Die Frau ohne Schatten en Dresde

Escena de Die Frau ohne Schatten de Richard Strauss en Dresde, con Camilla Nylund (Emperatriz) © Ludwig Olah

«Es a la vez una ópera romántica a la antigua y una obra que solo podría haber nacido en nuestro tiempo,
real y simbólica, capaz de cautivar a los hombres más diversos y de impresionar a los más sencillos (…).”
Hugo von Hofmannsthal

Mayo 13, 2024. Die Frau ohne Schatten (La mujer sin sombra), la cuarta ópera de Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal, es fascinante. Teniendo en cuenta su belleza y la pasión que despierta en el público, se representa mucho menos de lo que debería en el continente americano. Hay una razón para ello: para ponerla en escena, se necesita una buena y gran orquesta (con 176 músicos y buenos solistas instrumentales); un gran concertador, que sepa extraer un sonido claro; un director que no sea reacio a poner en escena un cuento, sin querer convertirlo en algo duro y realista; y cinco solistas vocales de primer orden, capaces de encarnar sus papeles y cantar los matices, los agudos y superar los escollos que Strauss les reserva constantemente. La Semperoper de Dresde ofreció todo esto en su nueva producción.

Die Frau… fue la ópera elegida por el excelente Christian Thielemann, una autoridad en la música de Strauss, para despedirse de su puesto como director de la Semperoper de Dresde. Fue una gran oportunidad para verle en acción. La sombra a la que se refiere el título es un símbolo clásico del doble y de la maternidad, y los dos significados se funden en la ópera. 

En el Nuevo Testamento, cuando el ángel anuncia a María que concebiría, le dijo que el Señor la envolvería con su sombra. En la literatura (y en la ópera), la ausencia (o pérdida) de la sombra, de esta conexión con la Tierra, suele asociarse a la incapacidad de tener hijos.

En su libro El doble: un estudio psicoanalítico, publicado en 1925, el psicoanalista austriaco Otto Rank se refiere a la sombra como un símbolo del doble. No es casualidad, pues, que el doble esté ya en la estructura de Die Frau ohne Schatten. Como escribió Hofmannsthal en una carta a Strauss, la ópera es a la vez «romántica a la antigua usanza y una obra que solo podía haber nacido en nuestro tiempo, real y simbólica». 

También trata de dos mundos, el de los espíritus (que no tienen sombra) y el de los seres humanos (concretos, carnales, que proyectan una sombra). Cuenta la historia de dos parejas que tienen que pasar por algunas etapas de aprendizaje y algunas pruebas para llegar a una etapa de madurez y complicidad. 

Die Frau… sigue el modelo de Die Zauberflöte, de Mozart, en la que dos parejas de naturalezas diferentes —Tamino y Pamina; Papageno y Papagena— tienen que pasar por pruebas. En Die Frau, una de las parejas es muy humana, vive una vida dura con problemas muy reales (Barak, el bueno y paciente tintorero, y su temperamental esposa); y la otra vive en una especie de plano intermedio entre el mundo de los espíritus y el de los hombres (el Kaiser, Emperador, humano, y la Kaiserin, Emperatriz, que no tiene sombra y es hija de Keikobad, el señor del mundo de los espíritus).

En la primera pareja, los tintoreros parecen haberse perdido; en la segunda, el Emperador y la Emperatriz no parecen haberse encontrado aún. Los hombres de estas dos parejas están anclados en el pasado. Aunque Barak concentra todas sus energías en el trabajo, la vida cotidiana y el sustento de su familia, está apegado a la imagen de su padre, de la casa paterna, y ha asumido la responsabilidad de cuidar de sus hermanos, como hacía su padre, y sueña con tener una familia numerosa. 

El Emperador, por su parte, encontró a su esposa en forma de gacela blanca cuando cazaba con la ayuda de su halcón rojo. En cuanto la capturó, se transformó en mujer. Y el Emperador revive esta historia a lo largo de toda la ópera: tanto en el libreto como en la música, es un tema recurrente, caracterizado por una melodía lírica y apasionada, uno de los pasajes más bellos jamás escuchados en una ópera.

Además: el Emperador solo sabe ser amante y cazador; Barak, amante y proveedor. En consecuencia, la Emperatriz no puede humanizarse plenamente, no tiene sombra, y el Tintorero, aunque tiene sombra, no puede extraer los frutos de su condición humana.

