Un ballo in maschera en Madrid
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Septiembre 29, 2020. Si en el mes de julio, como cierre de temporada un tanto retrasada, el madrileño Teatro Real fue el foco de atención del mundo lírico con sus 27 representaciones de La traviata en versión semiescénica, en septiembre volvió a los diarios internacionales por el arranque de su temporada 2020-2021 con 17 funciones de Un ballo in maschera… Nunca mejor dicho, pues las máscaras estuvieron muy presentes en el escenario y el público asistente.
Muchos cambios hubo que hacer para iniciar en la fecha programada y con el título previsto para combatir los efectos que ha acarreado la pandemia; entre otras cosas, la producción de 2012 del Met neoyorquino y firmada por David Alden se quedó en la Gran Manzana y se contó aquí, en cambio, con una producción del veneciano Teatro La Fenice, estrenada en 2017, y firmada por Gianmaria Aliverta.
Aliverta mantiene el marco espacial, Estados Unidos, pero traslada temporalmente los hechos a un momento ya como nación independiente y —supongo, que dada la inclusión del Ku Klux Klan en una escena— hacia 1865, por lo menos, dejando de lado el tema de la Estatua de la Libertad (monumento inaugurado en 1886, aunque una década antes la cabeza estaba expuesta en París y el brazo, en Filadelfia).
La propuesta del director escénico italiano germina, desde la obertura, del movimiento antiesclavista y el trato a la población de origen africano, de plena actualidad en los tiempos convulsos que estamos viviendo. Pero la idea tiene poco vuelo por sí sola; necesita de un desarrollo que lo imbrique en la trama original, que no es otra cosa que un triángulo amoroso, platónico, enmarcado en un intriga política.
Los episódicos momentos en que aparecieron los bailarines y figurantes de origen afro no son lo suficientemente consistentes para dejar claro al espectador que la trama política estaba verdaderamente marcada por la situación social de esas personas. Por otro lado, la dirección de actores parece que fue escasa (he visto funciones con elencos diferentes en los personajes protagonistas, y cada uno puso de sus “tablas” lo que pudo), y la que hubo fue tradicionalmente operística, con las posturas, andares y gesticulaciones de cualquier chiste sobre cantantes, como para acabar de ensombrecer cualquier atisbo de originalidad en la puesta en escena.
La escenografía de Massimo Checchetto es una de las más feas que he visto en el Teatro Real. No solo por su nulo atractivo visual, sino por lo torpemente realizada. El vestuario de Carlos Tieppo no le fue a la saga: Ulrica parecía sacada de un show de drag queen, y la iluminación de Fabio Barettin, sin aporte positivo para el espectáculo. Afortunadamente, la música de Verdi estuvo ahí para salvar los trastos.
Esta es una de sus partituras más inspiradas, en las que el compositor hizo dramaturgia musical de principio a fin, y la Orquesta Sinfónica de Madrid, la titular en el Teatro Real, ya llevaba seis funciones a sus espaldas con el maestro Nicola Luisotti dirigiendo; pero esta noche fue el turno del joven director Lorenzo Passerini, cuya lectura fue menos introspectiva que la de Luisotti pero igualmente efectiva, con unos tempi en general más lentos que permitieron a los solistas ciertas licencias.
Al final de la representación, el más ovacionado, y justamente, fue Ramón Vargas. El tenor mexicano ofreció una lección de canto e interpretación del personaje de Riccardo. Vargas exhibió el arco de la personalidad del gobernador de Boston desde la liviandad, casi bufonesca en algunos momentos, del inicio de la obra hasta la gravedad del estadista comprometido con su pueblo y consciente de las consecuencias de sus actos. Y no solo lo exhibe de manera histriónica, sino vocalmente, además de que parece hacerlo de forma natural y fácil.
Hasta cuatro sopranos se metieron en la piel de Amelia, siendo esta noche la italiana Maria Pia Piscitelli la encargada del rol. Los primeros puntos positivos que encontré en ella son la sinceridad de su canto, su entrega sin reservas y un timbre grato al oído. Su ‘Morrò, ma prima in grazia’ fue calurosamente recibida por el público. Por su parte, el recio Renato que construyó el barítono George Petean, de emisión ortodoxa y fraseo elegante, remató el triángulo con brillantez.
Menos lucida fue la presencia de Daniela Barcellona como Ulrica, pues no posee los mimbres más adecuados para el cometido del personaje. Su voz quedó tapada, a pesar de su voluntariosa presencia escénica, en las partes en que cantaba con sus colegas o con el coro. Muy buenos fueron la actuación y el canto de Elena Sancho Pereg como Oscar, el paje juguetón de esta Corte que ya no es Corte, luciendo una proyección perfecta con agudos bien colocados y timbrados. De los personajes comprimarios, todos correctos (Tomeu Bibiloni como Silvano, Goderdzi Janelidze como Tom y Jorge Rodríguez-Norton desdoblado en Un juez y Sirviente de Amelia), pero destacó el Samuel del bajo Daniel Giulianini.
El resumen, a grandes rasgos, es el triunfo mediático a nivel mundial del Teatro Real, incluido el escándalo en la segunda función que se saldó con la cancelación de la representación del día 20 de septiembre. La orquesta, el coro (dirigido por Andrés Maspero) y los elencos de excelente nivel hicieron disfrutar una decepcionante puesta en escena, que sirvió para dar un paso adelante en la reconquista de la normalidad como la conocíamos antes del mes de marzo.
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