Maria Stuarda en Valencia
Diciembre 13, 2023. Clamoroso éxito en la segunda representación de esta Maria Stuarda de Donizetti, coproducida por la Dutch National Opera, el Teatro San Carlo y el Palau de Les Arts, con un reparto bien conocido del público valenciano, y el concurso de la orquesta y coro de la casa. Habida cuenta de que el año pasado pudimos disfrutar de una Anna Bolena estupenda, no hace falta tener mucha imaginación para pensar que, tras esta Stuarda, en la próxima temporada podremos asistir a Roberto Devereux que, esperamos, mantenga el nivel de calidad de sus predecesoras, para completar de este modo la denominada trilogía Tudor de forma memorable.
Estrenada en diciembre de 1835, después de varios enfrentamientos con los censores y adulteraciones drásticas en el libreto, lo cierto es que no cosechó el éxito esperado, a pesar de que para el papel principal se había logrado contratar a la legendaria Maria Malibran. Lo incómodo del argumento no debió ayudar demasiado a la aceptación del público, pero no nos engañemos: tampoco se trata de ninguna obra maestra.
El tratamiento orquestal, a pesar de ser correcto e incluso interesante en muchos momentos, adolece en general de la brillantez de Rossini, o de la dramática intensidad verdiana, y Donizetti abusa en exceso de los pasajes de acompañamientos ligeros, unísonos y algún que otro recurso facilón. Aun perduraba la predilección por las tonalidades mayores que había establecido el clasicismo, del que apenas comenzaba a alejarse la música de este periodo, y todo ello sumado confiere a esta ópera una inconsistencia sonora que la acerca más a la ópera cómica que a la gran tragedia Estuardo.
El elenco protagonista ya ha pisado las tablas de Les Arts en otras ocasiones, y suponemos que eso otorga alguna ventaja a la hora de asumir nuevos retos. El reparto estaba encabezado por la valenciana Silvia Tro Santafé, quien encarnó a la reina Elisabetta; es decir, la mala de la historia. Esta mezzosoprano de extensísimo registro ha centrado su repertorio en torno al bel canto, y se ha consolidado ya como una cantante de referencia. A pesar de sus magistrales interpretaciones de Händel, en las que su voz brilla sin ambages, es a través de las páginas de Rossini, Donizetti y Verdi donde se desarrolla todo su potencial técnico y dramático. Esta noche cantó entregada a su público, y aunque en el primer acto se notó una cierta fricción en el registro grave, la cosa fue mejorando a medida que progresaba el drama, en parte porque la voz ya estaba caliente, y en parte porque su peso específico baja algo en el segundo acto. Se desenvolvió con la soltura que le permitió el director de escena, que no fue mucha, y en general supo recrear una a enamorada, neurótica y dubitativa reina superada por una situación de profunda controversia ética y moral.
Elena Buratto fue Maria Stuarda. Esta soprano mantuana, que ha recibido clases de los mismísimos Luciano Pavarotti y Mirella Freni, tuvo una noche verdaderamente estelar. Su precioso timbre y su extraordinaria homogeneidad fueron el vehículo perfecto para expresar toda la carga emotiva de su rol. Una voz grande, potente, colocada de forma admirable y con una afinación incuestionable, fue la protagonista de la noche por derecho propio, hasta la escena final.
Completó la triada principal otro habitual de la casa, el tenor Ismael Jordi, quien encarnó a Leicester, objeto del deseo de ambas mujeres y mediador en el terrible conflicto. Jordi cantó con una voz extraordinariamente potente, aunque de timbre algo abierto y con una colocación cuestionable. Tuvo algún pasaje a solo de dudosa afinación; sin embargo, se acopló en los números de conjunto de forma magistral. Su gestualidad era adecuada y supo combinar con acierto ternura y tragedia es sus numerosas intervenciones.
Es ésta una ópera concebida al estilo antiguo respecto del número de personajes, y es bastante infrecuente para la época que haya tan pocos roles en el segundo plano. Manuel Fuentes dio vida a Talbot y representó su papel con corrección, la que se espera de este tipo de personaje, y su voz cálida y bien proyectada confirió al personaje un hálito de nobleza muy ad hoc. Carles Pachón defendió su breve papel sin ninguna dificultad, y dio la réplica con exactitud. Se mostró seguro en la afinación y, al igual que sus compañeros de reparto, hizo lo que pudo con el excesivo estatismo que le demandó el director de escena.
Anna Kennedy, la abnegada y dulce consejera de la desdichada Maria, fue interpretada por Laura Orueta. Se trata de un papel breve, pero fundamental para hacer avanzar el soliloquio de la reina, y Orueta lo asumió con profesionalismo. Para ello se sirvió de una voz perfectamente proyectada y una dicción clara. La dignidad de su figura sobre el escenario contribuyó a la solemnidad del segundo acto.
El Cor de la Generalitat también estuvo acertado, como en la mayoría de las ocasiones, y me admiró comprobar cómo siguen ganando terreno en la cuestión escénica. Su versatilidad se está convirtiendo en un verdadero referente. La Orquestra de la Comunitat Valenciana, dirigida por Maurizio Benini, se presentó en un formato reducido, tal y como requiere la partitura, lo cual permitió que su potencia disminuyese algo. Tocó con la precisión a la que ya nos tiene acostumbrados, pero sus fraseos resultaron algo insípidos. La afinación fue incuestionable, como siempre. Benini parecía más preocupado por lo que ocurría sobre las tablas, y me sorprendió ver cómo marcaba el compás incluso en algún pasaje a capella, cuyo control, se supone, depende de los propios cantantes.
La puesta en escena de Jetske Mijnssen tuvo como premisa la austeridad, y no me pareció mal. El escenario configurado como un punto de fuga sin espacios alternativos era una inquietante premonición del ominoso destino que aguardaba a la protagonista. Un ambiente luctuoso y opresivo que sólo se ve liberado con la luz que inunda el escenario cuando la puerta del fondo se abre por última vez. Muy sutil fue la reducción del mismo espacio en el segundo acto, como una vuelta de tuerca a la angustia vital de la historia ya de por si sofocante. Todo ello bien subrayado gracias a una iluminación bien dosificada (Cor van den Brink). El movimiento de la escena estuvo muy bien diseñado, tanto para el coro como para el cuerpo de baile y los figurantes, pero lo cierto es que los protagonistas no dieron ni diez pasos en las dos horas y media que duró la representación. Este estatismo excesivo creo que fue el principal problema de toda la puesta en escena.
El vestuario de Klaus Bruns se inspiró en la moda de la época, pero a través de un filtro un tanto minimalista. De todas formas funcionó muy bien. La tradición cuenta que Maria, ya sobre el cadalso, se quitó la casaca para mostrar una camisa de color rojo (propia de los mártires católicos) y no me negarán ustedes que, cierta o no esta anécdota, hubiese sido un final de incuestionable plasticidad.