Hay un quinto personaje que se mueve entre los dos mundos, que forma un par con la Emperatriz: la Nodriza que acompaña a la Emperatriz, que debe cuidarla. La Nodriza procede del mundo de los espíritus: es, a su manera, fiel a la Emperatriz y repudia a los hombres. Es una especie de fusión entre la Reina de la Noche y un Mefistófeles manipulador, un demonio que quiere separar a la Emperatriz de los seres humanos, que quiere que vuelva al mundo de los espíritus.

El conflicto central es una maldición que pesa sobre la pareja Emperador-Emperatriz: si la Emperatriz no consigue una sombra en el plazo de doce lunas, tendrá que volver con su padre al mundo de los espíritus, y el Emperador —que está fracasando en su intento de encarnarla— se convertirá en piedra. Tres días antes de que venza el plazo, el halcón viene a recordar a la Emperatriz la maldición y, con la ayuda de su Nodriza, parte hacia el mundo de los humanos para conseguir la sombra de una mujer. Ambos conocen al Tintorero y a la Tintorera. La Tintorera no está contenta con su vida, especialmente con la presencia de los tres hermanos de Barak en su casa. Es presa fácil para la Nodriza, que la convence para que cambie su sombra por un mundo de ilusiones.

La pérdida de la sombra es un tema presente en la literatura del siglo XIX. Uno de los principales ejemplos es el personaje que da título a La maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamiso. Pobre y despreciado por la sociedad, Schlemihl es seducido por un misterioso hombre de gris (¡el diablo, por supuesto!), y acaba aceptando renunciar a su sombra a cambio de una riqueza que nunca se acabará. El problema es que, sin su sombra, su riqueza no sirve de nada, porque es repudiado y pesa sobre él una maldición. Cuando se enamora, el padre de la novia le da tres días para encontrar una sombra, cosa que no consigue y acaba perdiendo a la novia.

Otro ejemplo es Anna, del poema de Nicolaus Lenau que, según su título, se basa en una leyenda sueca. Al ver su imagen reflejada en el lago, Anna queda deslumbrada por su propia belleza y no quiere que nada la estropee: un caso clásico de narcisismo. Antes de casarse, Anna buscó a una vieja hechicera e intercambió su sombra, vinculada a la capacidad de tener hijos, por la conservación de su bella imagen. Tenía siete hijos por nacer. Durante el hechizo, el viento sopló el molino siete veces y, cada vez, Anna oyó el murmullo de uno de esos niños que ya no vendría al mundo.

Además del poema de Anna, sombra y reflejo aparecen juntos en el cuento Las aventuras de San Silvestre Nocturno (también conocido como El reflejo perdido), de E. T. A. Hoffmann. En el cuento, Erasmus Spikher, que ha entregado su reflejo a una cortesana que no era más que un instrumento del diablo, es repudiado por su familia y la sociedad. Vaga en busca de un reflejo y conoce a Peter Schlemihl. En la historia, pues, se encuentran el hombre sin reflejo y el hombre sin sombra. Ambos tienen algo en común: han perdido parte de su personalidad, se han dejado dividir por el diablo (el que divide).

Evelyn Herlitzius (Nodriza) y Miina-Liisa Värelä (Tintorera) © Ludwig Olah

Schlemihl cambió la sombra por la riqueza, por la promesa de una vida cómoda; Anna cambió la sombra por su reflejo narcisista y egocéntrico. Die Frau ohne Schatten sigue la misma línea: ofreciendo a la Tintorera un espejo (que ella no tenía) y sumergiéndola en un mundo de ilusiones, con derecho a un amante fantasmal, que no es más que la proyección de sus propios deseos, la Nodriza propone a la Tintorera vender su sombra por esa imagen ilusoria de lujo y belleza, que ha podido experimentar durante un breve instante. La Tintorera acepta en el acto: “por la imagen de ese espejo, daré mi alma, mi vida”.

Como Anna en el poema, la Tintorera también oye los murmullos de sus hijos no nacidos. Anna tendría siete hijos, oye el murmullo procedente del molino siete veces; la Tintorera tiene cinco hijos destinados a ella, y los oye a través de los cinco peces en una olla.

