Cecchina, suonatrice di ghironda en Pésaro
Agosto 23, 2022. Parece que con la última fecha del Rossini Opera Festival (ROF) el bel canto se fue de vacaciones en Pésaro. Pero no: la Orchestra Sinfonica G. Rossini impulsó una idea que el ROF lanzó a principios de los 2000, Il mondo delle farse (El mundo de las farsas), y que lamentablemente solo duró unos años dentro del festival.
Lástima, porque el repertorio a redescubrir es inmenso y en su momento, aunque sea por razones prácticas, se centraron en las farsas en un acto de las primeras décadas del siglo XIX. En realidad, entre los compositores contemporáneos de Rossini —que fueron opacados por la fama del Cisne de Pésaro— hay muchos que vale la pena rescatar. De hecho, basta recorrer la programación del festival Il bel canto ritrovato, que se estrenó ahora oficialmente, para encontrarse con los más diversos títulos, quizás estrambóticos, serios o divertidos, históricos, literarios, o imaginativos, representados con arias, dúos, tríos o piezas instrumentales en varios conciertos en teatros aún menos conocidos de la región.
La inauguración fue con una farsa; es decir, un melodrama no necesariamente cómico, de duración limitada, con necesidades escénicas moderadas y un elenco estándar (normalmente seis personajes, con una prima o seconda donna, una pareja de barítonos divertidos o geniales, un tenor amoroso, un posible bajo o un segundo tenor).
Cecchina, suonatrice di ghironda (Cecchina, zanfonista) del compositor Pietro Generali (1773-1832), con edición crítica de Marco Beghelli y Lorenzo Nencini, es algo más complejo e interesante. Primero que nada, el libreto: se basa en el mismo texto de Gaetano Rossi que el debutante Gioachino Rossini utilizó para La cambiale di matrimonio. Más tarde, Rossi y Rossini colaboraron juntos en Tancredi (1813) y Semiramide (1823).
Treinta y dos años después, Rossi escribiría el libreto de Linda di Chamounix (1842) para Gaetano Donizetti y, a primera vista, la asociación es evidente: Cecchina es una montañesa que va a París, llega a un estado de riqueza y se enamora de un joven de origen noble.
En ambas óperas se toca la zanfona (también conocida como vihuela de rueda), instrumento que tocan los montañeses migrantes. Salvo que la zanfona también es el instrumento que utilizaban las prostitutas para atraer a sus clientes y está claro que el ascenso económico de la Cecchina se debe a tal actividad. Hay un aire de La traviata, pero el vago aroma se convierte en una presencia innegable cuando se anuncia a un señor desconocido (el tío del tenor, supuestamente pobre) que revindica el honor de la familia. Paralelismos realmente impresionantes, antes de que nacieran el hijo de Alejandro Dumas y el propio Giuseppe Verdi. También hay un indicio de Manon Lescaut de Giacomo Puccini, en la redada de la policía para detener a la mujer acusada de ser una prostituta estafadora.
En cambio, el final viene del libretista Carlo Goldoni: el reconocimiento de que la Cecchina es hija de un marqués, lo que es una calca de la baronesa de La buona figliola musicalizada por Niccolò Piccinni. Y si Goldoni se basa en Pamela, or Virtue Rewarded (Pamela, la virtù ricompensata) de Samuel Richardson, es precisamente en este punto en el que se aparta de la novela inglesa, al no poder admitir —como se expresa explícitamente en el prefacio del libreto— que un noble conviva con un burgués.
En definitiva, Cecchina representa un modelo narrativo que viene de lejos y refleja una actualidad escabrosa, que da lugar al desarrollo de diversos temas individuales. En el arte nada se crea y nada se destruye, pero se reconoce como genio a quien logra captar los materiales existentes e iluminarlos con una nueva luz.
Este discurso también es válido en la música, como también lo muestran las piezas que abrieron la velada: la sinfonía de la Testa meravigliosa nos muestra que Pietro Generali ya conocía y usaba la técnica del crescendo, aunque sin poseer la incisividad que hacía parecer a Rossini como un revolucionario. El aria de Pamela nubile, también de Generali y Rossi, nos devuelve al clima larmoyant o lloroso que, precisamente, en la ópera italiana emerge en la Cecchina de Piccinni y llega también a través de La gazza ladra, Linda di Chamounix y de La sonnambula a Luisa Miller y La traviata.
