Wozzeck en São Paulo

Escena de la producción semi-escenificada de Wozzeck de Alban Berg con la Orquesta Sinfónica del Estado de São Paulo © Íris Zanetti

 

Diciembre 6, 2025. El día 14 de diciembre de 2025 marca el centenario del estreno de Wozzeck, de Alban Berg (1885-1935). Para conmemorar la fecha, la Orquesta Sinfónica del Estado de São Paulo (OSESP) presentó la ópera del 2 al 6 de diciembre, en versión semiescenificada.

El excelente resultado alcanzado solo reforzó la importancia de que la OSESP retome la saludable práctica de, al menos anualmente, llevar la ópera a la Sala São Paulo, como hacía bajo la dirección del maestro John Neschling.

Fue una pena que hubiera solo tres funciones, el mismo número que los conciertos habituales. Las entradas se agotaron rápidamente, la prensa llegó a recordar que una salida era ver la transmisión en vivo por YouTube, lo que es muy válido para ver espectáculos que suceden del otro lado del océano, pero no se compara con la experiencia de ver una ópera o un concierto en vivo.

 

De Woyzeck a Wozzeck

El 27 de agosto de 1824, la Marktplatz, en Leipzig, se llenó para un espectáculo con sabor medieval: la ejecución pública de un tal Johann Christian Woyzeck, en una estructura de cuatro metros de altura para que todos pudieran ver rodar la cabeza del condenado. Nacido en la misma ciudad en 1780, Woyzeck fue condenado tras haber asesinado, con varias puñaladas, a su amante, una viuda que supuestamente lo estaba traicionando con los soldados. La imagen de la ejecución, representada en la litografía adjunta, no deja dudas en cuanto a la conmoción popular causada por el crimen pasional de Woyzeck.

 

La ejecución de Woyzeck, el 27 de agosto de 1824

 

En realidad, lo que hizo que el caso se convirtiera en obra de teatro y, posteriormente, en ópera, no fue la ejecución espectacular, sino el hecho de que, por primera vez en la historia, hubo un proceso penal que buscó investigar las condiciones psicológicas del acusado. Como la defensa buscó la absolución alegando la demencia de Woyzeck, se nombró a un médico forense para evaluar el caso. Como el lector puede imaginarse, por el desenlace, el perito no encontró nada que le permitiera alegar que Woyzeck había enloquecido.

El estudio clínico fue publicado en una revista médica y, algunos años después, leído por el escritor Georg Büchner (1813-1837), que estaba estudiando medicina. El caso Woyzeck inspiró a Büchner a escribir la obra de teatro homónima. No obstante, debido a su muerte prematura, a los 23 años, la obra quedó inacabada. Lo que el autor dejó fue un manuscrito difícil de descifrar (que necesitó, inclusive, un tratamiento químico para poder ser leído), conteniendo una serie de escenas independientes, cuyo orden no se podía determinar con certeza. Debido a la dificultad de su lectura, en la primera edición, publicada en 1879, el nombre de la obra fue escrito erróneamente: Wozzeck en vez de Woyzeck.

La obra — que cuenta la historia de un soldado pobre, explotado por su capitán, usado como cobaya para los experimentos de un médico y traicionado por Marie, su compañera, con quien no estaba casado, pero tenía un hijo “sin la bendición de la Iglesia”— subió al escenario en Múnich, en 1913, año del centenario del nacimiento de Büchner. Al año siguiente, llegó a Viena, donde fue vista por Alban Berg, quien, según un testigo, quedó fuertemente impactado por la obra y exclamó: “¡Alguien tiene que ponerle música a esto!”

Ese mismo año, Berg comenzó a componer Wozzeck (en esa época, el nombre de la obra aún no había sido corregido). Seleccionó quince escenas de la obra de Büchner — para concentrar la trama en un pequeño número de personajes—, estableció un orden y las agrupó en tres actos con cinco escenas cada uno. Tuvo, no obstante, que detener el trabajo para servir en el ejército austrohúngaro durante la Primera Guerra Mundial, y solo retomó la composición en 1918, tras haber experimentado, también él, las miserias de la vida militar.

Como bien definió el crítico Christian Merlin en L’Avant-Scene Opéra nº 215, “Wozzeck es una obra maestra única y paradójica: la forma musical más científica y elaborada puesta al servicio del drama más conmovedor y humano”. Lo racional y lo emocional se funden en esta obra que expone, mediante la más sofisticada forma musical, la crueldad de la sociedad y el drama de los pobres y explotados.

La música de Berg combina el modernismo dodecafónico de Arnold Schönberg con un inevitable lirismo, sin el cual no habría compasión, no habría espacio para la empatía. Y Wozzeck —que sí, acaba cometiendo feminicidio— conquista nuestra empatía.

Ciertamente Büchner, al escribir su obra, si no partió de la tesis de la demencia de Woyzeck, partió, al menos, de la suposición de que su mente fue muy afectada por la sociedad en la que vivía. En resumen, como Marie, Wozzeck es una víctima de la sociedad.

 

Robin Adams (Wozzeck) y Astrid Kessler (Marie) © Íris Zanetti

 

Una ópera en la sala

Al frente de la OSESP, que abrazó con bravura y gran calidad la desafiante partitura de Berg, el maestro Thierry Fischer resaltó los momentos más duros de la obra, pero lo hizo sin descuidar las escenas más líricas y delicadas. Fue una de las grandes presentaciones de la orquesta en el año. También el Coro de la OSESP y el Coro Infantil de la OSESP tuvieron un desempeño excelente.

