Rusalka en Milán

Olga Berzsmertna (Rusalka) y Dmitry Korchak (el Príncipe) en la Scala de Milán © Brescia e Amisano

Junio 13 del 2023. Rusalka de Antonín Dvořák, la obra maestra del teatro musical bohemio estrenada en Praga el 31 de marzo de 1901, llegó por primera vez al Teatro alla Scala en una producción destinada a ser recordada. 

El libreto de Jaroslav Kvapil tiene su inspiración del mundo de las leyendas y las fábulas nórdicas en las cuales un ente acuático sobrenatural aspira a perder su propia inmortalidad para probar y vivir las emociones y las pasiones del mundo de los humanos. En tal sentido, la inmortalidad es una condición permanente en la cual seres sin alma, fríos y elusivos, nunca conocerán las alegrías y los dolores de la verdadera vida, y en particular a ellos se les negara el precioso amor que posee la voz (Homero ya había descrito el canto hechicero de las sirenas y el peligro mortal que corrían quienes a ellas se sometían), para intentar una metamorfosis que, nacida bajo los malos auspicios del espíritu de las aguas, no podría más que tener un desenlace fatal. 

Emma Dante ambientó la historia en un mundo postapocalíptico en el que el agua, probable residuo de un catastrófico aluvión, estuvo presente sobre el escenario como un elemento constante, y un elemento de unión entre el mundo de los espíritus y el mundo de los humanos. Rusalka, más que una sirena, es una medusa con muchos tentáculos, retratada en una silla de ruedas para amplificar visualmente su incapacidad para caminar y, por lo tanto, para pisar el suelo y relacionarse con el príncipe. El cambio de su voz por el deseado par de piernas, un sortilegio cumplido por la bruja Ježibaba no conduciría a nada bueno. 

La directora de escena siciliana, con su equipo de colaboradores (el escenógrafo Carmine Maringola, la vestuarista Vanessa Sannino, Cristian Zucaro en la iluminación y el coreógrafo Sandro Maria Campagna), crearon un espectáculo de fuerte impacto visual, con una atención muy cuidada en los mínimos detalles e imágenes icásticas que quedaron grabadas en la memoria (notable fue, por ejemplo, el final del segundo acto con Rusalka que se eleva poco a poco hacia lo alto, flotando y poniendo a la vista espirales y tentáculos, emblema de la imposibilidad de convertirse en humana). 

Las categorías del horror y de lo grotesco fueron la cifra expresiva de un espectáculo verdaderamente cautivador. También fue envolvente la parte musical encabezada por el especialista Thomáš Hanus, el director moravo, que conoce a la perfección la ópera porque la ha dirigido muchas veces, incluso últimamente, que mostró una notable capacidad dramática para organizar el flujo narrativo. Más que una búsqueda de colores en sí misma, Hanus apuntó su energía, compacidad y vigor para dar siempre la sensación de tener todo bajo control. Una conducción fresca y espontánea, aunque también encendida y sanguínea, y una aproximación de indiscutible idiomaticidad cultural que permitieron al público entrar en sintonía y con naturaleza con esta sorprendente obra maestra. 

Rusalka y Jongmin Park (Vodník) © Brescia e Amisano

También el elenco estuvo a la altura, comenzando con la protagonista de la ópera, Rusalka, la ninfa del agua, interpretada por Olga Bezsmertna. La soprano ucraniana, a pesar de no tener un timbre particularmente seductor, mostró ser una artista completa. Usó la voz con refinada técnica, con fraseo estuvo muy cuidado. En la pieza más célebre ‘Měsíčku na nebi hlubokém’ (La canción a la Luna), interpretada con encanto y éxtasis, logró conmover. Como actriz estuvo siempre espléndida y a sus anchas.

Dmitry Korchak le dio voz al Príncipe con vigor y un bello squillo en el registro agudo, como también elegancia en las frases más expresivamente líricas. También sobre el escenario, Korchak lució totalmente convincente. El tenor ruso dio vida a un apasionado personaje, a la vez doloroso y crepuscular. El bajo sudcoreano Jongmin Park interpretó a Vodník, el espíritu del agua, con una voz sólida y robusta y una austera presencia. Inflexiones más íntimas se pudieron aprovechar en su conmovedora aria del segundo acto ‘Celý svět nedá ti, nedá’, aunque también, en general, su interpretación pareció más severa y monolítica que matizada.

La mezzosoprano alemana Okka von der Damerau fue una suntuosa, muy timbrada y nunca vulgar Ježibaba, mientras que la soprano rusa Elena Guseva personificó a una Princesa extranjera apasionada y persuasiva. Finalmente, todos los actores mostraron un poco de familiaridad con sus papeles, haciéndolos creíbles y agradables.

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