Al final, se escucha la romanza de Pierotto de Linda di Chamounix ‘Cari luoghi ov’io passai’ con la mezzosoprano georgiana Nutsa Zakaidze, acompañada por la ghironda de Francesco Giusta. Con la aproximación a una situación similar al aria de Cecchina, también tenemos la comparación sonora entre el verdadero instrumento y la estratagema de Generali para evocarlo: naipes (aquí trozos de papel pergamino) entre las cuerdas de los violines y las teclas de los instrumentos de viento fueron utilizadas a modo de percusiones.
Los golpes de arco en Il signor Bruschino quizás no sean un caso tan aislado y las vanguardias más recientes no surgen de la nada: una vez más, no es la originalidad absoluta de la cosa lo que importa, sino el cómo. Después nos damos cuenta de esto de una manera muy concreta con la farsa, que todavía no conoce las formas codificadas por Rossini de allí a unos años, aunque habla un lenguaje muy cercano. Inmediato y muy difícil, si se quiere, por la representación teatral de los recitativos (al fortepiano, Claudia Foresi) y declamados muy largos o, si se quiere, por la extensión de las piezas de conjunto (el final hace pensar en Le nozze di Figaro), o por una escritura insidiosa, plena de difíciles coloraturas (¿quién dice todavía que fue Rossini quien las escribió íntegramente por primera vez?) o insistentes en tesituras incómodas.
Daniele Agiman hizo un óptimo trabajo para hacer justicia a la teatralidad del texto y al mismo tiempo guiar a la Orchestra Sinfonica Rossini en un terreno experimental a menudo minado para apoyar a los cantantes que fueron elegidos por Ernesto Palacio en colaboración con la Accademia Rossiniana Alberto Zedda y la Accademia lirica de Osimo.
Sobresalió la protagonista, Iolanda Massimo, que tiene una voz teatral, timbrada y presente, pero también capaz de plegarse a complejas figuraciones de virtuosismo, de asumir un compromiso nada breve y manejar los diversos registros expresivos, incluso en la cuerda emotiva. También estuvo muy bien Paolo Ingrasciotta (el consejero, pretendiente amistoso de Cecchina), casi siempre en escena y ni siquiera premiado con un aria, pero muy ocupado en las partes en conjunto y, como actor, omnipresente en los recitativos (incluso con grandes partes habladas).
Ramiro Maturana delineó con buen canto y eficaces intenciones a Andrea, el hermano de Cecchina, especialmente en la aria donde alaba las bondades de la vida en la montaña mientras sobre su café. Pierluigi D’Aloia ofreció, como Enrico, el amante de la protagonista, una prueba in crescendo en un papel también insidioso, extenso en agudos con un aire muchas veces heroico. La mezzosoprano Anya Pinto dio vida a la sirvienta Fiorina, convencida de irse a las montañas casándose con Andrea; y el barítono Alan Starovoitov fue un efectivo duque de Rosmond (alias, Germont padre, ante litteram).
La dirección escénica de Davide Garattini Raimondi jugó en el metateatro: durante la sinfonía un grupo de jóvenes decide montar la farsa de Generali con la utilería y atrezo que tienen a su disposición. De hecho, los vestuarios provenían de los almacenes del ROF y Massimo, la protagonista, llevaba puesto el vestido que una vez perteneció a Jessica Pratt para Adelaide di Borgogna.
Todo estuvo sobre ruedas, quizás apretando un poco el botón de la comedia con respecto al larmoyant, o apoyándose en el movimiento de tres figurantes bailarines, pero optimizando así recursos y tiempos, para que el resultado fuera un gran éxito, que involucró también a los alumnos de la Art School Mengaroni, quienes colaboraron en la hechura de los sets y los videos.
No hay nada más hermoso, para un festival recién nacido, que sacar a la luz un texto que llevaba 199 años enterrado y lograr convencer al público, despertar interés, hacerle pensar que todo valió la pena. Y, por tanto, de corazón, ¡larga vida a Il bel canto ritrovato!