La manipulación de la Nodriza distancia aún más a la pareja de tintoreros. En un momento dado, la mujer intenta incluso liberarse de su amante fantasmal, del mundo de las ilusiones. Llama a su marido, pero Barak no entiende, solo entiende el mundo material, la comunicación entre ambos es imposible. La situación culmina cuando la mujer confiesa una infidelidad que en realidad no cometió, y Barak, hasta entonces siempre bueno y paciente, deja de ver su sombra, e incluso amenaza con matarla.

Reforzando el doble en la estructura de la obra, mientras tanto, en una escena musicalmente impresionante, el Emperador siente el olor de los humanos, se da cuenta de que la Emperatriz ha estado con humanos y piensa en matarla, pero no puede, no es capaz.

En ese momento, la Emperatriz, con un fuerte sentimiento de culpa y una profunda empatía por los seres humanos, se arrepiente de su intento de obtener la sombra de la Tintorera (que estaba manchada de sangre), y pronuncia un discurso verdaderamente humanista. En la prueba final, frente a Keikobad (que nunca aparece ni canta), tras una larga prueba, se niega a beber de una fuente dorada que le traería la sombra de la Tintorera y salvaría al Emperador: ‘Ich will nicht!’ (‘¡No quiero!’), grita la Emperatriz. A partir de ese momento, ella obtiene una sombra, el Emperador se salva y Barak y su esposa se reúnen.

Más que a la fecundidad, la sombra está vinculada a la posibilidad de fructificar, de dejar huellas (o sombras) en el mundo. Más ampliamente, la sombra representa la condición humana: la Emperatriz adquiere la sombra cuando se humaniza, cuando llega a comprender los dramas y sufrimientos humanos a través de Barak y su esposa, algo que su marido, que solo sabía ser amante y cazador, no había sabido transmitir.

Además de los niños no nacidos, cuyas voces se oyen varias veces durante la ópera, la figura del padre también es fuerte. Si Elektra, el primer fruto de la colaboración Strauss-Hofmannsthal, comienza con el tema de Agamenón, Die Frau… lo hace con el de Keikobad. Ambos temas son breves y graves. En ambas óperas, los respectivos padres (Agamenón y Keikobad) nunca aparecen, pero están presentes todo el tiempo, especialmente en la música, y sus respectivas hijas siempre se dirigen a ellos. Además, Keikobad es uno de los pocos personajes que tiene nombre en la ópera; el otro es Barak, que sueña con ser padre.

También hay que recordar que, como señalaba Hofmannsthal en su carta a Strauss, a pesar de ser una ópera romántica, con toda la tradición romántica, la obra es también un producto de su tiempo. Die Frau… se compuso en una época turbulenta, durante la Primera Guerra Mundial. No es casualidad, pues, que aspire a la unidad, la comprensión y la humanización.

Dos mundos se conectan en el escenario
No podía esperar nada mejor ni más adecuado que la nueva producción de David Bösch que vi en Dresde. Con los bellos decorados de Patrick Bannwart, Bösch nos llevó entre el mundo etéreo de los espíritus y el mundo concreto de Barak y su mujer, con los colores y las sustancias tóxicas que utiliza el tintorero. En la primera escena, vemos al Emperador, la Emperatriz y la Nodriza en un entorno indefinido, sin colores, en tonos blancos, con cortinas blancas y algunas proyecciones (algunas sombras), casi sin muebles, solo una cama. En uno de los momentos más bellos y conmovedores de la representación, cuando el halcón viene llorando a avisar a la Emperatriz que se ha acabado su tiempo, ‘Wie soll ich denn nicht weinen?’ (¿Cómo no voy a llorar?), no vemos un halcón: mientras oímos de soslayo el hermoso canto de Lea-Ann Dunbar, vemos caer plumas, como si fueran la materialización de lágrimas. El enorme halcón no aparece sino hasta más tarde, y es este enorme halcón mecánico, en mi opinión, el único elemento que destaca de la estética de la producción.

