Manuel de Sumaya y su tiempo
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Cuando ya habían pasado doscientos de los trescientos años que duró la Colonia, habíamos ya sucumbido a la fascinación de la cultura española, y el arte mestizo había nacido con toda la intención de hacernos olvidar nuestras raíces. Es entonces cuando surgió la ópera europea en la Nueva España.
Quizá porque ya habíamos aprendido a ver como bárbaras todas las manifestaciones del arte precolombino —o posiblemente porque había una parte importante de la población que era mestiza y cuyo arraigo tenía que ver con muchas más cosas que el ser vencedor o vencido—, lo cierto es que durante el periodo novohispano empezamos a tener músicos y artistas de primer orden. Si no los conocemos más es porque no hemos investigado lo suficiente.
Fueron muy pocos los primeros españoles que llegaron a México y no consideraron como espantoso y demoniaco el arte de los pueblos nativos. Educados por el Renacimiento europeo y acostumbrados a su manera de ver el mundo, fueron incapaces de apreciar otro punto de vista y, como dijo Carlos Fuentes, perdieron la oportunidad de aprender y entender una forma de vida distinta.
La civilización existente en los territorios americanos no cumplía con las normas de la europea, y por ello trataron de cambiarnos y “civilizarnos” a su imagen y semejanza. De ahí, la necesidad de la música, del teatro, de la poesía y de la ópera: eran formas que no solo buscaban el entretenimiento sino también la educación y —sobre todo en los primeros años de la conquista— la evangelización; por eso, su desarrollo dentro del ámbito religioso.
Hermosas catedrales barrocas cargadas de simbología indígena, sincréticas y espectaculares, nacían en cada una de las capitales de la colonia. Se les integraban órganos espléndidos y las calles se llenaban de fiestas y celebraciones católicas que convencieron e instruyeron a los pobladores en la nueva religión que, para el siglo XVIII, estaría ya profundamente arraigada.
Una profusa y asombrosa cultura eclesiástica, femenina y masculina, se respiraba en todos los conventos y monasterios. Nuestras primeras compositoras, poetas y científicas fueron monjas de clausura; nuestros primeros cantantes encontraron su vocación cantando en los coros de las iglesias; y las primeras escuelas de música estuvieron ligadas a órdenes religiosas.
Este es el ambiente cultural en el que nace Manuel de Sumaya en una Ciudad de México llena de palacios, riqueza y una sociedad dividida drásticamente por castas, usos y costumbres. Nacido en 1680 y muerto en Oaxaca el 21 de diciembre de 1755, Sumaya está considerado como el primer músico novohispano que fue educado en el ámbito catedralicio y el primer compositor de ópera nacido en el continente americano.
Comenzó como cantante de coro, del que fue becado y apoyado para recibir la mejor formación que su tiempo y lugar permitía. En 1694 comienza sus estudios de órgano con Joseph de Idiáquez, organista titular de la capilla de música. Fue asistente y alumno de Antonio de Salazar (1650-1715), principal maestro de la Escoleta de la catedral mexicana, de quien aprendió también las herramientas principales de la composición: contrapunto y armonía.
Salazar fue una figura clave, no sólo para la vida de Sumaya, sino para la música mexicana novohispana. Antes de su llegada, el patrimonio musical estaba completamente descuidado y desordenado. Gracias a él los libros de coro fueron restaurados y las partituras, recuperadas de ciudades cercanas y ordenadas con una primera clasificación muy rudimentaria, pero efectiva. Su trabajo como compositor llegó a toda la Nueva España y no detuvo su labor como docente hasta que la edad le afectó la vista y la salud.
En 1708 Sumaya escribe la primera obra músico-dramática de un novohispano, Rodrigo, pero el acontecimiento más importante para la historia de la ópera en América tiene lugar tres años después, cuando el Virrey de México, Fernando de Alencastre Noroña y Silva (1662-1717), le comisiona la ópera La Parténope, para celebrar el cumpleaños del Rey Felipe V.
Este virrey, además de haber propiciado el nacimiento de la ópera en América, pasó a la historia por haber vivido desastres naturales cuyos efectos en los pobladores palió incluso con dinero de su propio bolsillo, lo cual no era frecuente ni entonces ni ahora. [Se sabe que durante su gobierno la capital sufrió de una nevada, cosa extraordinaria en la región, y un terremoto, que sí es un fenómeno común.]
El libreto escogido por Sumaya para esta obra es de Silvio Stampiglia (1664-1725), famoso libretista italiano a cuyas obras acudieron compositores barrocos como Alessandro Scarlatti (1685-1757), George F. Händel (1685-1759) y Antonio Vivaldi (1678-1741). Trataba sobre todo temas míticos e históricos y fue el reformador dramatúrgico más importante antes de Metastasio (1698-1782), ya que eliminó las escenas cómicas de las óperas serias y acercó el lenguaje a términos más emocionales y menos rimbombantes, consolidando así el modelo veneciano del libreto operístico.
