L’elisir d’amore en Seattle
Agosto 20, 2022. La ópera de Seattle es el único teatro estadounidense cuyas temporadas comienzan en el mes de agosto, justo a la mitad del verano, cuando aún se lleva a cabo la temporada de festivales musicales y líricos en otras regiones del país. Mucho han cambiado las cosas desde que dejara la dirección del teatro el célebre Speight Jenkins, quien convirtió a Seattle en un importante centro de producción operística wagneriana, y en cuya gestión era normal ver Der Ring des Nibelungen o Parsifal como primera producción del año, o incluso alguna ópera de Strauss, y aunque en esta temporada está prevista una producción de Tristan und Isolde, parece que el teatro dejó de ser una cita anual para los wagnerianos en Norteamérica, porque se sabe que la compañía no tiene previsto hacer otro Anillo en el futuro próximo.
Parece entonces que iniciar con una producción de L’elisir d’amore de Gaetano Donizetti aleja al teatro del nombre y el prestigio que tantos años le llevó forjarse, y da para pensar cuál será el objetivo o la misión que tendrá en la actualidad un teatro de esta importancia. De ninguna manera se intenta menospreciar una obra tan conocida y agradable como L’elisir, que difícilmente puede dejar al público insatisfecho, sino que hay que entender que los teatros, aun los más sólidos, como Seattle, al día de hoy siguen sintiendo los estragos de los años de pandemia, y aunque no es labor de quien escribe consignar la cantidad de butacas vacías vistas en la función que le ocupa, sí es una señal y parámetro de que las cosas no se han recuperado en su totalidad, y por ello se debe destacar la meritoria labor de quienes, ante las adversidades, siguen manteniendo vivos y funcionando los teatros de ópera.
En lo que respecta a la producción vista, el teatro le encomendó el montaje al director de escena Stephen Lawless, quien ya tuvo éxito en el pasado explorando las posibilidades cómicas, románticas, actorales y dramáticas que le permite esta obra, y tal como lo hiciera en 1996 cuando situó la obra en un ambiente bucólico, con un montaje que circuló por diversos teatros de Norteamérica, sin perder la gracia, la chispa y el buen gusto —con la ayuda del diseñador y vestuarista Ashley Martin-Davis, y el buen trabajo de iluminación de Thomas C. Hase— trasladó la acción a un pueblo italiano en la década de 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, donde Adina se desempeña como maestra de escuela, Nemorino es un mecánico que trabajaba en su taller de reparación de autos, y Belcore es un militar estadounidense que con su ejército llega al pueblo.
Con espectaculares que anuncian aceite de oliva, elegantes y coloridos vestuarios de acuerdo a la época, y una brillante iluminación, en una propuesta visualmente muy estética, hizo su entrada el bien vestido charlatán Dulcamara, con facha de mafioso, interpretado de manera destacada por Luca Pisaroni. Muy seguro en escena, mostró una voz segura y amplia, y con sus habilidades cómicas hizo que dar vida a su personaje pareciera algo muy fácil.
La soprano Salome Jicia dio carácter y personalidad al personaje de Adina, mostrando soltura en sus movimientos y actuación, sin conformarse a repetir los clichés del personaje caprichoso y voluble que se suele ver en escena. Agradó por la calidez, el color, y el manejo virtuoso que exhibió con su elástica y flexible voz. El joven tenor cubano-americano Andrés Acosta dio vida a un ideal Nemorino por su juvenil apariencia y chispa, mostrando buena química con Adina y una interesante voz, colorida, de buena textura y adecuada proyección.
Rodion Pogossov fue el Sargento Belcore, complaciente, aunque sobreactuado por momentos, pero con una amplia y agradable voz de barítono. Buen trabajo escénico y vocal el de Tess Altiveros en el papel de Giannetta. En su debut estadounidense, Giampaolo Bisanti ofreció una lectura vivaz y detallada de la efervescente orquestación de Donizetti, exhibiendo conocimiento y buena coordinación con los músicos, cantantes en el escenario y con el coro, que bajo la dirección de Michaella Calzaretta se mostró participativo, uniforme y nada forzado, en una función que en términos generales nunca perdió el impulso.
Por último, debo mencionar el uso de autos y motonetas en escena, así como el finale, cuando los protagonistas se retiran en un auto en una escena que bien pudo haber sido tomada de la película Grease (Vaselina).