?? Don Fernando, el emplazado en Madrid
Mayo 17, 2021. El pasado 17 de mayo tuvo lugar en el Teatro Real de Madrid la segunda representación en versión concierto de la ópera española compuesta por Valentín de Zubiaurre, Don Fernando, el emplazado, apelativo con el que pasó a la historia el rey Fernando IV de Castilla.
Para comprender todo lo que viene a continuación, pondré al lector en antecedentes: en este reto que el Teatro Real se impuso —con toda la buena intención de recuperar parte de nuestro patrimonio operístico español—, hubo varios contratiempos que fueron derramándose desde arriba sobre los artistas, que son los que acabaron mojados y dando la cara: hubo prisa por llevarlo a cabo, les dieron la partitura con muy poco tiempo, y esta vino sembrada de errores de edición cuya enmienda llevó a retrasos importantes en los pocos ensayos de los que disponía toda la plantilla de músicos involucrados.
A veces, cuando el barco ha zarpado y este se hunde porque no está bien construido, los que viajan en él también se hunden y no es culpa del capitán ni de los marineros. Esto se traduce en que el público asiste a ver un espectáculo con una orquesta, unos cantantes, un coro y un gran equipo de trabajadores que ponen orden y concierto en la producción, pero que, bajo las condiciones inadecuadas, la angustia, el estrés y la inseguridad, acaban haciendo un daño directo a los que están sobre el escenario, en el foso y entre cajas.
Detrás de cada uno de los momentos que narro a continuación, hay un gran profesional que trata de sobrevivir a estas condiciones y, como reza el refrán: “De estos mimbres no se puede hacer más que este cesto”.
Que todo su argumento quede en versión concierto es un sinsentido: el espectador se pierde las atmósferas en las que determinadas palabras y músicas hubieran cobrado toda su fuerza de haberse representado con una puesta en escena con decorados, vestuario y acciones adecuados. Apenas un pequeño porcentaje de la trama descrita en el libreto por Riccardo Castelvecchio y Ernesto Palermi pudo entreverse, por lo cual resultó una recuperación parcial, tímida y vaga en la que los asistentes a esta ópera se volvieron a casa creyendo que incorporaron una nueva experiencia teatro-musical sin haber saboreado el alcance total de la representación que fueron a ver.
Además, eligieron hacerlo en italiano, tal y como se hizo en el Teatro Real de Madrid en 1874, cuando el estreno real de Don Fernando, el emplazado tuvo lugar en castellano en el Teatro de la Alhambra de Madrid el 12 de mayo de 1971. Me pregunto por qué el Teatro Real hace tanto esfuerzo para poner en valor nuestro legado operístico y elige el italiano para su vuelta al escenario; otro factor que hace que pierda interés, bajo mi punto de vista.
Se agradece ver que los intérpretes escogidos para su representación son españoles. No por nacionalismo, sino por la pronunciada ausencia de estos en las producciones; una situación que se debe a la política del Teatro Real a lo largo de todos estos años.
Pero volviendo a la obra que nos ocupa, ante una expectativa prometedora, dio comienzo el primer acto. La dirección musical estuvo a cargo de la batuta, la paciencia y diligencia del maestro José Miguel Pérez-Sierra. Comenzó el preludio, intenso y con fuerza, dando lugar a la plegaria del coro ‘Oye, Señor, las súplicas’ en la que el Zubiaurre hace alarde del conocimiento de la composición de la música sacra a la que dedicó gran parte de su vida y que se repite en otros momentos corales de la obra.
Lástima que el coro, debido al Covid-19 y las condiciones limitantes de trabajo, tuviera que aparecer con las mascarillas puestas a pesar de la distancia existente en su colocación sobre el escenario. Aún así, su director, Andrés Máspero, hizo un buen trabajo de empaste y cohesión, dando con resultados precisos y correctos que, en muchas ocasiones, se diluyeron entre las mascarillas, la distancia y el volumen de la orquesta, que careció de dinámicas y se mantuvo en un forte constante, ello en detrimento de la proyección vocal de los cantantes en muchas ocasiones. Los únicos momentos que parecieron más amables con el reparto fueron aquellos en los que había menos instrumentos implicados en la orquestación de la obra.
