
I masnadieri en Múnich

Escena de I masnadieri de Giuseppe Verdi en Múnich, con Lisette Oropesa (Amalia) y Charles Castronovo (Carlo) © G.Schied
Julio 20, 2025. Hay obras que, en el momento de su aparición, tocan las fibras más sensibles de una sociedad y una época, pero que con el devenir del tiempo pierden su vigencia total o parcialmente.
Tal es el caso de Los bandidos (Die Räuber) de Friedrich von Schiller, un drama que en su momento (1781) y durante bastantes décadas fue capaz de impresionar y conmover a generaciones de espectadores y de lectores y que hoy, aunque sigue siendo venerado como pieza fundamental del teatro clásico alemán, resulta inverosímil y no siempre fácil de digerir.
Más difícil aún es su versión como ópera, I masnadieri, del año 1844, en la que el libreto de Andrea Maffei, condensando inevitablemente la acción hasta reducirla al mínimo imprescindible, dificulta aún más su cercanía a nuestra sensibilidad de hombres de los siglos XX y XXI. En tales circunstancias, lo mejor que puede hacer un director de escena es recurrir a una gran austeridad y evitar toda tentación de mejora o reintepretación, que casi siempre termina por empeorar la obra.
La escenificación que de la ópera I masnadieri de Giuseppe Verdi hizo Johannes Erath para la Ópera del Estado de Baviera estuvo a mitad de camino entre la sobriedad y la reinterpretación más o menos didáctica. Tuvo la virtud, hoy tan rara, de respetar a los cantantes y dejarlos que cantaran cómodamente, sin exigirles un accionismo perjudicial para la música, ni actitudes en contradicción con ésta. Es más, en muchos momentos el estatismo era incluso exagerado.
Para compensarlo, el director de escena recurrió a figurantes que casi sin pausa doblaron a los protagonistas y comentaron el texto silenciosa y redundantemente, como si la música no fuera suficiente para dejar claro todo lo que el libreto no puede expresar por sí mismo. En principio, Erath parecía querer allanar la comprensión de una trama enrevesada y darle un cierto aire “psicologizante”, pero lo que consiguió fue hacer que el espectador poco avezado acabara por confundirse aún más y que el experimentado se aburriera y fastidiara.
El ambiente de la ópera es opresivo y más bien lúgubre, pero sin llegar al tenebrismo de la muy escasa iluminación de Olaf Freese ni al monótono blanco (solo para Amalia) y negro (para todos los demás) del vestuario de Kaspar Glarner, quien también es autor de la escenografía. Ésta, que representa el interior del palacio de Massimiliano, conde de Moor, no deja de ser interesante, sobre todo por su perspectivismo y su simetría. Sin embargo, como se mantuvo inmutable a lo largo de toda la ópera, sin que se reflejaran los cambios de lugar y ambiente, dio lugar a grandes incongruencias.
La dirección de actores fue, para los cantantes, casi inexistente, mientras la acción de los figurantes que los doblaron se limitó a una mímica previsible. Hubo momentos discretos (por falta de acción) y fallos garrafales, como cuando, tras el final del magnífico dúo de Francesco y Amalia, se destroza totalmente la tensión dramática (y de paso se aborta el aplauso que el público ya tenía en las manos) al mostrar un intento de violación en el que ambos se revuelcan por el suelo y ella gimotea.
Afortunadamente, el director de escena, como ya hemos dicho, acertó plenamente al dejar vía libre a la música, que en esta velada fue interpretada de modo magistral. La dirección orquestal de Antonino Fogliani fue digna de todo elogio. Aquí tuvimos a un director que evidentemente conoce y entiende profundamente la música de Verdi. La excelente Orquesta del Estado de Baviera, con su característico timbre oscuro, sonó estupendamente bien empastada y dúctil. Fogliani realizó una lectura muy enérgica, apasionada, muy adecuada al ímpetu y la desazón románticas, tanto del drama de Schiller como de la ópera de Verdi. El acompañamiento de los cantantes fue irreprochable. En los tutti el fortissimo fue impresionante, pero sin ahogar nunca a las voces, que en este caso eran de gran volumen, y sin que el conjunto orquestal sonara apelmazado: en todo momento se distinguieron limpiamente los planos sonoros de la orquesta. Es de destacar la muy sensible intepretación del extenso solo de violonchelo en el preludio.
Los solistas formaron un conjunto realmente estupendo. Charles Castronovo (Carlo) posee una voz oscura, muy voluminosa y con un fuerte, a veces excesivo vibrato. La emisión es adecuada y el fiato siempre generoso. En todo su registro se advierte total seguridad y ninguna dificultad. Su interpretación fue en todo momento enfática, en algún pasaje hubiéramos deseado un poco más de contraste, un asomo de lirismo y de introspección. Pero en general el resultado fue realmente muy satisfactorio. Su interpretación creció y mejoró a lo largo de la función, llegando a su zénit en el tercer acto.
El Francesco de Alfredo Daza fue muy considerable. El barítono mexicano demostró poseer un instrumento vocal poderoso y un total dominio de su parte. Lo único que pudo no acabar de convencer fue una emisión demasiado abierta, sobre todo en el primer acto, algo que se corrigió en el curso de la representación. En todo caso estuvimos ante un cantante de dotes muy respetables.
Erwin Schrott fue un Massimiliano realmente soberbio y de voz inmensa, siempre perfectamente focalizada y de dicción limpia. Su interpretación combinó dramatismo y musicalidad en la medida justa.
Ahora bien, si alguien sobresalió en este excepcional reparto fue Lisette Oropesa. I masnadieri es una ópera, si no “rara”, sí muy infrecuente. En consecuencia, el personaje de Amalia no suele formar parte del gran canon de las sopranos. Pese a ello, Oropesa supo dar a esta parte un relieve hasta ahora inusual. ¿Logrará sacar a Amalia y a I masnadieri del relativo olvido en que se encuentran? Sería justo, pues su interpretación fue de una belleza excepcional.
En primer lugar, debe hacerse mención del cálido timbre y, sobre todo, de los hermosos armónicos de su voz. El volumen es soprendentemente grande para una soprano lírica, incluso en el centro y en los graves, siempre bien audibles. Las agilidades surgieron con naturalidad y sin esfuerzo, el fraseo y la acentuación fueron modélicos. En todo el registro su interpretación fue limpia y sin tiranteces. En lo que toca a los aspectos puramente artísticos, se debe mencionar la versatilidad con la que expresó afectos muy diversos, sin que ello mermara la necesaria homogeneidad vocal y estilística.
Pero todo esto es poco comparado con la indefinible seducción, el carisma de su voz y de su arte interpretativo, que logró arrebatar al público, quien la aplaudió frenética e interminablemente. Lisette Oropesa se encuentra tal vez en la cima de su carrera: con una trayectoria larga a sus espaldas, lo que le da experiencia y sabiduría, y todavía es lo bastante joven para mantener la frescura de la voz y hacer creíbles sus personajes. Ojalá siga en esta cumbre durante mucho tiempo.
El resto del reparto es fue menos satisfactorio. Kevin Conners fue un Arminio excelente, que matizó musicalmente todas sus intervenciones y supo dar a su figura un relieve inusitado. Lo mismo puede afirmarse del impresionante Moser de Roman Chabaranok, un cantante de esos que despiertan la curiosidad y a los que se quisiera poder escuchar en papeles más extensos, algo que también sucedió con el muy prometedor Tanzel Akzeybek, quien dio vida a un estupendo Rolla. El coro, bajo la dirección de Christoph Heil, mostró un muy alto nivel técnico y artístico, además de un seguro empaste y una impresionante potencia sonora.