??Fidelio en Zúrich
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Febrero 9, 2020. La pasión por la “libertad” del idealista Ludwig van Beethoven lo llevó a escribir obras monumentales para textos con esta índole: basta mencionar el coro de su Novena Sinfonía o la Fantasía Coral.
Beethoven es igualmente famoso por haber innovado y revolucionado el campo de la música; y se podría asegurar que esta producción de la Zürich Opernhaus le hubiera encantado al compositor. Por dos razones: primero, porque el director escénico hizo una propuesta con una “libertad” abrumadora; y segundo, porque estos cambios dieron más fuerza al texto y a los elementos dramatúrgicos que en una propuesta tradicional se podrían llegar a perder por el presupuesto disponible o por la percepción del regista, reforzando los valores e ideales tan presentes en casi toda la música vocal del sordo de Bonn.
Andreas Homoki, director de escena e intendente del teatro suizo, famoso por sus puestas en escena minimalistas, propuso una versión por demás inteligente, pues toda la acción se desarrolló dentro de un estrecho rectángulo azul turquesa sin nada de escenografía y únicamente una pistola como utilería; lo que aparentemente podría haber parecido una propuesta austera o amateur. Por el contrario, la ausencia de estos elementos contribuyó a reforzar la idea “Beethoven-Homoki”: el secreto está en las indicaciones de la partitura. Sí: las pequeñas descripciones arriba del pentagrama donde describe brevísimamente que pasa en la escena, donde señala quién entra o quién sale.
Al no contar con “un portón cerrado con una pequeña entrada para los visitantes, con celdas de los prisioneros donde las ventanas tienen barrotes y las puertas numeradas reforzadas con hierro (…)”, como indica literalmente el libreto, Homoki proyecta el texto en el rectángulo —que sirve igualmente de ciclorama— mientras la orquesta toca con un escenario vacío. La genialidad de la idea de Homoki radica en el hecho de que el público se imagina literalmente lo que quiere: cada uno construye su propia escenografía basándose en las indicaciones que el mismo Beethoven nos dejó, que Homoki proyecta y que muchas veces los registas omiten (o ni saben que existen); dicha idea permite enfocarse más en las palabras y acciones, pues, de igual forma, cuando entra algún personaje se proyecta su nombre y quién es en la historia: “Florestan-Prisionero”, todo de forma cinematográfica.
Aunado a esta genialidad, Homoki presenta este Fidelio a manera de película; pues la función comienza con la escena donde Leonora revela a Pizarro que es la esposa de Florestan, amenazándolo con una pistola. Con un corte musicalmente acertado, se liga a la mitad de la obertura. Sí, como esas películas que empiezan con el final y poco a poco te van revelando el resto de la trama para que cuando caiga el telón hayas armado la historia. La versión se presentó sin recitativos y sin intermedio, con una duración cercana a las dos horas.
La soprano Emma Bell sustituyó a Anja Kampe en el rol de Leonore para esta función. La cantante británica y el tenor austriaco Andreas Schager (Florestan) tienen los mismos elementos vocales, lo que los convierte en una pareja artística extraordinaria; ambos cuentan con voces grandes y hermosas, con agudos muy potentes y armónicos resonantes; ni en los clásicos finales beethovenianos, con toda la orquesta en fortissimo, se les cubrió. Bell, además de gran actriz, cuenta con una pronunciación perfecta del alemán, mientras que Schager es un auténtico Heldentenor que ofreció un Florestan de antología.
El Don Pizarro del bajo-barítono alemán Wolfgang Koch fue muy convincente, pues gracias a su gran actuación, sumada al clásico estereotipo del malo de la ópera —alto, desaliñado y que canta con la boca chueca— te hace odiar al personaje, poseedor de una voz potente, rica y entonada. Por su parte, el Rocco del ruso Dimitry Ivashchenko, la Marzelline de la francesa Mélissa Petit, el Jacquino del estadounidense Spencer Lang y el Don Fernando de Oliver Widmer —único suizo de la producción— estuvieron siempre a la altura con voces potentes, correcta pronunciación y convincentes actuaciones.
El coro dirigido por Janko Kastelic, siempre vibrante, potente, afinado y numeroso, hizo temblar de emoción en cada aparición, y ni hablar del apoteótico final. El único detalle —bastante evidente— es que no terminan juntos las frases, una labor verdaderamente ardua, ya que, al ser el alemán un idioma donde casi todas las palabras terminan en consonante, si esto no se hace simultáneamente, parece un canon de estornudos que mancha la pureza y transparencia de esta producción.
Por su parte, el alemán Markus Poschner a la cabeza de la Philharmonia Zürich hizo una labor extraordinaria, sin cubrir a sus cantantes (cosa casi imposible, pues todas eran voces enormes) y cuidando los matices tan importantes en este tipo de repertorio. Sin duda una producción de cinco estrellas.
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