Le nozze di Figaro en Múnich

Tansel Akzeybek (Fígaro), Mattia Olivieri (Conte), Louise Alder (Susanna) y Avery Amereau (Cherubino) en Le nozze di Figaro en Múnich © Wilfried_Hoesl

Julio 17, 2024. Esta nueva producción de Las bodas de Fígaro de Evgeny Titov no es buena ni mala; simplemente es tonta. En un palacio que parece haber conocido tiempos mejores, pero donde todos visten de modo moderno y bastante vulgar sin excepción, con todas las comodidades al alcance de la mano (empezando por cigarrillos y bebidas y terminando por una especie de trono que en el fondo es una tortura ya que en su base hay “dildos” que se levantan peligrosamente, y así termina “castigado” el Conde). 

Los personajes no tienen mucha definición, o uno —la Condesa— parece ya la protagonista de la obra siguiente a esta de Beaumarchais (La madre culpable), y exhibe desde el vamos un interés excesivo en Cherubino, el paje. Mejor suerte tiene su consorte, un violento autoritario al que el deseo sexual enceguece, al punto de que, en cuanto puede se baja los pantalones para pasar a la acción (en primer y cuarto actos) aunque el efecto en el final queda un tanto ridiculizado por el traje rosa con arnés negro que le toca llevar. 

Barbarina aparece antes de tiempo disfrazada (y vestida de la peor forma posible). En fin, como Mozart era un genio (vaya novedad) los artistas hicieron lo que pudieron y salieron bastante airosos, aunque Konstantin Krimmel no parecía muy inspirado ni vocal ni escénicamente (y con un Fígaro casi inexistente, pues…). Excelente fue la Susanna de Louise Alder por todo concepto, y magnífica su versión del maravilloso nocturno ‘Deh vieni non tardar’, aplaudido, aunque no como merecía. 

El Cherubino de Avery Amereau fue muy aplaudido y, si bien todo lo que hizo resultó muy correcto, no pasó de eso en la voz, aunque sí se mostró muy natural en la escena. Diana Damrau, llamada ‘in extremis’ para la Condesa, dejó bien claro que sigue siendo una primera figura, gran estilista y, aunque alguno de los agudos haya sido duro (más en la cavatina de entrada o en el terceto con el Conde y Susanna), cantó de modo exquisito y se llevó una ovación en ‘Dove sono’. 

La otra gran ovación de la noche fue para Mattia Olivieri, un Conde de gran relieve escénico (desde su primera aparición, que fue recibida con risas complacidas) y formidable vocalmente, en su gran aria del tercer acto, pero creo que hay que destacar el dominio del recitativo, la claridad lingüística y el dominio técnico y estilístico en todo momento. 

Don Bartolo no parece un papel escrito para Willard White, que además no parece pasar por su mejor momento, mientras Dorothea Röschmann, una especialista de Marcellina en los últimos años, fue la prueba de que, cuando una producción es convincente, aunque el canto sea igual, en ambos casos el personaje sale mejor parado. Tanto ella como Basilio (un Tansel Akzeybek mejor como cantante, pero la culpa no fue suya) se vieron, como es normal, privados de sus respectivas arias en el último acto (sin duda es la mejor solución desde el punto de vista teatral, pero los personajes sufren). Eirin Rognerud fue una buena Barbarina, Kevin Conners un simpático Don Curzio y el Antonio del bajo-barítono mexicano Daniel Noyola no fue recargado ni vocal ni escénicamente. 

Estaba anunciada en la dirección Susanma Mälkki, pero hace tiempo fue sustituida por Stefano Montanari, que acompañó desde el clave y acertó más en los actos finales que en los iniciales (obertura incluida, llevada a tambor batiente). El coro, preparado por Franz Obermair, cumplió con su cometido. Como siempre el teatro presentaba sus localidades agotadas, y el público se mostró sumamente efusivo al final.

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