
Faust en Valencia

Escena de Faust de Charles Gounod en la producción de Johannes Erath del Palau de les Arts de Valencia © Miguel Lorenzo/Mikel Ponce
Octubre 5, 2025. La temporada operística del Palau de les Arts de Valencia se inauguró con una nueva y ambiciosa propuesta escénica de Faust de Charles Gounod, una de las obras cumbre de la ópera francesa, en coproducción con la Scala de Milán, el Teatro Real de Madrid y la Staatsoper Unter den Linden de Berlín.
La ópera de Gounod gozó de gran popularidad en tiempos pasados y, aunque aún se mantiene en repertorio, lo cierto es que hoy se programa con escasa frecuencia. En parte, por la dificultad de reunir un trío protagonista que haga justicia a la partitura, y también por la complejidad de transmitir al público contemporáneo la mezcla de romanticismo, misticismo y realismo de un argumento que, a ojos de nuestras sociedades actuales, puede parecer un juego algo anacrónico.
La puesta en escena del alemán Johannes Erath subraya el elemento fantástico de la obra, apoyándose en una escenografía (Heike Scheele) de proporciones monumentales y cierto estatismo, sin escatimar en estímulos visuales reforzados por una iluminación (Fabio Antoci) por momentos mareante y un vestuario (Gesina Völlm) de inspiración surrealista. Con estos recursos se pretende convencer al espectador de que la trama conserva vigencia. Sin embargo, la superposición de planos escénicos acaba por fatigar la mirada: el público pierde detalles o percibe, como en un palimpsesto, fragmentos de una idea y de otra. En este sentido, el exceso visual mantiene la atención del espectador, que espera constantemente algo nuevo, pero ese incesante bombardeo de estímulos diluye —sin demasiada gracia— momentos icónicos de la ópera, como la célebre aria de las joyas o la redención final de Marguerite.
Por fortuna, estas funciones contaron con tres excelentes intérpretes que lograron sobreponerse, al menos en parte, a la abrumadora concepción escénica. La más favorecida fue la soprano Ruth Iniesta, que se impuso por su emisión limpia, su bello timbre y un fraseo variado, con un apreciable canto legato y un sólido control de las dinámicas. Algo contenida en lo actoral —quizá por la propia regie—, mostró aun así una Marguerite prometedora, con amplio margen para desarrollarse y alcanzar un sello propio en futuras representaciones.
El tenor Iván Ayón-Rivas ofreció un Faust solvente tanto en lo musical como en lo escénico. Posee un timbre hermoso y unos agudos que restallan y llenan la sala, aunque el volumen en la zona grave se reduce notablemente, hasta quedar en ocasiones sepultado por la marea sonora de la orquesta.
El bajo-barítono Alex Esposito, pese a no contar con el color vocal ideal para Mefistófeles, defendió el papel con indudable talento escénico y convicción. Llamó la atención la escasa diferencia tímbrica entre Esposito y el barítono Florian Sempey, un Valentin de voz homogénea y noble línea de canto. Este último, junto con la mezzosoprano georgiana Ekaterina Buachidze —una Siebel de voz rica y bien timbrada—, fueron, desde mi punto de vista, los intérpretes más completos. Ella, en particular, posee un material vocal de muchos quilates, y deja el deseo de volver a escucharla pronto en otros títulos. Bien resueltos resultaron también los papeles secundarios de Wagner (Bryan Sala) y Marthe, a cargo de la mezzosoprano Gemma Coma-Alabert, ambos convincentes en lo vocal y lo actoral.
En el foso, al frente de la siempre brillante Orquestra de la Comunitat Valenciana, el suizo Lorenzo Viotti ofreció una lectura firme y llena de detalles inspirados, acompañando con mimo a los cantantes, especialmente en la escena final del tercer acto, coronada por un cuarteto soberbio. El Coro de la Generalitat, rotundo y bien empastado, brilló con especial fuerza en la sección masculina, apabullante en el coro de soldados.
En suma, fue una noche de gran ópera: solistas y cuerpos estables en excelente estado, bajo una dirección musical vibrante y de gran coherencia. La puesta en escena, sin embargo, pecó de pretenciosa: su grandilocuencia y acumulación de ideas no siempre encontró un cauce expresivo claro, y muchas quedaron en el aire o inconclusas. Al final de la función, el espectador quedó desorientado, sí, pero también —aparentemente— feliz.