Die Zauberflöte en Valencia

Giovanni Sala (Tamino) y Serena Saenz (Pamina) en Die Zauberflöte en Valencia © Miguel Lorenzo y Mikel Ponce

Junio 19, 2024. Entradas agotadas en la última función de la temporada lírica 2023-2024 del Palau de les Arts. En cartel, uno de los títulos más representados del reportorio y el último que W. A. Mozart llevó a escena, dos meses antes de morir: La flauta mágica. 

El montaje seleccionado para este fin de fiesta fue del director británico Simon McBurney, una coproducción de la Dutch National Opera, el Festival d’Aix-en-Provence, y la English National Opera, que llegó respaldado por el gran éxito que cosechó en el Metropolitan de Nueva York hace justo un año. Sin duda el trabajo de McBurney es espectacular, en el sentido más amplio de la palabra. 

En él despliega todo su ingenio y toda su experiencia como hombre de teatro, agotando todos los recursos escenográficos y dramatúrgicos habidos y por haber, desde los más simples hasta los más complejos, desde los más artesanales hasta los más tecnológicos, desde los más líricos a los más desenfadados. Su lectura es respetuosa con la doble naturaleza del libreto, fantástica y política, y potencia con numerosos gags cómicos el espíritu desenfadado que encierra el singpsiel y que lo hace un género decididamente popular. 

Con esta actitud cuidadosa del original, McBurney no impone nada: solamente sugiere, para el que quiere ver. Por un lado, potencia el hilo conductor entre los diferentes números musicales a fin de que el espectador del siglo XXI comprenda qué había en juego más allá del aparente cuento de hadas: un debate público en torno al rol social de las mujeres. 

La trama arranca con Tamino perseguido por una monstruosa serpiente, de la cual se salvará gracias a la intervención de las Tres damas de la Reina de la Noche. Estas aparecen en escena vestidas de militar, algo que no debe pasar desapercibido. Una vez que le encomiendan al joven la misión de rescatar a Pamina de las garras del poderoso Sarastro, Tamino deberá enfundarse en un uniforme idéntico al que llevan ellas.

Por otro lado, con su propuesta, McBurney pretende celebrar el poder civilizador de la música sobre los seres humanos, subrayando las continuas referencias que contiene el libreto de Emanuel Schikaneder al mito de Orfeo. Para ello, el director eleva el foso de la orquesta, incorporándolo al espacio escénico a través de dos pasarelas, y hace comparecer a diferentes músicos en el escenario, a modo de figurantes, a lo largo de la representación. 

Al comienzo del segundo acto, el intérprete del sumo sacerdote Sarastro, la autoridad moral, se dirigió al público en castellano para advertir de la importancia de lo que iba a acontecer sobre el escenario, máxime “en los tiempos de crisis que corren”. ¿Y qué es lo que se vio en la segunda parte de esta Flauta mágica? Lo que se ve es el triunfo del amor y la reconciliación: Tamino y Pamina superan las pruebas iniciáticas mano a mano, apoyándose mutuamente, y Sarastro y la Reina de la Noche terminan fundiéndose en un abrazo: el día y la noche no tienen por qué ser opuestos, pueden ser complementarios.

Toda la puesta en escena de Simon McBurney funcionó como un engranaje perfectamente engrasado y equilibrado que no dejó a los espectadores ni tiempo para pestañear. Desde luego, no hubo ni un minuto para el cansancio o la monotonía. Fue encomiable el trabajo del escenógrafo, Michael Levine, una minimalista —pero efectiva— plataforma suspendida por cables y en constante movimiento, la cual ora evocaba montañas, ora se transformaba en una mesa, o en el techo iluminado del palacio de Sarastro. 

La descarnada simplicidad de la escenografía se vio enriquecida con la lírica simbología de las proyecciones de Finn Ross y de los dibujos con tiza de Blake Habermann, realizados en directo. Y el divertido laboratorio de sonidos artesanal de Ruth Sullivan, en perfecta simbiosis con el cuidado sonido de Gareth Fry, también se puede decir que contribuyó decisivamente a ampliar el espacio de la representación, creando atmósferas y acompañando los gestos y desplazamientos de los personajes. 

El moderno vestuario de Nicky Gillibrand y la acertada iluminación de Jean Kalman merecen igualmente un reconocimiento, así como el trabajo llevado a cabo por la directora de movimientos Josie Daxter, quien tuvo que coordinar el ir y venir de los artistas sobre la plataforma inclinada, el foso de la orquesta y el patio de butacas.