A los cantantes extranjeros se sumaron algunos brasileños, entre los cuales vale destacar el Joven Artesano de Michel de Souza y la Margret de Luisa Francesconi.

El bajo alemán Markus Hollop y el tenor estadounidense Robert Watson, respectivamente el Doctor y el Tambor Mayor, ambos sin voz, prácticamente inaudibles, fueron los puntos negativos de la tarde. Y es una pena, en primer lugar, porque nos perdimos de dos importantes personajes de la obra. 

El primero, un bajo bufo que representa al médico-científico inescrupuloso de principios del siglo pasado, a quien poco le importaban las consecuencias que sus experiencias pudieran traer a seres humanos “descartables”, como el soldado pobre Wozzeck o los judíos presos en campos de concentración.

En el caso del Tambor Mayor, perdimos al tenor heroico, el soldado viril, aquel que se dice “hombre de verdad” y se considera lo opuesto a Wozzeck. El desempeño de Watson fue una sorpresa, visto que está haciendo una carrera importante en Europa: ya cantó, por ejemplo, Siegmund en Die Walküre de la Staatsoper de Berlín, tanto bajo la dirección de Christian Thielemann (en 2022), como de Philippe Jordan (en 2024). ¡Se podía, pues, esperar mucho más de él!

Afortunadamente, los otros tenores hicieron un buen trabajo. Salió airoso, aunque sin gran brillo, el suizo-estadounidense Jabson Bridges como Andres; pero a quien vale la pena destacar entre los tenores es el austriaco Thomas Ebenstein (miembro del elenco estable de la Staatsoper de Viena), quien interpretó al Capitán. Ebenstein estuvo muy bien como ese tenor bufo, cuya voz tiene que deslizarse hasta el agudo, explorando todo el colorido y la flexibilidad de la voz, para retratar un autoritarismo caricaturesco, ridículo.

Como Marie, la joven y prometedora soprano alemana Astrid Kessler resaltó los matices de este personaje que tiene un fuerte deseo de ejercer su feminidad y padece bajo el peso de la culpa. La voz de Kessler suena con facilidad en la región aguda, siendo, por momentos, tapada por la orquesta en los medios y graves. Aun así, enfrentó muy bien la gran extensión vocal y los saltos que caracterizan la difícil línea de su personaje.

¡Qué voz tiene el barítono inglés Robin Adams, intérprete de Wozzeck! Aunque se anunció que Adams estaba con faringitis, su voz sonó limpia, fuerte, inmensa. No había posibilidad de que fuera tapado por la orquesta o, peor aún, por la ruidosa ventilación de la iluminación usada en escena. Solo cabe lamentar que Adams haya privilegiado, en su interpretación, un Wozzeck imponente, fuerte y rebelde, en detrimento del lado frágil de ese personaje pobre y oprimido.

Con una pequeña escenografía posicionada en la parte frontal del escenario, que contaba con un piso espejado delimitado por luces led y algunos objetos de utilería, la excelente dirección escénica de André Heller-Lopes mostró el potencial de una ópera semiescenificada en manos de un director inteligente.

Del lado derecho, una silla de barbero en la que, en la primera escena, el Capitán se sentaba mientras Wozzeck lo afeitaba. Después, la silla se convirtió en un objeto de la casa de Marie, donde ella jugaba con el niño. Del otro lado, había un caballito de madera usado por el hijo de Marie y Wozzeck (que, en la producción de la OSESP, se convirtió en hija y fue interpretada con sensibilidad por Rafaela Sinhor). Entre esos dos polos, algunas sillas de madera. Al fondo, proyectada en la pared, la luna, roja “como un hierro ensangrentado”, daba el tono trágico. 

El diseño de iluminación, también de Heller-Lopes, exploró todas las posibilidades de la iluminación de la sala. Fue en Wozzeck donde descubrió que la luz de las lámparas que iluminan el escenario puede cambiar de temperatura. Al fondo, la luz roja dialogaba con Marie, arropada con un vestido rojo leve y vaporoso, y ese rojo no representaba solo la sangre que habría de correr, sino la pasión, la boca roja de Marie. Ese rojo contrastaba con un azul frío, nocturno.

Si la dirección de actores fue, todo el tiempo, excelente e indispensable para el disfrute del espectáculo, en la escena final esa dirección apuntó, de lleno, a nuestros corazones. Y es que no hay nada peor —ni siquiera el violento feminicidio— que la escena final de Wozzeck, especialmente con la delicadeza y naturalidad con la que fue tratada. Tras la muerte de Marie, los niños del vecindario se ríen de su hijo, ahora huérfano, y corren para ver la escena del feminicidio: “¡Vengan a ver!” El niño, demasiado pequeño para entender lo que pasaba, duda, pero decide seguirlos, jugando con su caballito de madera: “Hopp, hopp, hopp…”

El fin de semana, mientras asistíamos a Wozzeck, São Paulo se preparaba para una manifestación contra el feminicidio. De esta forma, fue pertinente el abordaje del tema, más aún en una obra que no cae en el simplismo maniqueo, sino que aborda toda la complejidad de la cuestión social. Nada es más fuerte, sin embargo, que la escena final que, mediante las risas y la espontaneidad de los niños, nos quita cualquier esperanza en la humanidad. De forma cruelmente poética, la dirección de Heller-Lopes logró acentuar aún más el efecto de esa escena.

Como dice Wozzeck, “el ser humano es un abismo, uno siente vértigo cuando mira hacia el fondo”.

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