Roberto Devereux en Ginebra

Edgardo Rocha (Devereux) y Elsa Dreisig (Elisabetta) en Ginebra © Magali Dougados

Mayo 31, 2024. La Ópera de Ginebra presentó Roberto Devereux (1837) de Gaetano Donizetti (1797-1848), tercera y última obra de la llamada “trilogía Tudor” que se inicia con Anna Bolena (1830) y Maria Stuarda (1835), producidas recientemente por el coliseo suizo. 

El libreto relata —en forma más dramática que respetuosa de la historia oficial— los últimos tiempos del reinado de Elisabeth I de Inglaterra (1533-1603) y, en particular, el cruento final de su favorito —su amado en la ópera— Robert Devereux, conde de Susex (1565-1601) que, por complotista, ella mandó ejecutar.

Dice el libretista Salvatore Cammarano que la reina Elisabetta ama a Roberto a pesar de las acusaciones de sedición (por cuestiones sucesorias) que pesan sobre él. Añade que el conde, además de tramar un complot contra ella, la traiciona con Sara, su dama de compañía —un amor de juventud—, esposa hoy del Duque de Nottingham, el mejor amigo de Roberto y su único defensor ante el tribunal. Todo sale a la luz del día y la obra acaba con la ejecución de Roberto, la desaparición de Elisabetta y la entronización de James I de Escocia en el trono de Inglaterra, como así fue. Del final de Sara, personaje totalmente ficticio, el libretista no nos dice nada.

Mariame Clément dispuso una escenografía sobria y elegante, firmada por Julia Jansen, de líneas rectas y predominio de matices marrones, estructurada a base de elementos de decorado de quita y pon, sobre ruedas, que presentaban con fluidez los distintos lugares de la acción. Completaban el cuadro, al fondo del escenario, y por momentos también en posiciones avanzadas, árboles sin hojas, en forma de video algunos (Clara Pons). Nieve de teatro en algún momento y una iluminación adecuada (Ulrik Gad) acentuaron con acierto el carácter lúgubre del drama. 

La propia Julia Jansen vistió a Elisabetta a la manera del siglo XVI, y a los demás actores a la manera actual. El coro masculino y femenino fue de chaqueta y pantalón y lució una golilla en un momento del drama. Roberto Devereux vistió de verde, como verde fue su prisión, sin que se pueda ver el porqué de esta decisión. Sara, la esposa de Nottingham y causa involuntaria del drama, se presentó con una simple blusa y un pantalón, como para poner de relieve la modernidad de aquella mujer.

La directora de escena estructuró la acción dramática mezclando convenciones teatrales belcantistas (no distrajo la atención del público durante los monólogos de los protagonistas) con formas de expresión de la época verista: la escena de intimidad entre los dos amantes, el violento enfado de Nottingham al verse engañado por su mejor amigo… oxigenaron y dinamizaron la sórdida narración.

Stefano Montanari al frente de la Orquesta de la Suisse Romande dio de la obra una versión de altos vuelos. Desde la obertura, el director italiano fijó una línea musical de gran vivacidad, con ritmos bien marcados por la batería y los registros graves. Para facilitar el trabajo de los cantantes, pidió a las cuerdas intensidad y a las maderas lirismo, sensibilidad y dulzura, que también hubo por momentos.

Todo quedó bien dispuesto para que los cantantes pudiesen brillar. Y brillaron. Elsa Dreisig (Elisabetta) mantuvo una posición hierática hasta el final de la noche —su vestido y su maquillaje se prestaron a ello— que la centró en su lugar en la corte y, en cambio, contrastó en los momentos de efusión (amor y desengaño) para con su amante. Vocalmente impecable —como lo fueron los otros tres solistas—, dio de los intrincados soliloquios de la reina una versión magistral en la que combinó agilidad, potencia y amplitud de registro, todo ello acompañado por una emisión de timbre diáfano caracterizado por un fino metal. Mostró idénticas características sin buscar lucimiento personal, lo mismo en los diálogos con sus comprimarios que en las escenas concertantes.

Stéphanie d’Oustrac (Sara), si bien algo faltó en su primera intervención, se adueñó luego de la situación teatral, compleja para ella, por las exigencias de la regista: fijó su emisión, clara, comprensible y firme para dar del atormentado personaje una versión vocal y dramática de alto nivel. 

Simone Alaimo (Nottingham), en la cumbre de sus medios vocales, acaparó la atención del público desde su primera nota. No regateó decibelios ni esfuerzo físico y, sin caer en un pathos excesivo, declinó con una amplia paleta de colores vocales y matices dramáticos, para dar a entender la transformación del esposo seguro de la fidelidad de su esposa y fiel defensor del amigo perseguido, en acérrimo acusador al verse burlado por uno y otra. 

Edgardo Rocha asumió el complejo papel de Roberto, ajustando sus decires en el fondo y en la forma según la persona con la quien estaba hablando. Vocalmente, el tenor uruguayo no se fue por las ramas. Propinó una colección de agudos sin mácula y mantuvo una emisión en mezzo-forte, mostrando a la vez un buen dominio de su instrumento y la fragilidad emocional, principal característica del personaje.

También los demás artistas en el escenario brillaron con luz propia muy a pesar de las breves solicitaciones del libreto. Acompáñense sus nombres con aplausos: Luca Bernard (Lord Cecil), William Meinert (Sir Gualtiero Raleigh), Ena Pongrac (Un paje) y Sebastià Peris (Un familiar de Nottingham). 

El coro del Grand Théâtre de Genève, bien preparado por Mark Biggins, fue dando las necesarias réplicas con arte y ciencia para que la acción pudiese avanzar.

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