Werther en Milán

Victoria Karkacheva (Charlotte) y Benjamin Bernheim (Werther) en la Scala de Milán © Brescia e Amisano

Junio 27, 2024. Werther de Jules Massenet es un torrente de emociones, un maelstrom vertiginoso que nos arrastra: de aparente frialdad, pero que tritura nuestro fuero interno. Esto, mientras la música sugerente, sofisticada y sobre todo inspirada, nos va seduciendo conforme el libreto avanza. 

Las aparentes contradicciones entre una vida interior convulsa, atormentada, y a la vez contenida, casi estoica, logran una cohesión emocionante dentro de la partitura que, dicho sea de paso, son tan francesas, es cierto, pero con un pulso wagneriano en su interior. Baste recordar el “acorde Tristán” sugerido en algún momento de la música. Así, pues, lograr una puesta en escena de emociones tan contrapuestas dentro de un mismo personaje resulta francamente un desafío desde la creación de la ópera.

No obstante, la dirección escénica de Christof Loy da cuenta de una lectura profunda de los personajes, así como de un conocimiento no solo de las penas del joven Werther, sino de obras como Las afinidades electivas, también obra de Goethe, publicada en 1809; es decir, 35 años después del tormentoso y apasionado joven Werther. Por esta razón apreciamos una intensidad mayor en los deseos de Albert por una vida tranquila, feliz, en paz y sin sobresaltos. 

Albert, interpretado por el barítono Jean Sébastien Bou, es la contraparte del protagonista. Mientras más aquél se deja arrastrar por las pasiones, más éste se planta sobre la realidad que ha decidido abrazar. La interpretación de Bou es, por estas razones, rígida, sin lugar para los exabruptos, mas todo esto dentro de una interpretación escénica impecable. No es una falta de pasión, sino la consciente encarnación de un personaje que no se deja llevar por brutos comportamientos. Su timbre sereno, sin embargo, se descompone súbitamente en el momento que sus manos sostienen las cartas de Werther a Charlotte y las lee con una angustia contenida durante todos los actos anteriores. Ver al barítono casi caer por tropezar con la silla en la que antes estaba sentado —en evidente arrebato del personaje, pero sin claramente estar previsto y aun así usar este casi accidente como parte del desmoronamiento del personaje— fue conmovedor y toda una lección de interpretación integral.

En el papel de Sophie, la soprano Francesca Pia Vitale proyectó una inocencia casi engañosa. Nos mostró un personaje que, en evidente celo y envidia de hermanos, sueña con ser la hermana mayor. Sin embargo, su atracción por Werther es, a mi parecer, un amor que casi rivaliza con el de Charlotte. Vive en las sombras del deseo del joven por su hermana, asechando y deseando el fuego de los amantes. Es revelador que el diseño de vestuario, realizado por Robby Duiveman, nos presente a Sohpie vestida de negro cuando la tragedia ya está determinada. Su luto contrasta con el rojo carmesí que viste Charlotte durante el tercero y cuarto actos: un rojo que se apaga, que no explota en vivacidad, simbolizando una pasión que no logra despojarse de las cadenas; una pasión simbólica que nos recuerda a Gritos y susurros (cinta de 1972 de Ingmar Bergman), donde el sufrimiento se encarna en tapices y vestuarios, mientras que los personajes no saben bien cómo lidiar con las emociones. Así sucede que la voz de Sophie nos proyecta envidia infantil, pero a la vez una sexualidad que despierta con el primer impulso erótico. Personaje que interpreta Vitale es, junto con el de Charlotte, un contrapeso vocal y escénico muy bien logrado.

En el papel de Charlotte, la mezzosoprano Victoria Karkacheva nos entregó líneas memorables en sus arias y momentos clave del personaje. Con una voz robusta, pero capaz de giros dramáticos inesperados; con potencia al centro y acaso algunos inconvenientes en la proyección de algunos fragmentos más graves, como lo fue en el tercer acto y la lectura de las cartas. Pero nos queda claro que es más una cuestión de posición, pues en otros momentos la dirección escénica promovió una mejor audición de su voz. Lo mismo sucedió en un par de ocasiones con el personaje de Sophie, que debía voltear de espaldas al público. No obstante, su personaje nos mostró un bovarismo avant Flaubert, que no tardará en explotar. En ‘Va! Laisse couler mes larmes’, Karkacheva nos deja en claro que comprende profundamente la agitación interior que atormenta a su personaje. Su peso dramático se acrecentó con el pasar de los actos, como lo va mostrando el libreto, otorgando instantes emotivos en cada final de acto cuando finaliza cada vez al lado de Werther.

El tenor Benjamin Bernheim sin duda nos seguirá cautivando con su voz cada vez mucho más. La línea que es capaz de sostener, su capacidad de filados y sorpresivos cambios de intensidad, aunado lo anterior a una aterciopelada voz, plena de sensibilidad musical, hacen de este tenor alguien de quien debemos estar siempre pendientes. Por momentos, podíamos apreciar casi la interpretación de un lied, pleno de intimidad en una sala tan grande como la de la Scala. Nos arrastró con él tan seductoramente que no nos percatamos que nosotros mismos nos vimos en su espejo. Es cercana la manera en que interpretó a Werther y de un talante tan apasionado como reservado, casi tímido. Baste recordar la manera tan fina, delicada y vehemente con que termina la frase: ‘Pourquoi me réveiller, ô souffle du printemps?’, mientras la música vuelve a modo menor, luego de un breve exabrupto armónico casi incontrolable. 

El cuarto acto es acaso uno de los más difíciles para un cantante en todos los niveles, pues la muerte irremediable se demora hasta el último compás y el tenor debe sostenerse agonizante y pleno de sí al mismo tiempo. Bernheim logra una muerte intensa, pueril y arrojada a la vez: como la de un niño que cree poder contra el mundo entero hasta el último aliento. Mientras tanto las canciones de Noël se escuchan a lo lejos, como en aquella noche de carnaval parisino en la que muere Violeta Valéry. Sin duda, una actuación que le valió los mayores aplausos de la noche.

La dirección musical corrió a cargo del aclamado director Alain Altinoglu, quien sin duda alguna no se dejó avasallar sin control por la poderosa partitura de Massenet, sino que contuvo el ímpetu hasta que no hubo más remedio y la orquesta se desbordó en un drama musical emocionante e irónico con los cantos navideños que se confunden con el dolor wertheriano del final.

Junto con todas estas magníficas interpretaciones; una dirección escénica íntima, acaso demasiado prudente, pero efectiva; unos vestuarios maravillosos, de trajes impecables y sofisticados vestidos New Look a lo Grace Kelly, que se unen a una escenografía realizada por Johannes Leiacker, que perdura a lo largo de todos los actos. 

Resulta casi sofocante ver el transcurrir de toda la trama con un solo muro con tapiz y una puerta, pero reflexionando tras el cierre del telón nos preguntamos: ¿no es acaso esta monotonía visual una metáfora de la anodina vida burguesa, que confunde ataraxia con inerte cotidianeidad?

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