Indecente en el Teatro Helénico
A Eloy, a tu memoria. Agradecido.
Es 1906, es Varsovia, y en una de las tertulias regulares en casa de Isaac Leib Peretz, figura central del renacimiento literario yiddish preguerras, el joven escritor Scholem Asch lee su primera obra de teatro, Got fun nekome (El Dios de la venganza). Ya es conocido por sus historias cortas que describen con nobleza la vida cotidiana judía, pero provoca el enojo de los presentes al pretender mostrar una parte de ella, digamos poco propicia para la ortodoxia que desde la literatura dignificaría a su comunidad frente a la persecución incesante, actual y milenaria: un padre mantiene debajo de su apartamento un burdel y surge entre su hija y una de las prostitutas el amor más puro. La obra es un éxito en Europa, llega a los Estados Unidos, y es censurada.
Un parpadeo en el tiempo y casi cien años después, en el inicio de otro renacimiento de las cultura y literatura en yiddish, la joven Rebecca Taichman escribe una obra de teatro desde la cual contar la historia alrededor de la obra de Asch (The people vs The God of Vengance); es su tesis para graduarse como directora de teatro en Yale. La conoce Paula Vogel, la dramaturga ganadora del Pulitzer, y juntas reescriben el ensayo estudiantil para crear Indecente, que se presenta con éxito en distintos escenarios de Nueva York entre 2015 y 2018.
Un parpadeo en el tiempo y es la Ciudad de México en una tertulia prepandémica, el productor de teatro y operómano generoso Eloy Hernández invita a su casa a un grupo de actores a leer la traducción que de Indecente ha preparado la crítica de ópera Ingrid Haas. Todos se entusiasman. Y conmueven. Una versión revisada por Enrique Arce se estrenó el pasado 20 de agosto en el Teatro Helénico.
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“No es un musical, pero todos tenemos que cantar. ¿No la viste en Nueva York? Yo hago los roles que hizo Katrina Lenk. Te va a gustar.” Me lo dice Majo Pérez, la actriz que encarna a la prostituta de Asch, Manke, y a las actrices que la asumen, como ella ahora, en la travesía de su obra desde el estreno en Berlín hasta las lecturas semiescenificadas que se siguen haciendo en el infierno del gueto de Lodz. Recordamos a Eloy. Tomo nota de que PBS transmitió una función y me pongo a buscar. Lloro al descubrir una obra que él tenía que traer y para la que sólo él podía reunir al equipo preciso, justo.
Pienso como crítico de música y, efectivamente, no le hallo forma de musical, pero creo que no podía disociarse de su música: esta historia del teatro judío no podía contarse de una manera no musical. La música está en el alma de su cultura, de sus historias, de los distintos renacimientos de su lengua. Y la de Lisa Gutkin y Aaron Halva es parte de la partitura escénica toda que hace posible Indecente. Está escrita para tres músicos que tocan violín, clarinete y acordeón, y así como los actores tienen que cantar, ellos mismos forman parte del elenco actoral. Cecilia Becerra, Rodrigo Garibay y Leo Soqui lo hacen estupendamente, en ambos roles.
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La dramaturgia de Vogel tiene muchos aciertos, y el mayor de ellos es la fidelidad a la historia, lo que en manos equivocadas puede convertirse en una recitación adusta de datos sobre el teatro judío en la primera mitad del siglo XX. También lo es al propósito de Asch, en tanto mantiene la pureza del sentido que tiene contar una historia de amor lésbico, lo que en manos equivocadas puede brindarse desde una fetichización teatral.
Quiero decir que la dirección de Cristian Magaloni es fiel a Vogel: quien ve Indecente sale con una lección de historia e integración, pues su concepción se mantiene seria, aun en los momentos que no lo son, pero llena de bondad, contada con lirismo profundo en un resultado de virtuosismo teatral. En el que un beso es más que un beso, pues logra sintetizar con la elegancia de su trazo, el universo entero.
Es difícil decir que sus actores o su director consagren sus carreras con esta puesta, pues todos han brindado en el pasado trabajos memorables, aunque es cierto que el mismo Magaloni se demuestra llegar a un nivel de madurez como creador escénico, que en su puesta se siente la reflexión reposada que da la experiencia y que su dirección ha logrado poner a todos a un nivel, no diría sobresaliente, sino lo que es más difícil, en el mismo piso.
Pero también es cierto que la misma Majo Pérez o Federico di Lorenzo, más conocidos por su trabajo en teatro musical, habían hecho ya trabajos destacados en teatro de palabra sin tener la oportunidad de mostrarse en obras que sinterizaran la fuerza histórica o la entraña emocional de una obra como ésta; que Ana Guzmán es una de las revelaciones actorales del año; que a Alberto Lomnitz le han caído como anillo al dedo estos personajes, que hace con una soltura que no contagia otra cosa más que amor por su oficio; que Jorge Lan otorga una de las actuaciones más entrañables que se recordarán; y que Elizabeth Guindi y Roberto Beck demuestran su solidez apenas abren la boca o ponen un pie en escena. Así que probablemente sí.
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Justo antes de la pandemia, vi El violinista en el tejado, el musical judío por antonomasia. Se hacía por primera vez en yiddish. Entonces escribí que todos éramos Anatevka, aquel pueblito de la ficción creado por otro genio del renacimiento de la lengua, Sholem Aleijem. Todos somos el otro: el migrante, el homosexual, el que piensa diferente. E Indecente no trata sólo de la censura al beso entre dos mujeres, sino también de la censura creativa, religiosa, racial, política. Del miedo al otro. Los actores que en el siglo XX hicieron El dios de la venganza, fuesen judíos o no, también fueron el otro. Los que se atrevieron. La compañía que hoy nos abraza con Indecente, también es Anatevka. Y quizá por eso, todos deberíamos verla.
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Indecente, que cuenta con eficaces escenografía e iluminación de Emilio Zurita, vestuario puntual de Sara Salomon y producción de Ana Kupfer e Ivone Márquez, se sigue presentando de jueves a domingo hasta el 2 de octubre en el teatro del Centro Cultural Helénico.