La historia de La Parténope es, por supuesto, mítica. Relata cómo la sirena protagonista es asediada y vencida por Ulises, quién después la desprecia, por lo cual ella se arroja al mar con sus hermanas, yendo a parar su cadáver a las costas de Campania, en donde se fundó la ciudad de Nápoles, antiguamente conocida como Neapolis Partenopea.
Esta ópera se estrenó en el teatro del Palacio Virreinal el 1 de mayo de 1711. A este solo podía acudir la corte, y sus eventos eran pocas veces publicitados, por lo que se conocen muy pocos detalles de las actividades artísticas del recinto.
Tres años después del estreno de su ópera, Sumaya ya es organista mayor, pero, no conforme con ello, concursa en 1715 para el puesto de Maestro de Capilla de la Catedral Metropolitana, el cual cuenta con un salario enorme para la época (500 pesos anuales). Su principal rival para dicha posición es Francisco Atienza y Pineda (1657-1726) organista y compositor, que ya tenía ese mismo puesto desde 1712, pero en la Catedral de Puebla. Contra todo pronóstico y ante la destreza inusual de su contrincante, Atienza regresó derrotado a su ciudad de origen. [En el inventario musical de la catedral de Durango, fechado en 1784, hay una mención a otra ópera, y los especialistas creen que se trata de una creación de Atienza y Pineda, lo cual lo convertiría en el segundo compositor novohispano de ópera.] Sumaya gana ese puesto con la composición del villancico «Solfa de Pedro es el llanto», cuyo original se conserva en la Catedral de Guatemala.
La capilla musical catedralicia era rica en recursos y Sumaya era un compositor prolífico. Además de cantantes, contaba con instrumentistas de cuerda y aliento, cosa poco común en la época. En 1735 uno de los mejores órganos de toda América se instaló en la Catedral Metropolitana y su inauguración tuvo lugar el 15 de agosto de ese año. A pesar de lo que podría parecer como el paraíso para un músico del barroco novohispano, cuatro años después y por razones desconocidas, Sumaya se traslada a Oaxaca y desoye incluso las órdenes judiciales para volver a su puesto en la Ciudad de México.
Oaxaca es en ese entonces un centro cultural muy importante por la enorme cantidad de población indígena que hay, pero también porque es el hogar de varios artistas españoles y criollos que disfrutan de una ciudad extraordinaria en colorido, tradición artística y obras catedralicias de gran envergadura, tanto arquitectónicas y pictóricas como musicales. ¿Es este el ambiente que hace que Sumaya olvide sus obligaciones en la Ciudad de México, a pesar de contar con todos los recursos humanos y materiales que se podían desear? Cuesta creerlo; el ambiente de la capital no sería menos interesante. El hecho es que, cuando consigue un puesto en la Catedral de Oaxaca, será con un salario mucho menor que el que tenía en México (doscientos pesos anuales). Dado que no hubo dificultades o problemas burocráticos que lo hicieran dejar esa ciudad, se trata de una incógnita para la historia.
Su legado musical no sólo incluye La Parténope (cuya partitura está perdida) y un fondo litúrgico impresionante, sino también la educación de uno de los mayores músicos de la colonia: Juan Mathías de los Reyes, (ca. 1720- 1779), cantante, arpista, organista y compositor oaxaqueño, a quien Sumaya heredó no solo sus conocimientos, sino su propio puesto. Mathías de los Reyes escribirá una cantidad considerable de obras vocales pero no se sabe si incursionó en la ópera propiamente dicha. Aún así, se debe a él la difusión de la técnica vocal coral que hizo posible el desarrollo de la polifonía en Oaxaca durante casi dos siglos.
Durante todo el siglo XVIII, la ópera en la Nueva España se representó en el teatro del Palacio Virreinal. Casi siempre se trató de ópera italiana y los primeros cantantes, como era de esperarse, también eran extranjeros. Se puede aseverar que fue aquí donde nació el carácter elitista que siempre se le ha adjudicado.
El primer teatro de toda América se abrió en la riquísima ciudad de Puebla de los Ángeles en 1762, se dedicó en principio a obras teatrales y musicales, mucho más cercanas al corral de comedias español. Ese teatro sigue en activo y hace mucho que incluyó la ópera en sus presentaciones, a pesar de no contar con foso de orquesta, como es de esperarse en una construcción teatral de esa época.
La capital de la Nueva España tuvo que esperar casi todo un siglo después de la presentación de La Parténope para ver una ópera como espectáculo público, lo cual supuso que una mayor parte de la población, y no sólo la corte del Virrey, tuviera acceso a él. Ese hecho tuvo lugar en 1805, cuando en el Coliseo Nuevo se representó una ópera de Domenico Cimarosa (1749-1801) traducida al español como El filósofo burlado.
Llena de misterios, grandezas y miserias, la ópera nació en nuestras tierras de manos de gente talentosa y preparada, que buscaba lo que han buscado siempre los compositores: crear y poder vivir de lo creado.
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