Turandot en Piacenza

Leah Gordon (Turandot) y Angelo Villari (Calaf) en Piacenza © Rolando Paolo Guerzoni

Marzo 24, 2024. A principios de 1919, Giacomo Puccini empezó a pensar en una nueva ópera para poner en escena, probablemente consciente de que este sería su último trabajo. Al principio pensó en hacer una adaptación de Oliver Twist para luego abandonar la idea. En 1920, él y sus libretistas Renato Simoni y Giuseppe Adami se encontraron en Milán. Simoni le mencionó durante la comida a Turandot como posible tema para una ópera. Como Puccini tenía que tomar un tren a Roma, Simoni corrió a buscarle el texto para que pudiera leerlo durante el viaje. Como si se tratara de la secuencia cinematográfica, Simoni llegó a tiempo y logró arrojarle por la ventana un libro, justo antes que el tren empezara a moverse. 

Se trataba de la traducción al italiano de Andrea Maffei del texto de Friedrich Schiller (original en alemán), quien a su vez se había inspirado en la novela de Carlo Gozzi. Puccini encontró el tema de su agrado y pidió a Simoni que comenzara a trabajar en el libreto, simplificando la acción y acentuando el tema de la pasión amorosa de Turandot.

Con el paso de los años, Turandot se convirtió en la obra maestra final de Giacomo Puccini, una ópera que seduce con su opulencia musical y cautiva con su intrincada trama de amor, desafío y redención. Ambientada en el exótico y misterioso paisaje de la antigua China, la épica historia transporta al espectador a un mundo de fantasía donde los personajes se ven envueltos en un torbellino de emociones. Un verdadero obstáculo para el compositor fue la transformación del personaje de Turandot de una princesa fría y vengativa en una mujer enamorada. 

Puccini escribió a su libretista: “El dúo (entre Calaf y Turandot) para mí debe ser lo más destacado, debe tener algo grande, atrevido, inesperado y no dejar las cosas como al principio […] ¡El dúo! ¡El dúo! ¡Todo lo decisivo, lo bello y lo altamente teatral está ahí! […] El derramamiento del amor debe llegar como una bola de fuego luminosa en medio del estrépito de la gente que lo absorbe extasiado a través de sus nervios tan tensos como las cuerdas temblorosas de un violonchelo».

En diciembre de 1923 Puccini había completado toda la partitura hasta la muerte de Liù; es decir, hasta el inicio del mencionado dueto crucial. Sin embargo, del final solo dejó una versión discontinua en borrador. Puccini falleció en Bruselas el 29 de noviembre de 1924, después de una larga lucha contra un cáncer de garganta, dejando los borradores del dúo final tal como los había escrito en diciembre anterior, y sin haber designado explícitamente a otro compositor para finalizar su ópera. La editorial Ricordi y el maestro Arturo Toscanini, en acuerdo con Antonio Puccini —hijo de Giacomo— decidieron confiar la difícil tarea de completar la Turandot al compositor Franco Alfano. 

Toscanini optó por no ejecutar el final de Alfano en el estreno mundial de la ópera el 25 de abril de 1926 en el Teatro alla Scala. Detuvo la representación a mitad del tercer acto, justo después de la última página completada por Puccini, girándose y declarando al público: “Aquí murió Giacomo Puccini”.

Para conmemorar el centenario de la muerte del compositor toscano en 2024, el Teatro Municipale di Piacenza, en colaboración con el Teatro Pavarotti-Freni de Módena, el Alighieri de Ravena y el Galli de Rimini, decidieron realizar un revival de la producción de Giuseppe Frigeni del último título pucciniano, que data del 2003. El dicho «quien mucho abarca, poco aprieta» encuentra su confirmación en la versión de Frigeni, quien no solo firmó la regia, sino también de la escenografía, la coreografía y el diseño de iluminación, con resultados patéticos.

La escenografía fue minimalista en todos los aspectos, tanto visual como intelectualmente. Una escalera gigante ocupaba el centro del escenario, revelando las cabezas de los antiguos cortejadores de Turandot que no lograron resolver los enigmas, junto al cuerpo sin vida de Liù, visible durante todo el dueto final (una situación inverosímil, ya que nadie en su sano juicio podría hablar de amor y abrazarse con un cadáver frente a ellos). Las dimensiones ridículas y desproporcionadas de la escalera obligaban al pobre coro a dividirse y permanecer amontonado en las esquinas, dificultando su visión del director, lo que comprometía tanto la coordinación musical como la visual. 

Frigeni situó siempre a todos los cantantes en la parte trasera y en lo alto de la escalera vacía, una elección ilógica y errónea en lo acústico, dada la enorme orquestación “alfano-pucciniana” que desbordaba desde el foso. En cuanto al diseño de iluminación y el concepto escénico, estos permanecieron constantemente oscuros, sombríos y en tonos opacos, lo cual contrastó con los elementos mencionados repetidamente en el libreto, como «luz», «sol» y «brillo».

