Lakmé en Madrid
Marzo 3, 2022. Ofrecer una ópera en versión de concierto tiene riesgos de resultar una experiencia más o menos satisfactoria. Todo depende de la obra en sí, si es de repertorio o un descubrimiento inédito, de la época en que fue compuesta, de su duración, de las exigencias vocales, etcétera. En el caso de la ópera francesa no existen muchos títulos de gran impacto que triunfarían indiscutiblemente aún en versiones no escenificadas, y entre ellas, Carmen se lleva la palma. Pero, evidentemente, una Carmen sin escena es como un jardín sin flores. Quizá Faust, Roméo et Juliette, Les contes d’Hoffmann, Manon o Werther, todas óperas de la segunda mitad del siglo XIX, comparten un nivel de aceptación popular similar y entusiasman igualmente, a pesar de que las óperas de mayor impacto entre el público, al menos el español, son y han sido siempre las italianas.
En el caso de Lakmé, la ópera más célebre de Léo Delibes sobre un libreto de Edmond Gondinet y Philippe Gille estrenada en 1883 en la Opéra-Comique parisina, su fama se debe únicamente a dos emblemas: el dúo de las flores y el aria de las campanillas, que, usadas hasta la saciedad en anuncios para la belleza femenina, han caído en el terreno de lo popular como hits de la ópera, descontextualizando toda su verdadera entidad. Porque, por encima de todo, Lakmé, escrita por uno de los grandes compositores franceses de ballet (Coppélia, Sylvia), al margen de ese par de gemas vocales es una ópera bella repleta toda ella de bellas melodías, a veces quizá hasta en exceso de edulcorante francés.
En parte por ese espíritu mismo de la danza que recorre gran parte de la ópera basada en una novela de Pierre Loti, que abunda en la fascinación por el exotismo decimonónico que llevó décadas antes al propio Bizet a escribir Les pechêurs de perles o la mencionada Carmen, la reina indiscutible de las óperas francesas, creando unos ambientes fantásticos imaginados por medio del poder de la armonía. El mismo que llevó a Verdi a crear el mundo interior de Aida, con la que comparte similitudes Lakmé no solo por la ambientación oriental, sino por la figura de ese padre que ejerce presión sobre la hija, uno político, Amonasro, el otro religioso, Nilakantha.
La versión a la que hemos asistido en el Teatro Real de una ópera en la que la acción, más bien estática, es lo menos importante frente a la exhibición vocal de los cantantes, ha contado con un reparto ideal donde gran parte del mérito para alcanzar una brillante noche de auténtica ópera francesa ha recaído en la pareja protagonista, la Lakmé de Sabine Devieilhe y el Gérald de Xavier Anduaga. La soprano francesa ha compuesto un personaje titular con la delicadeza y el refinamiento como máximas, con total ausencia de estridencias, por medio de una voz de controladísimo vibrato y con una capacidad admirable para los filati, atacando con limpieza los agudos. Es el suyo un instrumento de lírico-ligera flexible y equilibrado, sin la espectacularidad en la coloratura de una Mady Mesplé o una Natalie Dessay, pero con similares señas de identidad. Asimismo, nos semejaba mucho su timbre a Christine Barbaux. Quizá esa levedad y comedimiento en la actitud vocal de Devieilhe aportaba en ocasiones cierta frialdad a su caracterización, pero su depurado canto confirió en todo momento sinceridad y entera musicalidad a la sacerdotisa india. Como lo hizo a su lado el tenor vasco con sus grandes medios y facultades canoras, por medio de intenciones muy líricas, generoso agudo y correcta dicción, brindando desde su aria del primer acto apasionamiento, expresividad y un primoroso fraseo. Ambos dotaron de encendida poesía a su extenso dúo del acto tercero.
Para terminar de cerrar el círculo vocal, el barítono Stéphane Degout en el papel de Nilakantha mostró una voz de poderoso centro y tintes dramáticos de gran efecto, y fue especialmente aplaudido por el público. En el resto del reparto, hay que destacar el excelente y sonoro Frédèric del barítono David Menéndez, que una vez más demostró el competente cantante que es en sabiendo hacer resaltar la prosodia francesa en el recitado, poniéndola al servicio de la expresión musical. Completaron el reparto la estupenda Mallika de firme registro grave de la mezzo Heloïse Mas, así como las aportaciones de las sopranos Inés Ballesteros y Cristina Toledo como Miss Ellen y Miss Rose, con gratos timbres, la Mistress Bentson histriónica de Enkelejda Shkosa y el muy teatral Hadji, lugarteniente de Nilakantha, de Gerardo López.
En el podio, el maestro británico Leo Hussain, notable concertador, atento y detallista en sus elegantes ademanes, sacó un buen rendimiento de la orquesta titular del teatro convocando toda la exuberancia, los sutiles colores y matices de la riquísima partitura, graduando y acentuando el flujo orquestal en adecuación a las voces, y las del Coro Intermezzo, firmes en sonoridad, tanto en escena como fuera de ella protagonizaron con solvencia las escenas de masas del primer y segundo acto.
Algunos espectadores nada familiarizados con este título operístico abandonaron sus butacas en el lapso entre el segundo y tercer actos, pensando que había concluido –otra parte del público aplaudió en la mitad del aria de las campanillas, tras la resolución orquestal en forte—, y debemos reseñar asimismo que el coliseo de la Plaza de Oriente no acertó de nuevo en la duración de la obra, quedándose corto casi una hora de la anunciada en el programa de mano.