?? El rey que rabió en Madrid

Escena del campamento militar en El rey que rabió © Javier del Real

Junio 10, 2021. El Teatro de la Zarzuela de Madrid ha apostado por lo seguro al programar para el final de esta temporada uno de los títulos más queridos por el público. Se trata de una nueva producción de El rey que rabió, zarzuela cómica en tres actos con tintes de opereta.

Su alegre e inspirada partitura, firmada por Ruperto Chapí, y su ingenioso y divertido libreto, que debemos a Miguel Ramos Carrión y a Vital Aza, cuentan ya con 130 años (fue estrenada en este mismo escenario, en 1891), pero ambos mantienen una vigencia incontestable. En dramaturgia, el humor es el elemento que peor envejece y que a menudo hay que adaptar, generalmente porque nace de referentes contextuales borrados de la memoria, o de situaciones y costumbres que ya no forman parte de nuestra realidad. Este no es el caso, como decía, de la obra que nos ocupa, cuya trama constituye una aguda sátira política que denuncia las injusticias del poder.

A pesar de que se desarrolla en un lugar y en una época indefinidos, algo que fue necesario para sortear la censura, al público ni le resultó ni le resulta difícil establecer paralelismos con los gobernantes de antes y de ahora, hasta el punto que parece increíble que permitieran que esta zarzuela se estrenase en plena Restauración borbónica, siendo Alfonso XIII un niño y su madre, regente. Y es que el protagonista es un rey muy jovencito que, cansado de vivir entre algodones y curioso por saber si el mundo es un lugar tan idílico como se lo pintan, decide realizar un viaje por sus dominios para comprobar cómo vive el pueblo llano. Sus consejeros, obviamente, se oponen a tan descabellada empresa, pero el monarca insiste y, disfrazado de pastor, llega a un pueblo donde, si bien no encontrará la verdad, pues sus consejeros ya se han encargado de allanar el camino comprando silencios y voluntades, encontrará, como no podía ser de otra manera, el amor de una joven y bella campesina.

Esta historia da lugar a multitud de situaciones disparatadas que se ven ensalzadas por una música fresca y fluida, llena de pegadizas melodías, y que da pruebas del buen trabajo de orquestación del que era capaz Chapí. El maestro mexicano Iván López Reynoso, solícito con los cantantes, se esforzó por poner en valor todas esas cualidades de la partitura sin que su trabajo llegara a cuajar del todo, falto por momento de matices. A pesar de un intento de hacer del nocturno del segundo acto un paréntesis de mágico lirismo, las cuerdas sonaron destempladas y no se consiguió el delicado juego de volúmenes que se necesita para que el resultado no raye lo plano y lo farragoso. Por su parte, el Coro de la Comunidad de Madrid estuvo empastado y, aunque con mascarilla, sonó bien. Tanto López Reynoso como el director del coro, Antonio Fauró, fueron ovacionados por el respetable. 

La puesta en escena, a cargo de Bárbara Lluch, ofreció una versión de la historia alejada de la sátira social, conjugando, a partes iguales, fantasía y apayasamiento. La escenografía de Juan Guillermo Nova, sencilla pero efectiva, subrayó este carácter de cuento de hadas, al igual que lo hicieron el original y estrambótico vestuario diseñado por Clara Peluffo Valentini y la acertada iluminación de Vinicio Cheli. Las proyecciones sobre el ciclorama, apenas esbozadas, abrían grandes espacios irreales poblados de paisajes rurales, castillos y cielos infinitos que convertían a los personajes en figuras de cómic o videojuego. 

A la manera de los cuadros de pintores surrealistas como Magritte y De Chirico —no en balde el escenario estaba doblemente enmarcado—, los elementos escenográficos corpóreos jugaban con las escalas y los volúmenes de puertas, camas, arcos, del trono…, e incluso uno de los personajes llevaba en la cabeza un teléfono que recordaba a Dalí. El resultado fue visualmente muy atractivo.

En cuanto a la dirección actoral, por momentos se echó en falta más dinamismo en los movimientos del coro, sobre todo, y no siempre me pareció adecuada la colocación de los solistas. Dicho esto, el dibujo de los personajes lo encontré sagaz y pertinente.

Jorge Rodríguez Norton (el Rey) y Sofía Esparza (Rosa) © Javier del Real

El papel protagónico en esta versión, así como en las que se han producido en el Teatro de la Zarzuela a partir de los años 60, estuvo interpretado por un tenor, en concreto —esta noche— por Jorge Rodríguez-Norton, quien ya se había metido en la piel del rey en una producción del Festival de Teatro Lírico Español de Oviedo. Sin embargo, esta decisión ha causado cierto malestar entre musicólogos y críticos, ya que Ruperto Chapí concibió el rol vocalmente para una tiple grave o, como se dice en la actualidad, para una mezzosoprano. Sin entrar en polémicas, hay que reconocer que el tenor asturiano cumple con su cometido de manera satisfactoria, tanto en lo vocal como en lo actoral, perfilando un personaje creíble que consigue conectar con el público. Cantó con gusto, con generoso volumen, aunque a veces a su voz le faltaron el brillo y la delicadeza que debería tener un pimpollo. Hizo buena pareja con la soprano Sofía Esparza, quien daba muy bien en el papel de Rosa, pastorcita bella y alocada que tiene claro lo que quiere y a quién quiere. Derrochó presencia escénica y energía, y lució una bella voz, bien timbrada, que promete. Demostró solvencia en los dúos y en los números de conjunto, a excepción del cuarteto del primer acto junto al Rey, el General (bajo) y su primo Jeremías (tenor), donde la perdíamos por momentos a causa, en parte, del desequilibrio que origina el cambio de tesitura del protagonista. Además, embelesó al respetable en la mazurca de los segadores y en la romanza ‘Mi tío se figura’, uno de los puntos álgidos de la obra, aunque, extrañamente, en el final de esta última no se atrevió con el do sobreagudo, que no está escrito pero es lo que esperan los aficionados. 

El Rey contó con unos consejeros de categoría magistralmente interpretados por Rubén Amoretti (el General), Carlos Cosías (el Almirante), Ígor Peral (el Intendente) y José Julián Frontal (el Gobernador). Estuvieron los cuatro muy simpáticos, aportando ese punto ácido y caricaturesco tan necesario en una obra satírica y superando con creces las exigencias de la partitura, si bien hay que destacar al primero, a Rubén Amoretti, por la calidad de su instrumento. José Manuel Zapata (Jeremías) fue sin duda el que más carcajadas arrancó entre el público, encarnando al típico gafe quejica que siempre termina sacando provecho de sus desgracias. Su fuerte reside, pues, en lo interpretativo, al igual que les sucede a Ruth González y a María José Suárez. Algo excesivo, el Capitán de Alberto Frías (dicho esto sin tener claro qué parte de responsabilidad corresponde a la dirección escénica). Pep Molina, como el Alcalde, cumplió eficazmente.

El Rey que rabió llegó a México en 1892, solo un año después de su estreno en Madrid, y en años sucesivos lo hizo a otros países de América como Ecuador y Colombia (1893) o Costa Rica y Cuba (1894). En las jóvenes repúblicas —Cuba aún no se había independizado— gozó, pues, de la misma difusión y éxito que en la monárquica España. 

El maestro Plácido Domingo y su esposa Marta Ornelas no se la quisieron perder y acudieron a la misma función que acabamos de reseñar.

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