Don Juan de Carvajal, sacerdote, interpretado por el bajo-barítono argentino Fernando Radó, comenzó la escena con el consagrado tenor José Bros en el papel de su hermano y emisario de la reina María de Molina, Don Pedro de Carvajal: ‘A consolar a un mísero’. Radó, dueño de una voz honesta, de emisión clara y limpia, mostró una seguridad digna del profesional que se espera ver en un teatro como el Real de principio a fin.
En contraposición, Bros, que apareció apoyándose en una muleta para poder moverse debido a una lesión muscular, comenzó a sonar “extraño” en sus vocales abiertas. Tomaba la respiración muy alta y parecía que sus sonidos iban y venían de forma aleatoria. Y eso no fue más que el comienzo… ¡aún le quedaba el resto de la ópera! Contra todo pronóstico, y en esto demostró tener un gran conocimiento de su instrumento, conforme avanzó la ópera, su voz empezó a coger cuerpo, presencia y brillo. Algunos sonidos fueron demasiado nasales, pero bien podían formar parte de su proceso de recuperación y proyección vocal. Parecía haber empezado frío y su intervención fue en ascenso hasta desplegar toda su presencia vocal con la calidad que lo caracteriza. Para el concertante del final del primer acto ya estaba en condiciones de abordar el resto de la ópera. Esa atención extra a la partitura y a sus condiciones vocales fueron en detrimento de la interpretación dramática que requería su personaje. Tomó una actitud de dignidad decimonónica y se mantuvo “monocromático”.
La aparición de Don Fernando y Don Rodrigo, interpretados por el barítono Damián del Castillo y el tenor Gerardo López, respectivamente, viene con el coro ‘A las puertas del templo sagrado’. También en este momento me llamó la atención que Del Castillo mostró cierta inseguridad vocal, musical y dramática que necesitaba un personaje como el rey Don Fernando: joven pero soberbio y decidido en sus palabras. Se le adivinó una línea bonita de canto tras sus agudos comprometidos, y parecía que no tenía claro hacia dónde iba su melodía. Sin embargo, López entró con fuerza en su personaje. No pude evitar que me recordara a “Meñique”, el personaje de Juego de Tronos, en su manera de interpretarlo: intrigante e instigador para su propio beneficio. Vocalmente, también tuvo algunos desajustes, pero su porte y actitud lo hicieron digno de su rol: incluso su manera de pasar las hojas resultó gratamente “siniestra”.
El rol de Estrella lo encarnó la soprano Miren Urbieta-Vega, en contraste con la frialdad de Don Pedro de Carvajal. Dramáticamente, dio cuerpo y voz a este personaje atormentado y apasionado. La acompañó la mezzosoprano Cristina Faus, una breve, amable y discreta aparición en el papel de Violante, su amiga confidente, para justificar la cavatina de Estrella.
El dúo de Estrella y Don Pedro de Carvajal (‘¿Quién eres, caballero?’) fue desigual. Bros, pendiente de sus propias batallas, no acompañó emocionalmente los envites expresivos de su compañera de reparto. Lo mismo sucedió en el dúo con Don Fernando en ‘A vuestros pies’. Parecía que estaban en producciones distintas.
El resto de la ópera transcurrió con algunos desajustes de la orquesta con los cantantes, con momentos imponentes de los metales. Apareció el Paje, interpretado por el tenor Vicenç Esteve, correcto y en su lugar. Poco más tarde, el Pregonero al final del terceto del segundo acto, con ‘A que esta es la sentencia’ en la voz del barítono Gerardo Bullón, que corrió con aplomo y un color redondo. ¿Por qué a una voz así le dan el papel del Pregonero? (Más tarde lo descubriría…)
En un punto del concertante del segundo acto, algo caótico y descuadrado en un “sálvese quien pueda”, observo que Del Castillo se retira y terminan el segundo acto sin él. Sin descanso entre el segundo y tercer actos, la ópera llevaba camino de sobrepasar las 2 horas y 30 minutos anunciadas en el programa y los músicos andaban claramente en un tour-de-force.
El tercer acto dio comienzo con el Pregonero cantando. Lo que leímos en los subtítulos no cuadró con lo que tenía que decir el Pregonero: ‘Yo, rey potente y espléndido’. En el patio de butacas se oía el desconcierto del público. ¿Qué había sucedido?