La dirección escénica provocó más risa que la esperada intriga o emoción; por ejemplo, cuando Liù se suicida con unos palillos chinos (sí, esos de madera que dan con la comida rápida); o tras el esperado beso en el dueto final, Turandot de repente se quita el vestido diseñado por Amélie Haas (con muchas más referencias a la cultura japonesa que china, pues parecía más una Madama Butterfly). Pero la mayor incoherencia de todas fue el final, cuando en lugar de concluir como lo exige el libreto: con todos finalmente felices y la pareja enamorada mientras entonan: ‘Ride e canta nel sole l’infinita nostra felicità!’ (¡Ríe y canta en el sol nuestra infinita felicidad!), Frigeni descubre el cuerpo sin vida de Liù mientras Turandot se desploma al suelo llorando de dolor al verla, mientras Calaf con el vestido japonés que había sostenido desde la escena del beso se dirige hacia el emperador dando la espalda a lo que sucede en el proscenio y con el estruendo orquestal el telón cae.

Afortunadamente, la parte orquestal fue completamente opuesta, ejecutada con gran habilidad y correctamente en términos estilísticos. La dirección de Marco Guidarini fue precisa y (casi) siempre fiel a la partitura… con excepción de la innecesaria pausa después de la célebre aria ‘Nessun dorma’, donde no debe haber pausa alguna tras el famoso ‘Vincerò!’ Esta producción optó por utilizar la versión de concierto con el gran final en Sol mayor seguido de un momento para los aplausos, lo cual resultó completamente prescindible. Los ritmos y matices del director genovés al frente de la Orchestra dell’Emilia-Romagna, conocida localmente como “La Toscanini”, fueron proactivos, enérgicos y precisos. La parte coral, de suma importancia, fue interpretada por el Coro del Teatro Municipale di Piacenza y el Coro Lirico di Modena, quienes, a pesar de estar divididos y apretados, reaccionaron como pudieron a los requerimientos de su director, Corrado Casati.

Giacomo Prestia (Timur) y Jacquelina Livieri (Liù) © Rolando Paolo Guerzoni

En el rol epónimo, Leah Gordon ofreció una sobria y discreta Turandot. La soprano canadiense posee una sorprendente potencia vocal y agudos poderosos, pero la falta de dinamismo en su interpretación (tanto vocal como escénicamente) resultó monótona y pesada. Aunque las notas estuvieron presentes, faltó el aura enigmático característico del personaje, además de una pronunciación del italiano incomprensible. La misma suerte escénica corre la Liù de Jaquelina Livieri, quien no logró transmitir toda la bondad y aflicción que su entrañable personaje demanda, probablemente debido a la inexistente regia que limitó sus movimientos. La soprano argentina posee una buena técnica que al menos le permitió lucir un hermoso agudo filado al final del aria ‘Signore, ascolta!’

Angelo Villari, por su parte, encarnó a un Calaf tosco y vehemente. La intensidad tanto vocal como actoral del tenor siciliano fue desbordante, logrando un efecto inverso; en lugar de presentar a un enamorado apasionado, ofreció un Calaf poco refinado y casi violento. Aunque el registro agudo de Villari es sonoro y robusto, carece de cuidado en el fraseo y la línea de canto (como lamentablemente sucede en algunos tenores) que suele ser compensado con los sobreagudos. A pesar de esto, su correcto y potente ‘Si natural’ en el ‘Nessun dorma’ canceló todas las imperfecciones del personaje, siendo ovacionado inmediatamente por el emocionado público piacentino.

El barítono Fabio Previati, junto a los tenores Saverio Pugliese y Matteo Mezzaro, interpretaron respectivamente al Gran Canciller Ping, al Gran Administrador Pang y al Gran Cocinero Pong. Los tres ministros destacaron como los intérpretes más completos de la función, mostrando un desempeño vocal e interpretativo óptimo; siempre coordinados, simpáticos y entonados.

Un gran desacierto del director de casting en esta producción fue ignorar tanto la tradición como la indicación de la partitura. Es común invitar a un cantante casi retirado o de edad avanzada para interpretar al Emperador Altoum; incluso el propio Puccini escribió en la partitura: “Con voce stanca da vecchio decrepito” (Con la voz cansada de un viejo decrépito). Sin embargo, en esta versión, se encomendó al joven tenor Raffaele Feo el papel. Sorprendentemente, lo ejecutó portentosamente, con una voz fresca y entonada, una hermosa línea vocal y una buena pronunciación, precisamente lo contrario a lo que Puccini deseaba para este personaje.

Giacomo Prestia, como el rey tártaro Timur, fue una gran elección. El bajo florentino cuenta con mucha experiencia y, como resultado, interpretó muy bien su papel. El reparto se completó con Benjamin Cho como mandarín, Haoyoung Yoo y Eleonora Nota como la primera y segunda doncella respectivamente, y Alfonso Colosimo como el príncipe de Persia.

En conclusión, la conmemoración del centenario de la muerte del compositor toscano a través de esta producción fue un evento lleno de contrastes y decisiones discutibles. A pesar de los altibajos, la producción logró momentos de brillantez gracias a ciertos aspectos musicales y algunos momentos destacados. Sin embargo, en general, quedó la sensación de que la conmemoración del legado de Puccini merecía una ejecución más cuidadosa y respetuosa con su obra maestra.

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