Ópera del siglo XVIII: La ilustre desconocida

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“Acaso nada sea tan revelador del espíritu de una época como la ocasión, especie y calidad de las fiestas y espectáculos en que la gente se alegra y se divierte”, dice José Rojas Garcidueñas en su prólogo para la edición de las Tres piezas del Virreinato que hizo la Universidad Autónoma de México. Si partimos de esa premisa, la pregunta pertinente es: ¿qué sabemos y qué no sabemos de la ópera que se hacía en la Nueva España del siglo XVIII? Y por lo tanto, ¿qué sabemos de nuestra cultura colonial?

Nuestra actividad operística, a pesar de las vicisitudes sociales, económicas y políticas de la historia de México, cumplió ya 300 años. Fuimos la cuna del primer compositor lírico de América y, hasta la fecha, el talento innato de nuestros cantantes, músicos y artistas de la escena ha sido reconocido por todo el mundo. ¿Por qué entonces no hay una valoración más profunda y certera de nuestra tradición operística, que nos lleve a una vida lírico-escénica más intensa y mejor? Desgraciadamente, hay tantas razones para que no se desarrolle como para que fuera una realidad.

La mayor parte de las fuentes históricas recalcan que la conquista de nuestro territorio no hubiera podido llevarse a cabo sin la música, el teatro, la danza y todas las artes escénicas, que fueron utilizadas como herramientas de evangelización de la iglesia católica española y sus sacerdotes pioneros. Esto se confirma con el hecho de que, menos de un siglo después de su consumación, en México había más de 200 conventos con representantes de todas las órdenes religiosas y con escuelas que incluían la educación musical y artística. Era evidente la necesidad de la evangelización como forma de control de una población y un territorio que quintuplicaba el de España.

Tomás Luis de Victoria (1548-1611)

Muchos de los escritos de la época refieren a los “naturales” como gente muy receptiva y hábil para las artes, especialmente la música. Esto debido a la larga tradición musical que existía en las poblaciones indígenas, donde al no concebirse diferencias entre teatro, música, canto o danza, dichas expresiones se consideraban un todo indivisible. Esta es una de las razones principales del triunfo del uso de las artes escénicas como forma de evangelización y adoctrinamiento y, por el fervor católico que vivimos todavía en nuestros días, podemos constatar la eficacia de dicha herramienta.

La preparación de los músicos de capilla, a lo largo de los tres siglos de la colonia, incluía el canto llano, la música de autores españoles como Tomás Luis de Victoria (1548-1611), pero también de compositores europeos como Franz Joseph Haydn (1732-1809), de quien se puede reconocer una clara influencia en muchos de nuestros compositores novohispanos.

La vida conventual y monástica estaba llena de intelectuales. Monjas y sacerdotes que fueron famosos talentos para la poesía o la música, llenaban los monasterios y educaban a la mayor parte de la población en el nombre de Dios, pero también en el de las artes. La vida profana de la época estaba llena de fiestas, celebraciones y reuniones donde el teatro y la danza tenían un lugar privilegiado. La educación femenina no se consideraba completa sin la ejecución de un instrumento musical, el dibujo o el canto.

Este es el ambiente y caldo de cultivo del nacimiento de la ópera europea en México, y me refiero a la forma estructurada por la Camareta Fiorentina, ya que sabemos que antes de la llegada de los españoles existían también espectáculos con historias contadas a través de la música, el canto y la danza, como lo demuestran los estudios de Patrick Johansson o Gabriel Pareyón sobre el Cuicatl o canto de travesuras, similares al teatro hindú tradicional o la ópera china.

Tomás de Torrejón y Velasco (1644-1728)

Manuel de Sumaya (1678-1755)

Para cuando se hace la primera representación de una ópera en América en 1701—La púrpura de la rosa, del español afincado en el Virreinato del Perú Tomás de Torrejón y Velasco (1644-1728)— ya hay casi 200 años de preparación musical y vocal de muy alta calidad en nuestras principales ciudades, como lo demuestran los archivos de las iglesias, catedrales y basílicas barrocas; camino abierto para que, diez años después, el primer autor americano de una ópera, Manuel de Sumaya (1678-1755), presentara La Parténope, obra que inicia la composición lírica en todo el continente.