Una especie de ascensor conecta los dos mundos, y no es casualidad que este ascensor sirva a la vez de casa del halcón y de entrada a la casa de Barak. Así se transportan la Emperatriz y la Nodriza al mundo de los hombres. Como se indica en el libreto, en la casa donde viven Barak y su esposa los muebles domésticos se mezclan con materiales para teñir. La casa está dividida por la mitad, una habitación doble con dos estancias. A la izquierda, una lavadora, un sillón y un televisor; a la derecha, el dormitorio. Más adelante, un tonel con la etiqueta «tóxico». Cuando se abre esta cuba, sale un poco de humo. Los objetos entran y salen de ella como por arte de magia, mezclando la toxicidad del mundo real con la de la magia de la Nodriza. De este tonel salen muñecas que simbolizan los niños que están por venir, y es dentro de él donde la Tintorera, cuando renuncia a la maternidad, arroja esas mismas muñecas.

La representación de los sueños de la Tintorera, en los momentos en que se deja llevar por las ilusiones de la Nodriza, es muy eficaz. La iluminación de Fabio Antoci transforma el ambiente. Del mismo ascensor que transportó a la Emperatriz y a la Nodriza salen hombres semidesnudos, algunas plumas, mostrando un vestuario incluso grotesco, muy carnal, nada que, como en la historia de Peter Schlemihl, representase la ascensión social. Era el sueño que estaba al alcance de la mente de la Tintorera: un sueño imposible que se parece a un programa que vio en la televisión de la casa.

En el tercer acto, cuando la Emperatriz se somete a la prueba final, vemos un escenario incoloro y etéreo, típico del mundo de los espíritus. El entorno, sin embargo, está poblado por las estructuras metálicas de carritos vacíos. Un objeto que destaca en toda la representación es el par de guantes amarillos que lleva la Tintorera. Se trata de un importante equipo de protección en su trabajo manual de tintorera, que la protege de las sustancias tóxicas. La Emperatriz se apodera de estos guantes (¿la sombra?) y los lleva a la prueba final.

Oleksandr Pushniak (Barak) y sus hermanos © Ludwig Olah

El vestuario de Moana Stemberger ayudó a contrastar la ligereza del mundo de los espíritus —especialmente el de la Emperatriz— con el mundo concreto de la pareja de tintoreros. Mientras que el vestido de la Emperatriz era ligero y vaporoso, las ropas de Barak y su esposa estaban confeccionadas con materiales más pesados y rústicos.

Bösch no llega a cambiar el final de la ópera; sería injusto acusarle de ello. Sin embargo, el director no ignora el hecho de que la Nodriza ha sido condenada a vagar por el mundo de los hombres. Como el querubín expulsado del cielo, viene a causar división. Esto es lo que la vemos hacer al final de la ópera. Acompañadas por una bella música, las dos parejas están celebrando el lieto fine cuando aparece la Nodriza, divide las dos partes de la casa y, con ella, a las parejas: Barak y la Emperatriz van por un lado, el Emperador y la Tintorera van por otro. Al final, solo queda la Nodriza, en un ambiente vacío, etéreo, incoloro, similar a aquel en el que comenzó la ópera.

Este final es aún más impactante cuando se cuenta con una intérprete del calibre de la excelente mezzosoprano alemana Evelyn Herlitzius como la Nodriza. Ella fue la mejor artista en escena. Y esto no es poco, porque estaba rodeada de gigantes. Además de ser escénicamente perfecta, impactante —dominaba el palco—, Herlitzius sabe manejar el color de su voz. Su voz era cálida y autoritaria, ligera y seductora, y cambiaba de color según su entonación. Su canto fue preciso, incluso con las escandalosas notas agudas con las que Strauss dotó a la mezzosoprano en el último acto. Se enfrentó perfectamente a un papel que cubre una amplia gama de tesituras y presenta serios retos armónicos. Su Nodriza sabe seducir y manipular a los demás personajes, excepto al mensajero de Keikobad, muy bien interpretado por Andreas Bauer Kanabas, sobre el que la Nodriza no tiene ningún poder.

La Tintorera se inspiró en Pauline, la esposa de Richard Strauss. Hofmannsthal llegó a explicitar la idea en una carta a Strauss: «Como modelo para una de las mujeres, bien podríamos, con toda discreción, tomar a su esposa». Lotte Lehmann, que creó el papel de la Nodriza, nos cuenta en su atractivo libro Cinco óperas y Richard Strauss, que Pauline era una persona de ingenio rápido y lengua cáustica, que se comportaba como una arpía. Por grande que fuera la fama de su marido, Pauline dejaba claro que él no era más que un campesino y que su música no se acercaba ni de lejos a la de Massenet. Sin embargo, nada de esto afectaba a Strauss, que se limitaba a sonreír. Lehmann cuenta que él le dijo que toda la admiración del mundo le importaba menos que un simple arrebato de ira de Pauline.

