Die tote Stadt con la OSEM
Mayo 28, 2022. Como parte de su Temporada 146 —y en un sentido más amplio de la programación propositiva y variada que caracteriza la gestión de su director general, Rodrigo Macías—, la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM) presentó un título operístico no sólo de escasa exploración en nuestro país, sino casi improbable, lo que ya resultaba un mérito desde su anuncio: Die tote Stadt (1920), del compositor austriaco luego nacionalizado estadounidense Erich Wolfgang Korngold (1897-1957).
La OSEM ofreció cuatro funciones de este título lírico en tres actos que cuenta con libreto de “Paul Schott” —seudónimo de Julius Korngold (1860-1945), padre del compositor—, basado en la novela corta Bruges-la-Morte (1892) del escritor belga Georges Rodenbach (1855-1898).
Pero más destacado que el número de presentaciones en sí, es que se realizaron en escenarios distintos durante dos semanas de mayo, lo que constituye un reto técnico y logístico bien librado; y, además, una fórmula que posibilitó el acercamiento con diversos públicos: el jueves 19 en la Sala Felipe Villanueva de Toluca, Estado de México; el sábado 21 en el Teatro del Bicentenario Roberto Plasencia Saldaña de León, Guanajuato; el jueves 26 en la Sala Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes en la Ciudad de México; y el sábado 28 en el Teatro Ángel y Tere Losada del Centro Cultural Mexiquense Anáhuac, también en el Estado de México. Esa pequeña gira, importante por encontrarse con público operófilo de varias latitudes de nuestro país, sin duda puede apuntarse como otro mérito y no menor.
Aunque, en definitiva, el apartado musical constituyó el éxito preponderante de esta propuesta operística ofrecida sin escena, en versión de concierto (que contó con amenas charlas de introducción a cargo del crítico Lázaro Azar Boldo). Lo anterior puede argumentarse a partir de una destacada actuación orquestal y un elenco funcional que en lo particular contó con protagónicos sobresalientes.
En la última función, el joven —pero ya notable— tenor ruso Sergei Radchenko entregó una vibrante y a la vez atormentada interpretación del personaje de Paul, quien enfrenta la muerte de Marie, su amada esposa. Vigoroso y con notoria fortaleza en el registro medio, su instrumento impuso volumen, gallardía y resistencia para alzarse por encima de una orquestación densa y envolvente.
Y es que, aun cuando los pianos o las sutilezas flotadas no son el terreno donde el canto de Radchenko se escucha más logrado, su calidad tímbrica —a ratos baritonal— y un temperamento cálido —llegado el punto, exasperante e incluso violento—, perfilaron a un personaje que transitó con seguridad técnica por diversas regiones de la pérdida amorosa y vital.
En el rol dual de Marie/Marietta, la soprano argentina Carla Filipcic Holm mostró un canto de buena escuela: fino y teñido de lirismo y musicalidad, como lo dejó claro desde ‘Glück das mir verblieb’, la célebre Marietta’s Lied (que en contexto es más bien un dúo).
Pese a enfermar y recuperarse en el transcurso del ciclo de funciones (por lo que en la función de estreno en Toluca y en la de León fue sustituida por la soprano mexicana Angélica Alejandre), la emisión de Filipcic fluyó cremosa y afectiva, cualidades con las que generó una aproximación a su personaje creíble y conmovedora, en su misión de sacar a Paul de esas regiones tanáticas que lo llevan a la pesadilla y la alucinación, aunque ella misma tal vez sea la mayor de todas.
El barítono Tomás Castellanos también brindó una actuación destacada como Frank/Fritz, con un canto sólido y dispuesto a la complicidad más generosa a la circunstancia luctuosa y obsesiva de Paul. Su interpretación del aria ‘Mein Sehnen, mein Wähnen’, la conocida Pierrot’s Tanzlied del segundo acto fue un momento alto en la función y sin duda la pauta para un cantante que ofreció confianza y corrección.
La mezzosoprano Belem Rodríguez como Brigitta configuró un buen soporte, con algunas notas estranguladas en su emisión, pero otras ofrecidas con oscura resonancia y contundencia que mostraron su maduración vocal.
En el resto de papeles solistas, la mezzosoprano Frida Portillo (Lucienne), los tenores Andrés Carrillo y Rodrigo Petate (Gaston/Victorin y Graf, respectivamente), así como la ya mencionada soprano Angélica Alejandre (pero esta vez como Juliette), complementaron un elenco eficaz, si bien algo desigual; con un desarrollo y desempeño particular, propio del momento de la carrera de cada uno de estos aún jóvenes cantantes mexicanos. Puesto que si pueden apuntarse momentos de belleza e intensidad conjunta, en lo individual no dejó de escucharse algún vibrato demasiado ondulante, alguna emisión de poco carácter o cierto condicionamiento al canto de estridencia.
Participaron de igual forma el Ensamble Huitzilli que dirige Ruth Escalona; el Coro del Teatro del Bicentenario dirigido por Jaime Castro; y el Coro Gradus ad Parnasum cuyo director es Christian Gohmer. El conglomerado de voces, infantiles o femeninas, cumplieron como un ingrediente fundamental para crear el contexto delirante y onírico que a veces se apodera de la escena y de los personajes en la mente de Paul.
Y si en todo lo descrito hay un triunfo implícito, es lógico apuntar que en conjunto se debió a la batuta de Rodrigo Macías, quien se reafirma no sólo como un director sólido y estudioso del sonido que ofrece en sus funciones, sino como un auténtico concertador de energías y voluntades.
Porque puede apuntarse que una partitura opulenta y exuberante como la de Korngold (al cabo pionero de la sonoridad que hoy puede adjetivarse de hollywoodense) permite y, en rigor, exige probar matices, sutilezas y diversos balances tímbricos y de color para extraer su amplia riqueza —lo que demanda tiempos, ensayos y más presentaciones en ese proceso de destilación que no deja de ser operística—; o que al final siempre se extraña la puesta en escena en una función operística. Pero lo cierto es que el trabajo ofrecido por la OSEM y las fuerzas líricas invitadas resultó fuera de serie en el contexto nacional.
Desentendido de la búsqueda de lucimiento personal en sí, Macías vigila que cada uno de los ingredientes que mezcla encuentre su punto óptimo y, más importante aún, de que ello contribuya a modelar un rostro propio y lucidor para su agrupación y repertorio. Ahí es donde el director encuentra su brillo. Y eso, esta vez, resultó afortunado y curioso para la ópera de nuestro país, porque estas funciones de Die tote Stadt si algo dejaron en claro es que en esa materia no todo está muerto.