Il trovatore en San Francisco
Septiembre 20, 2023. Con Il trovatore de Giuseppe Verdi (1813-1901) —que ocupa un lugar entre las obras emblemáticas y reconocidas del repertorio lírico tradicional, y porque forma parte de la “trilogia popolare” del compositor italiano—, se dio por iniciada una nueva temporada, la numero 101, en la historia de la Ópera de San Francisco.
La obra ha sido presenciada por el público local a lo largo de veinticinco temporadas que la compañía la ha escenificado. El estreno oficial de Il trovatore con la propia compañía del teatro ocurrió en octubre de 1926, en el Civic Auditorium de la ciudad, con la prima donna Claudia Muzio en el papel de Leonora. Ese día se dio el importante anunció de que se habían reunido los fondos necesarios para que San Francisco construyera su propio teatro de ópera, el War Memorial Opera House, su actual sede.
La apertura del nuevo teatro fue en octubre de 1932, y esa primera temporada obviamente incluyó Il trovatore. Desde entonces, el vínculo que se creó entre la ópera y la compañía ha generado un sinfín de interesantes anécdotas, destacando, por ejemplo, la puesta de 1929 en la que debutó el tenor Giacomo Lauro-Volpi como Manrico, o la de 1934 que marcó el debut y única aparición local de la soprano dramática Zinka Milanov como Leonora, o la de 1958 en la que la joven soprano Leontyne Price cantó su primera Leonora, papel del que después se convertiría en una de sus más sobresalientes intérpretes, al lado del veterano tenor sueco Jussi Björling, poco tiempo antes de morir, y en la única ocasión en la que ambos cantantes concedieron sobre un escenario.
La puesta de 1975 unió a dos sobresalientes cantantes: Luciano Pavarotti y Joan Sutherland, y en 1986 la mezzosoprano Dolora Zajick, histórica intérprete de Azucena, debutó aquí el papel. La lista de intérpretes del Conde de Luna incluye a: Leonard Warren, Ettore Bastianini, y Vladimir Chernov, además de en uno de los cantantes favoritos del público local, Dmitri Hvorostovsky, quien en la temporada 2009, y con ese papel, cantó por última vez sobre este escenario.
Sin embargo, los tiempos han cambiado. Quizás se estén viviendo en los teatros síntomas post-Covid, o cambios en los gustos del público. Habrá un sinfín de razones y argumentos para debatir y reflexionar, pero lo cierto es que los llamados “caballos de batalla” ya no parecen estar atrayendo suficiente público para ocupar la totalidad de las butacas en este teatro, como fue el caso de esta función. Si bien es un dato que no debería ser mencionado o motivo de interés para quien acude a reseñar una función, como melómano existe la legítima inquietud sobre lo que está sucediendo, y que se presencia función tras función. Seguramente será un tema inmediato a resolver por la propia Ópera de San Francisco, que debe encontrar una manera viable y balanceada de programar títulos en temporadas futuras que sigan siendo atractivos para el público.
En términos escénicos, se repuso el montaje estrenado aquí en el 2009 del director escocés David McVicar, con apropiados diseños de Charles Edwards y elegantes y funcionales vestuarios de Brigitte Reiffenstuel y un adecuado trabajo de iluminación realizado por Jennifer Tipton, que desde su estreno ha viajado a los escenarios de la Lyric Opera de Chicago y el Metropolitan de Nueva York, donde la acción fue trasladada del siglo XV, como sugiere el libreto, al siglo XIX, concretamente a la época de los movimientos independentistas de los países hispanoamericanos, entre 1808 y 1833.
El montaje es funcional y atractivo, aunque comienzan a notarse ya los años. Una mesa redonda se eleva sobre los cantantes, como un símbolo del destino que acecha a los personajes. Algunos elementos religiosos, un amplio muro con una escalera, hacen que el espectáculo mantenga una apariencia atractiva. Al inicio de la ópera, como en sus posteriores apariciones, el coro del teatro realizó una labor impecable cantando con autoridad y mostrando uniformidad, así como participación escénica, en sus desplazamientos, evidenciando el trabajo puntual que ha realizado su director John Keene.
Vocalmente, el elenco tuvo un desempeño plausible, comenzando por la soprano Angel Blue, quien posee una voz robusta, capaz de crear un personaje vocalmente férreo y a la vez sentimental. Agradó la precisión, el control técnico y la expresividad con la que sacó adelantes las partes más exigentes del papel de Leonora. Quien dejó huella con una incisiva actuación y prominente despliegue vocal fue la mezzosoprano rusa Ekaterina Semenchuk, quien sustituyó a la anunciada Anita Rachvelishvili. Desde su ‘Stride la vampa’ inicial, su Azucena se mostró atormentada pero vengativa, y a la vez convincente.
Por otro lado, no convenció completamente el Conde de Luna del barítono George Petean quien, a pesar de su canto firme y profundo, pareció desvanecerse cuando cantaba alternando con los demás intérpretes, y por su desempeño actoral, de innecesaria sobreactuación. El tenor Arturo Chacón-Cruz personificó a un joven Manrico, papel que sacó adelante con enjundia y experiencia y con una emisión vocal correcta, aunque tensa y un poco abierta en algunos pasajes. El experimentado bajo Robert Pomakov cantó su parte con amplia sonoridad y le dio el sentido y el propósito requerido por su parte.
Correctos estuvieron en su desempeño la soprano Mikayla Sager en el papel de Inez y el tenor Edward Graves como Ruiz, y el resto de los intérpretes de los papeles menores. La orquesta, una de las fortalezas del teatro, en medio de un ciclo de obras de Verdi y Wagner, en esta y futuras temporadas, propuesto por su directora titular Eun Sun Kim, mostro valía a pesar de una lectura modesta, por momentos imprecisa y lenta de la maestra, cuyo objetivo parecía más enfocado en hacer sobresalir las voces, moderando el sonido que emanaba del foso.