En blanco y negro: El maniqueísmo en Amadeus de Miloš Forman

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La temporada de premios cinematográficos 1984-1985 tuvo en Amadeus —del director checo Miloš Forman (1932–2018), con guion de Peter Shaffer (1926-1916) adaptado a partir de su obra de teatro homónima (1979)— una cinta con numerosos atractivos para ser reconocidos con decenas de premios internacionales.

Si bien Forman llevó a la pantalla grande más una aproximación «ficcionada» que una documentación histórica real al vínculo entre Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) y Antonio Salieri (1750-1825), algunos de sus apartados —como la espléndida fotografía (Miroslav Ondrícek), los lucidores vestuarios (Theodor Pištěk), la protagónica musicalización (a cargo de sir Neville Mariner) y un memorable duelo de actuaciones encabezadas por Tom Hulce y F. Murray Abraham— convirtieron a esta película en una referencia fílmica sobre la creación musical, el genio artístico y la rivalidad compositiva.

Buena parte de su atractivo dramático, apreciado por el público y la crítica especializada —no solo en los ámbitos musical y operístico— estriba en un cuidadoso engranaje que pone en escena un maniqueísmo que permite disfrutar y apasionarse por las antípodas representadas por la dupla protagónica, por encima de los conflictos creativos, sociológicos y personales de cada uno de ellos.

El resultado estético puede valorarse a partir justo de su mundo interno, como filme, dejando de lado las implicaciones de numerosas licencias históricas, la creación de leyendas negras como el supuesto envenenamiento de Mozart a manos de Salieri y, en general, de un cúmulo de distorsiones que pierden la perspectiva e importancia musical de uno, o la apología del catálogo artístico, de la potencia casi divina, del otro.

A partir de ese filtro en blanco y negro, sin embargo, puede reflexionarse de cualquier manera, y con cierta claridad, sobre los hombres detrás de esos compositores del periodo clásico, pero capitales en toda la historia musical y operística.

F. Murray Abraham, Salieri

Reflejo
Durante muchos años, cuando Antonio Salieri se miraba al espejo, veía a un compositor exitoso y validado por la élite de la corte, por sus colegas, por el principado arzobispal y por el mismísimo José II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Supo, como compositor enterado de las tendencias de su época, de la música de Wolfgang Amadeus Mozart, de su aura de niño prodigio y sus andanzas tempranas dignas de irrebatible admiración. Pronto quiso conocer al autor de aquellos sonidos, de esas llamativas gestas, cuya obra asoció al talento, al prestigio y, más aún, a la genialidad.

Antonio Salieri creyó con ciertas auras de soberbia e ingenuidad que podía identificar al músico genial bajo el estereotipo del compositor exquisito, encarnado en un hombre de buenos modales, respetuoso de los protocolos y cuidadoso del «qué dirán». Un estereotipo, claro está, creado por el contexto de su época y por las anteriores, por sus reglas y prejuicios. Por sus concepciones y expectativas. En rigor, Salieri se buscaba a sí mismo. 

Sin embargo, cuando por fin conoció a Mozart de manera personal y ya no solo a través de sus partituras y su elevada reputación, no fue su reflejo el que encontró cuando volvió al espejo para contemplar la genialidad de cerca. ¿Qué apariencia debía entonces tener el joven genio? Resulta evidente que Antonio Salieri no solo no encontró ecos de su juventud en ese reflejo, inquietante y al mismo tiempo doloroso. No era él, años atrás. Su concepción de la realidad le cerró la puerta en la cara y, por supuesto, lo desconcertó.

Cuando logró atravesar esa puerta, se adentró entonces en un mundo juguetón —de travesura y sensualidad terrenales— opuesto a su creación elevada, celestial y solemne. Los límites de la obscenidad aceptada, los de la culpa cristiana; las reglas y los moldes del arte y la conducta, se quebraron para su sorpresa por un jovenzuelo hormonal, escatológico, y despreocupado que lo interesó, que lo atrajo como a todo su mundo, al tiempo que perturbó sus convicciones.

Salieri no pudo cerrar los ojos para dejar de mirar. Y ni siquiera consiguió mirar hacia otro lado. Tampoco es que pudiera. Como de hecho nunca más podría desviar la vista de ese personaje carismático y en apariencia superficial que con sus virtudes comenzó a amargarlo en su territorio: el de la música. Conocer a Mozart le abrió un horizonte insospechado de antojo y represión.