En el apartado de los solistas hay que elogiar en primer lugar lo bien elegido que estaba el elenco, empezando por la pareja de jóvenes enamorados, Pamina y Tamino, de voces frescas y musicales. Imprimieron a sus personajes la energía y el carácter requeridos. A Serena Saenz la había escuchado en Oviedo como Reina de la Noche, pero su voz, que se ha ensanchado, me parece más adecuada para este personaje. Enamoró al público con su bonito timbre, su fraseo elegante, su canto rico en matices y su desparpajo en escena. El tenor italiano Giovanni Sala también destacó por su bello timbre y su elegancia interpretativa y encandiló igualmente a la sala. No tuvo la chispa de su compañera, pero es que la dirección actoral, según el concepto escénico que ha explicado McBurney en diversas entrevistas, no está alineado con el prototipo de cuento de hadas, en el que el príncipe es necesariamente el heroico y enérgico salvador y la princesa la dócil y bella salvada. 

Esta reflexión enlaza con la impresión que me transmitió el bajo Matthew Rose como Sarastro. Posee una voz de amplio caudal, de timbre oscuro pero cálido y de buena proyección, aunque su línea de canto resultó un tanto desaliñada. Incluso por momentos intuí un atisbo de abatimiento en su actuación que quizá también sea achacable a la dirección actoral. ¿El Sarastro ideado por McBurney es un sabio que está perdiendo su fe en la humanidad, que hasta duda de sí mismo? Sea como fuere, su desempeño estuvo a la altura de lo esperado, consiguiendo dibujar un Sarastro cuya autoridad nace, también, de lo entrañable.

Mención aparte merece el barítono Gyula Orendt como Papageno, quien defendió a su personaje con una energía escénica y una vis cómica extraordinarias, a lo cual hay que sumar una excelente prestación vocal. McBurney no se lo puso nada fácil a nivel actoral, pero el cantante rumano-húngaro salió victorioso de la empresa en todo momento, imprimiéndole una dosis de dignidad extra a su personaje. 

La Reina de la Noche de la soprano Rainelle Krause recibió la mayor ovación de la noche tras su archifamosa aria ‘Der Hölle Rache’. En su caso, tampoco fue ni la mala malísima Cruella de Vil ni la madrastra de Blancanieves a la que estamos acostumbrados, sino una madre entrada en años que necesita desplazarse en silla de ruedas y que aún no ha perdonado la deslealtad de su difunto marido. Krause dotó a su personaje de credibilidad y resolvió hábilmente las dificultades de la partitura, consiguiendo conectar con los espectadores. 

El tenor Brenton Ryan como Monostatos fue menos convincente, a falta de mayor brillo y volumen en su voz, pero cumplió con la parte dramática. El elenco se completó con magníficos cantantes en los papeles secundarios, encabezados por las tres damas —Antonella Zanetti, Laura Fleur y Luzia Tietze—, bien empastadas y precisas tanto musical como actoralmente, y, cómo no, por los Tres niños, del Trinity Boys Choir, quienes añadieron una deliciosa nota de dulzura con sus etéreas voces, igualmente empastadas y precisas. 

La soprano Iria Goti como Papagena, el bajo mexicano Alejandro López y el tenor Jorge Franco en el doble rol de Sacerdotes y Hombres armados, así como el barítono Irakli Pkhaladze como Orador, también estuvieron al servicio de la excelencia que alcanzó la velada; excelencia que no sería posible sin la magnífica Orquestra de la Comunitat Valenciana, un orgullo para la tierra, que fue conducida diestramente por James Gaffigan, director musical de la casa. 

El neoyorquino extrajo de la misma un sonido equilibrado y elegante, rico en matices, con un gesto que huyó de aspavientos y se mantuvo firme al estilo mozartiano. A pesar de la colocación inhabitual de los músicos, consiguió contener el volumen de la masa instrumental para realizar un acompañamiento cuidadoso y claro. El Cor de la Generalitat Valenciana nos regaló asimismo una brillante actuación, al óptimo nivel al que nos tiene acostumbrados.

Al final de la función, el público aplaudió enfervorecido, feliz de haber asistido a un espectáculo de gran belleza y maestría, en un teatro que año tras año nos sorprende con producciones de una calidad sublime como la presenciada. 

Compartir: