Diario de un desaparecido y La voix humaine en Roma

Veronica Simeoni (Zefka) y Matthias Koziorowski (Jan) en Diario de un desaparecido de Leoš Janáček en la Ópera de Roma © Fabrizio Sansoni

 

Octubre 24, 2025. La Ópera de Roma utiliza la sala del Teatro Nazionale, más pequeña que el Costanzi y a escasa distancia del mismo, para ofrecer espectáculos más íntimos en su temporada, que ahora está finalizando. Así, ha reunido dos breves (pero profundas) obras maestras de sus respectivos autores, una que todavía lucha por hacerse un lugar en el repertorio, la otra mucho más conocida y establecida.

Diario de un desaparecido (Zápisník zmizelého, en checo) de Leoš Janáček lucha contra una ambigüedad de base: se asemeja mucho más a un ciclo de canciones, en el que la única peculiaridad es que se necesita una segunda voz importante y otras tres a modo de coro. Pero es cierto que hay un argumento con desarrollo y tensión dramática, que por otra parte está muy cerca de las inquietudes que se manifestaron en prácticamente todas las óperas del autor. 

Tampoco es un trabajo primerizo. El acompañamiento con piano permite “oir” típicos momentos de escritura teatral del compositor checo, y no está mal verlo como una ópera de cámara. La nueva producción del joven Andrea Bernard profundiza en este sentido y de las pocas veces en que me ha sido posible presenciar en vivo este título resulta sin duda la más convincente. Un hotel anónimo de nivel, una habitación con poca luz o luz artificial, un protagonista que se debate entre su educación tradicional y campesina y su deseo de “lo prohibido” en forma de una gitana que lo acecha y termina presentándose para seducirlo y lograr que abandone su tierra para partir con ella y el hijo que han tenido (en este aspecto más optimista que la contemporánea Katia Kabanová).

La parte del tenor (Janícek) es bien difícil por el carácter atormentado de personaje y correspondiente escritura musical, y Matthias Koziorowski se defendió honorablemente, aunque se nota el cansancio de cantar días sin intervalo y el final lo supera un poco. Brilló en cambio Veronica Simeoni (notable su dominio de la lengua) en el papel de Zefka, de un canto que explota los matices de ámbar de su voz de una sensualidad única. Al piano, Donald Sulzen hizo mucho más que acompañar y fue tercer intérprete y casi director, y así lo entendió el público al aclamar a los tres al final de la obra, donde intervinieron también Carolina Varela, Marika Spadafino y Michela Nardella como las tres voces que hacen eco a la de Zefka.

 

Anna Caterina Antonacci (Elle) en La voix humaine de Francis Poulenc © Fabrizio Sansoni 

 

En la segunda parte se presentó la versión pianística (en mi opinión superior a la primera orquestal) de La voix humaine de Francis Poulenc, que siempre ha sido, desde su primera intérprete, caballo de batalla para una cantante que sea al mismo tiempo gran actriz. En estos momentos tal vez nadie haya que combine esas cualidades como Anna Caterina Antonacci, que ha hecho suyo desde hace tiempo el personaje, en las distintas versiones y con diferentes presentaciones escénicas y en concierto.

Con Sulzen al piano ha desarrollado asimismo una brillante carrera de recitalista en la que ha figurado también este título (aún hoy sigue vivo el recuerdo de su último concierto en la Scala ya hace unos años), y el entendimiento entre ambos es total.

Aquí estamos en otra habitación del mismo hotel, y contigua, ya que en el momento anterior hemos escuchado una música que provocaba el enojo del protagonista, y aquí comenzamos con unas notas de Edith Piaf que provocan la protesta de la habitación de al lado (buena forma de vincular ambas obras), y la cantidad de aparatos telefónicos (en el baño y en la habitación) permiten a la intérprete un desplazamiento constante y una variedad de gestos notable. Tal vez no convenza mucho que se presente ante su imaginación alucinada la figura del amante que la ha abandonado, primero solo y luego con la sucesora (insistir tanto en los paralelos no siempre conviene). 

En este diálogo que es monólogo pasa una multitud de aspectos del amor, en particular del desamor final de la otra parte, y crueldad, mentira, desilusión, resignación, autoengaño que Antonacci expresa a la perfección, dotando de intención a las frases y exclamaciones más banales (“querido”, “hola”) que van marcando sus estados de ánimo. El paso del canto al recitado y a la palabra hablada se resuelven magistralmente y el color vocal sigue siendo inconfundible y único. El final, siempre abierto a interpretaciones, hace pensar en un suicidio. El público aplaude con frenesí y es más que comprensible a la soprano y el pianista.

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