A pesar de que la partitura de esta obra no ha sido encontrada, puede conjeturarse su estilo italiano con bajo continuo, recitativos y arias, no tanto por el tema y el estilo del libreto, del italiano Silvio Stampiglia (1664-1725), sino por las obras vocales-instrumentales de Sumaya, conservadas hasta hoy, y compuestas en aquella época bajo la influencia de la escuela veneciana.

Es muy posible que otros autores novohispanos escribieran óperas italianas en el resto del siglo XVIII, pero uno de los problemas principales que enfrentamos al estudiar la historia de la ópera en México es siempre la imposibilidad de contar con las partituras, o de saber dónde se resguardan, incluso en casos de óperas de hace 50 años o de nuestros días. Esto es uno de los grandes obstáculos para la difusión, estudio y ejecución de nuestro patrimonio lírico.

Ignacio de Jerusalem (1707-1769)

Lo que sí se sabe es la actividad que Ignacio de Jerusalem (1707-1769) —un compositor y violinista napolitano que llegó a ser maestro de capilla de la Catedral Metropolitana—desarrolló en México. Este artista tuvo una actividad empresarial importante para la ópera porque logró tener una compañía para representar piezas líricas italianas en el Coliseo de México, actividad que le dio éxito y fama.

En el último tercio del siglo XVIII comenzaron a actuar con regularidad algunas compañías de ópera en los coliseos de Veracruz, Puebla de los Ángeles, México, Guanajuato y Guadalajara. Muchas de esas compañías fueron extranjeras, sobre todo italianas, pero también integraban artistas nacionales.

Tanta actividad operística italiana debe haber tenido lugar, que en el año de 1799 las autoridades de la Nueva España dictaron que la ópera representada en sus dominios sería cantada en español o debería pagar multas, lo que abrió la puerta a muchas composiciones nuevas, mucho más cercanas a la la tonadilla escénica y a la zarzuela que a la ópera misma.

[La tonadilla escénica es quizá la primera forma de composición lírico-dramática que se dio en lengua castellana como propia. Es el más claro antecedente de la zarzuela y de la ópera española.] Este acervo tampoco ha sido estudiado exhaustivamente y merece ser recuperado y difundido.También debe recordarse la censura que sufrían todos los espectáculos durante la colonia y de la cual, por supuesto, la ópera no estaba exenta. Uno de los edictos más interesantes al respecto fue de 1794 en Puebla: Contra el uso y abuso de vestiduras religiosas e imágenes sagradas en las funciones y los carteles del Coliseo; castigo del que se libró la ópera presentando sobre todo historias basadas en el mundo greco-latino, temática recurrente en los libretos de la época. [Para ver el edicto completo consultar: Censura y teatro novohispano (1539-1822). Ensayos y antología de documentos. Dirigido por Maya Ramos Smith. Publicado por el CITRU y Escenología en 1998.] 

Hay un mundo por descubrir en nuestras partituras novohispanas, en las crónicas y registros de representaciones de compañías extranjeras y de funciones tanto para los virreyes y sus cortes, como para el pueblo llano.

La colonia fue un mundo que generó nuestra cultura mestiza y, más allá de toda polémica, debemos reconocer que somos hijos de los vencidos y también de los vencedores. Ahí nació nuestra gastronomía, nuestra sociedad dividida y sí, también nuestra ópera, 100 años antes que en Rusia y casi 200 antes que en Estados Unidos; casi al mismo tiempo que en Bélgica y Holanda, aunque parezca increíble.

Si los espectáculos son la herramienta más reveladora del espíritu de una época, ¿no sería imprescindible para conocernos, valorarnos y crecer como país y sociedad, valorar nuestra tradición lírica?

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