Tom Hulce, Mozart

Ponzoña
Las inseguridades de Antonio Salieri se dispararon como consecuencia de esa explosión en su interior. El compositor italiano de renombre implotó, lo que demolió buena parte de sus cimientos creativos y emocionales, frente a la potencia creativa, jovial, de aquel muchacho austríaco apenas cinco años menor que él, pero generacionalmente muy distante, mucho más progresista y evolucionado. 

Querer brillar donde alguien resplandece resulta tóxico. Salieri no supo entenderlo para tomar distancia y protegerse de esa luminiscencia dañina para él. El estallido llegó a ser incluso cruel y mordaz, aunque Mozart no lo buscara así. Ocurrió, sin intención, pero se convirtió en un remiendo de la propia inspiración y técnica de Salieri. 

Entonces salieron a flote emociones nocivas, perjudiciales, para el artista y para el hombre incapaz de salirse de la zona radiactiva. Floreció el rencor, más amargura, y la humillación. El reclamo y el reproche a la divinidad por su voluntad, por el reparto de talento. Sobrevino la envidia del corpus musical del amado de Dios, de sus herramientas técnicas y hasta de su juventud y ligereza, que es lo último que un hombre maduro y realizado en su profesión envidiaría. 

Una humillación asumida, Salieri por mano propia se vistió con ella, con dolor ante los ojos de quienes lo admiraban y reconocían al punto de solicitar su última palabra si esta era musical. Una ponzoña indigna de un compositor de cámara imperial como él.

Genio y mediocridad
Además de una dirección de actores no solo física, sino psicológica, de grandes vuelos y una puesta en escena ostentosa, el director Miloš Forman consigue plasmar en la pantalla un potente uso del maniqueísmo como efectivo motor dramático que haría de Amadeus una cinta ganadora de múltiples premios, entre ellos ocho premios Oscar, cuatro Globos de Oro y cuatro BAFTA’s, como también un película de culto dentro y fuera del círculo musical.

La vejez y la juventud; la decrepitud y el esplendor de la vida; el ceño fruncido frente a la carcajada incontenible y magnética pre-joker de Joaquín Phoenix; el imán de las miradas que ejerce una personalidad carismática de cara a una invisibilidad paulatina pero histórica, son contrastes que nos muestran la vida en blanco y negro. 

La vejez nos muestra diversos ocasos y achaques, mientras que los amados de los dioses mueren presto como ya lo apuntaba en sus obras Menandro, tres siglos antes de Cristo. Hasta en eso, Amadeus parecería un rockstar, mucho antes de que el rock como género irrumpiera la escena mundial.

Y eso es muy atractivo para el público, porque simplifica el proceso creativo, la naturaleza del talento y la problemática real, la subyacente, de una vida artística de manera que el grueso del público pueda aprehenderla entre las manos. Miloš Forman crea bandos, acaso injustos pero, sin duda, muy humanos. 

Están los Jedis en la misma sala que los Siths, sin demasiado cuadro para los grises que sienten el llamado de «la Fuerza», aun en su lado oscuro. O que libran una batalla interior que los ensombrece pese a su resplandor inagotable. 

Mirar el bolsillo de Wolfgang Amadeus Mozart, su salud progresivamente deteriorada pese a su corta edad, o la relación poliédrica con su padre, es posar la mirada donde no todo mundo quiere observar. El maniqueísmo crea la ilusión de que se puede abrazar el genio y condenar la mediocridad, como si no fuera inherente y cotidiana entre los hombres y mujeres de todas las épocas. Una medianía hoy condenada pero que fuera una aspiración clásica virtuosa en la antigua Grecia, enunciada con el justo medio aristotélico.

Amadeus es un trazado de polos en apariencia irreconciliables y posibilita que incluso quienes no comprenden de música, de arte, y menos todavía de genialidad, aborden satisfechos estas vertientes más que humanas pero, en el caso de la última, de cierta forma incomprensible. 

Y todo ello no hubiera tenido el mismo impacto sin la interpretación de F. Murray Abraham, quien estuvo nominado al Oscar a Mejor Actor, al lado del Wolfgang Amadeus Mozart de Tom Hulce. La ironía —de la que casi siempre se nutre el arte— consiste en que la estatuilla en aquella 57 ceremonia de premiación de la Academia fue para Salieri. Acaso porque la mediocridad, la envidia o la amargura, entre otras vetas de la pasión humana, sean más asequibles para interpretar.

Hulce, Forman y Abraham, 30 años después

 

 

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