Miina-Liisa Värelä interpreta a una Tintorera cuyos nervios se van inflamando a lo largo de la ópera, a medida que la escritura musical de Strauss la lleva a un tono más alto. Su personaje es interesante precisamente porque no tiene nada de caricaturesco y evoluciona visiblemente: es una mujer normal, con sus frustraciones, que vive con un hombre que es su amante y su proveedor, pero no muestra ninguna emoción; guiada por la Nodriza, exterioriza esta insatisfacción y entonces se vuelve genial, su lengua más afilada y su poderosa voz más incisiva.

Aunque está claro que Barak no se inspira en Richard Strauss, reacciona de la misma manera ante los ataques de la mujer, no se altera demasiado, incluso parece sentir cierto placer. Oleksandr Pushniak fue un excelente Barak, tanto escénica como vocalmente: sensible, con una voz atractiva y nada caricaturesca. Su postura corporal, incluso cuando no cantaba, transmitía la incómoda tranquilidad del personaje.

El Emperador tiene un papel relativamente pequeño, pero suyas son las líneas más bellas, líricas y melodiosas de la ópera. Todavía resuena en mis oídos el maravilloso canto del tenor estadounidense Eric Cutler. Un timbre brillante y poderoso, un canto legato y apasionado con un fraseo perfecto.

«La Tintorera y el Tintorero, son, sin duda, los personajes más fuertes, pero no son los que importan: su destino está subordinado al de la Emperatriz», escribió Hofmannsthal a Strauss el 25 de julio de 1914. Unos días más tarde, en otra carta, insistió: «Quisiera llamar toda su atención sobre el personaje de la Emperatriz. Casi no tiene texto [en los dos primeros actos] y, sin embargo, es el personaje principal (…) Ella se humaniza, ése es el eje de la obra; es ella, la mujer sin sombra, y no la otra (…) Todo el tiempo brota de ella una luz espiritual (…)»

Eric Cutler (Emperador) © Ludwig Olah

El papel de la Emperatriz es un reto para las sopranos. Al principio del primer acto, la Emperatriz, aún no totalmente encarnada, tiene un canto más etéreo, con bellas coloraturas. Es, en suma, un canto lírico de soprano de coloratura. En el tercer acto, este canto se vuelve más dramático, con derecho a un melodrama expresivo, cuando el canto da paso a un texto hablado. La excelente Camilla Nylund, una experimentada Emperatriz, dejó flotar ligeramente su voz en la primera escena, produciendo bellas coloraturas. Sin embargo, fue en el tercer acto, en el gran acto de la Emperatriz, cuando demostró por qué es considerada una de las mejores cantantes de la actualidad. Además de exhibir un canto memorable, especialmente al despedirse de la Nodriza, Nylund estuvo dramáticamente impecable. En el melodrama, su texto hablado culminó con un ‘Ich will nicht!’ digno de un hito final de todas las pruebas y tentaciones por las que estaba pasando. Su encarnación, su humanización, pudo seguirse a lo largo de toda la ópera.

No es necesario decirlo, pero tanto el Coro como el Coro Infantil de la Ópera de Dresde fueron excelentes, preparados respectivamente por André Kellinghaus y Claudia Sebastian-Bertsch.

En su última producción como director titular de la prestigiosa Staatskapelle de Dresde, Thielemann se encontraba en estado de gracia. El director optó por una lectura que enfatizó los detalles y los solos, abundantes en la partitura. La gran masa orquestal fue intensa, pero delicada y transparente. Esto es esencial en una ópera como Die Frau, en la que parte de la historia es contada por la orquesta, por los temas que se suceden, y uno de los temas retrata la transparencia. Cabe destacar el impecable solo de violonchelo que introdujo la escena del Emperador en el segundo acto.

En otra carta a Strauss, hablando de la obra que estaba naciendo, Hofmannsthal la describió como “el rico regalo de una hora inspirada”. Eso es lo que presentó la Semperoper de Dresde; ese fue el regalo que hizo a su público; esa fue la inspirada forma en que Thielemann se despidió de este histórico foso. Fueron tres horas de ópera inspirada e inolvidable. Ahora nos queda esperar que esta nueva producción se lance en video.

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