Efectivamente, Del Castillo se sintió indispuesto según informó el Teatro Real en los saludos finales, no se encontró en condiciones de terminar la partitura y salió su cover, que era Gerardo Bullón: un rey que resultó mucho más adecuado en prestancia vocal que el titular del rol. Su voz tenía más cuerpo, más proyección y su actitud estaba más acorde con la de un rey. ¿Por qué no le dieron el papel directamente a él?
Por supuesto que tuvo que “inventarse” la partitura a ratos, dada la falta de tiempo para los ensayos, pero ahí es donde se ve al profesional que hay detrás del artista.
Así que los que mueren en este naufragio que fue Don Fernando, el emplazado no tienen más culpa que la de haber comprado el billete para montar en un barco que ya traía sus propios desperfectos. Quieran los de arriba aprender de esta experiencia para que no se vuelva a repetir una situación similar y que pongan en valor el esfuerzo, la templanza y el arrojo de todos estos artistas que dieron la cara para tratar de salvarlo.
La trama tiene lugar en la ciudad de Martos, en la provincia andaluza de Jaén, a principios del siglo XIV. Primer acto. Don Juan de Carvajal, hombre de Dios, y Don Pedro de Carvajal son hermanos. Don Pedro de Carvajal trae un mensaje de la madre del rey, María de Molina, que pretende reconciliarse y compartir trono con su hijo Don Fernando. Don Rodrigo aconseja al rey que desconfíe del mensaje de la reina y también de los hermanos Carvajal, a lo que el rey Don Fernando anuncia que se casará para dar una reina al trono que no sea su madre. La esposa que tiene en mente es Estrella, de quien está enamorado y que es, a su vez, hermana de Don Rodrigo. Don Pedro y Estrella están enamorados y se prometen amor eterno, pero ella está inquieta, pues, tal y como confiesa a Violante, ha soñado con su amado ensangrentado y lo toma como un mal presagio. Cuando llega el momento del encuentro del rey con el emisario Don Juan de Carvajal y le da el recado de la reina que pretende reinar a su lado, Don Fernando le contesta que no será necesario, puesto que lo hará su futura esposa, Estrella. Ella teme que, si no accede, el rey tomará represalias contra Don Pedro, y duda. Don Rodrigo, por otra parte, ha sobornado a unos cuantos soldados para que parezca que están del lado de los hermanos Carvajal y que traman una revuelta contra el rey. Don Fernando efectivamente lo cree y manda apresar a los dos hermanos y los condena a muerte, quitándose de este modo a su rival del camino. Segundo acto. El rey y Don Rodrigo continúan adelante con la trama urdida para hacer que Estrella acepte el matrimonio con Don Fernando y deshacerse además de sus rivales. Estrella, de incógnito, pide hablar con el rey. Una vez ante él le pide entre lágrimas que se haga justicia con los hermanos Carvajal. Este, nublado por los celos, confirma su condena y le dice que, si quiere salvarlo, tendrá que casarse con él. Estrella le contesta que antes prefiere morir que ver a Don Pedro atormentado por verla con él. Estrella va a la prisión para contarle a su amado que morirá con él. Don Juan, capellán, casa a los amantes allí mismo. Llegan los verdugos y se los llevan para ser ejecutados. El pueblo protesta y pide al rey que no se lleve a cabo la ejecución, pero este se muestra implacable. Don Juan lanza una maldición al rey por la injusticia que va a cometer y le dice que tendrá que rendir cuentas ante Dios por el pecado que está cometiendo. Don Pedro se une a la maldición y añade que en treinta días morirá. Ellos son arrojados por las almenas del castillo. Estrella se desmaya y cae una tormenta. Tercer acto. Aparece el rey, pálido y atormentado por el recuerdo de cómo murieron ambos hermanos. Es el día en que se cumple el plazo dado por Don Pedro en su maldición. Siente que Estrella podría hacer más ligera su carga y envía a buscarla a prisión, donde la recluyeron. Se dirige a ella con tiernas palabras, le dice que queda libre y le suplica una mirada. Ella, llena de dolor y rencor, se niega a darle ningún tipo de consuelo y le dice que su mayor placer será verle morir. Don Fernando, lleno de ira, coge un cuchillo y trata de matarla, pero una mano fantasma detiene su brazo: es Don Pedro, que ha regresado del más allá para proteger a su amada. Así es como el rey termina muriendo, arrepentido.