gracias al excelente nivel de sus instrumentistas—, su batuta se ha desenvuelto de manera compacta y rigurosa respecto a los valores rítmico-armónicos de la partitura, con un correcto manejo de las texturas y dinámicas musicales. Sin reparo alguno, conviene mencionar que los tempi reposados en la versión de Harutyunyan resintieron la búsqueda de una conexión más acorde a las necesidades vocales de los cantantes. Ahora, en lo que puede leerse como un fallo inconexo en detrimento del elenco vocal y a favor de la visión musical del director de orquesta, debería hallarse una virtud en la elección estética de Harutyunyan, acercándonos al concepto del fatum stoicum como idea de aceptación serena y resignada del destino o de la voluntad divina. Volviendo a Nietzsche, éste vaticinó en la Carmen de Bizet el devenir de la música futura, por esos días. Y no se equivocó. El leitmotiv wagneriano se utiliza en Carmen con predilecta majestuosidad, recorriendo la obra a través de las pistas musicales que el compositor regala al oyente, de modo que aquel pueda identificarse con el desarrollo de sus personajes y la carga emotiva de la trama. Davit Harutyunyan acompañó con la calma expresiva y firmeza impávida de quien conoce el inevitable destino fatal de sus personajes.

Con la angustia de aquellos individuos que conceden un carácter relativizado del significado acerca de ciertos valores de la conducta moral, se acentúa la incertidumbre de su experiencia existencial, promoviendo la subjetividad de los principios éticos. La consciencia, por otra parte, como columna primordial de la existencia del individuo, indaga en las profundidades del ser y encuentra la capacidad de vivir y actuar con plenitud, según reflexionaba el filósofo francés Michel Foucault. 

El mensaje actual de Carmen —en la voz de los brillantes artistas de quienes hemos reseñado sus interpretaciones, como demiurgos incansables en la búsqueda de la reflexión estética— explora el sentido de una idea vital que resignifica al individuo como sujeto ético, auténtico y coherente: la vida se vuelve una obra de arte; por lo tanto, el individuo y su propia existencia serán, pues, artista y sustancia de una expresión de la verdad y, en definitiva, de una estética de la existencia.

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