Relato: Nuestro destino en las cartas

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“La noche del 2 de junio de 1875, tres meses después
del estreno de la ópera, la mezzosoprano Célestine Galli-Marié
vio algo más que la muerte de Carmen.”
Ramón Gener, Esto es ópera.

Y entonces las cartas sobre esa mesa enana, vestida del pedrusco a medio monte en el que los contrabandistas se ocultan. Espadas, diamantes. Tus dedos las voltean otra vez, las mezclan. Vuelta de nuevo, las miras: lo mismo: diamantes, espadas. Los naipes, en tus manos, bailan siguiendo un libreto distinto al tuyo, son un presagio de la voz de Carmen. ¡Diamantes, espadas… muerte! ¡Lo veo claro…!, dicen. Pero tú, Frasquita a dueto con Mercedes, apenas comienzas a pedirles que hablen. Tres, cuatro cartas. Ambas gitanas quieren noticias del porvenir. Quién las traicionará, quién las amará. Espadas, diamantes. Tiemblas, dejas de sostenerlas. Veo a un joven que me ama más que nadie, canta Mercedes. Mi amante es rico y viejo, ¡pero habla de matrimonio!, respondes, casi gritando. Tu voz se mezcla sin querer con la de ella. Y el temblor de tus dedos sube con ese dejo a sudor que los candelabros le exprimen al escenario, trenzándose con el canto de tu amiga, llenándolo de vibratos ajenos a la partitura. Me siento en su caballo y me lleva rumbo a las montañas, presume apenas ella, pero tú ya no estás a su lado, sentada en un banquito, mientras el mazo continúa su baile adelantador de futuros.

No la escuchas. Ves las butacas de la Opéra Comique, hileras rojas debajo de un cielo de madera apenas estrellado, revelador de ciertas sombras, pocas. Ahí también están las anteriores noches de teatro. Los murmullos, los escasos aplausos como espigas en un sembradío silencioso y oscuro. Más allá, los callejones de piedra, calesas que no se detienen. Tu mirada empieza a correr entre siluetas indiferentes, gira un poco, avanza en línea recta. Ocupantes de una esquina, trasnochadores, parroquianos de café; nadie la nota; inmersos sus ojos en el interior de un escote, en el vapor de una bebida oscura y dulce, ni siquiera sienten su velo deslizándose, llenando las paredes con un miedo gris que sabe a podrido.

Esperabas llegar hasta la puerta de madera de la casi esquina, a la casa de balcones y demonios furiosos acechando desde lo alto. Esperabas llamar, con levedad, pues en este silencio los nudillos guardan el estruendo de la pólvora. Esperabas pasos aproximándose, la presencia tibia de una mano, de unos ojos ocultos tras espejuelos redondos que tocarían los tuyos y les sonreirían. Pero ocurre sólo la neblina nocturna, eso y una voz, no la tuya, cantando tus líneas. En un castillo regio me instala como ama y señora, dice a destiempo Mercedes. Tú volteas a mirarla, a disculparte, a agradecer. Entonces la frase, ascendente, cantarina, se vuelve un arañazo en tu rostro. Estás sola.

Regresas a aquella casa. Vacía, silente. Lo negro en su interior te llama. Y tú avanzas, libre ya del andar de fantasma que te trajera desde el teatro. Tus pies prueban no la estancia, listada de tablones, sino el crujir de las hojas caídas, nervaduras bajo el paso de los vivos. El amor no tiene fin, todos los días, nueva excitación, ¡tanto oro como yo quiera, diamantes y joyas!, escuchas, como si se tratara del rumor de la hojarasca. ¿Por qué un otoño adelantado se quiebra con la voz de Mercedes, con tus líneas y con las suyas? Te marea la pregunta. Buscas en el improbable recibidor de la casa un punto para apoyar las manos. Una mesa, el brazo firme de un sofá, el dintel de las puertas interiores. Encuentras, sin embargo, pliegues petrificados, brazos estáticos en su acción de coronar unas sienes verdosas, tan de mármol como ellos.

Los tablones-hojarasca se hunden. Caes; tus dedos chocan con lienzos de piedra que intentas asir para tomar otra vez el hilo del libreto, para seguir echando las cartas. Pero terminas con las manos iguales a raíces en el monte donde los gitanos ocultan su contrabando. Así, de bruces, buscando unos naipes inexistentes, susurras “y el mío… ¿puedo creer lo que veo?… Sí… ¡se muere! ¡Quedo viuda y heredo su fortuna!”, muy por debajo de la frase de Mercedes y de quien la llena, un líder detrás de cuya fama avanzan cien hombres. Tu voz es pequeñísima, del tamaño justo para que la de ella asemeje el galopar de la montura de aquel cabecilla.

Se escuchan varias rechiflas, alguien ríe. El director de la orquesta parece mirarte desde las luces del foso. Un disparo, sus ojos; ¿cómo explicarle? ¿Cómo seguir alisando el aire sobre las cartas, tus manos junto a las manos de esa pretendida gitana de nombre Mercedes? La ópera debería detenerse. No lo dice el fracaso que iniciara en marzo, tampoco el dúo, que a trompicones pide a los rectángulos de cartón hablar de nuevo, revelar el nombre de los amores y de los traidores, iluminar la ruta por donde ha de acercarse el futuro. No; clama por ello una carta, otra vez sólida entre tus dedos.

La miras; es un trozo de hielo. Alrededor de su luminosidad todo parece penumbra: las butacas, los escasos asistentes, los candelabros, tú misma, los gitanos. La acercas a tus ojos sosteniéndola con la diestra. Un poco, sólo un poco más. Ni espadas ni diamantes ni tréboles ni corazones: la carta es el traspatio de la casa que recibiera tu mirada en fuga hace unos momentos.

Allí, una columna señala el techo del escenario. Tu vista se aguza, encuentras el nombre de un músico reconocido, dos años, el que está viviéndose y el de hace treinta y siete. Su familia, sus amigos, lees; abajo, una flor, homenaje de color rosa a punto de deshojarse. No, no, te escuchas decir. Si pudieras atravesar el cartón, arrancarías una guirnalda entretejida de laureles pétreos, sucios ya de tiempo. Si caminaras hasta esa columna, tensarías las cuerdas de una lira de roca, muda en medio de la guirnalda. Arrancar una muerte de su cripta. Pero no, estás lejos, al otro lado, presa en un faldón de pliegues, una blusa azul y un pañuelo atado a la cabeza, mirando cómo Carmen, después de permanecer sentada en la esquina, se levanta y camina hacia un saco de tela que revisa mientras las observa, a Mercedes, a ti.

Cuando la protagonista de la ópera vuelve al proscenio lleva un mazo que baraja antes de extenderlo sobre el tablado. Veamos, qué me dicen a mí… ¡Diamantes, espadas…!, canta como si se tratara de una marcha fúnebre; es el eco de tus cartas en el dúo de las predicciones felices. No puedes evitar que tu vista vaya a su rostro. Carmen está pálida. Tiembla, como tú, pero no olvida sus palabras. ¡Muerte! Lo veo claro…, primero, yo misma, después él…, dice, frunce el gesto, siempre su izquierda sosteniendo el naipe. En su palidez encuentras la carta que sigues aferrando, deseosa de hacerla nada. Ahí está la columna, engalanada con la lira y la guirnalda, los pliegues de roca simulando la vestidura de un ángel, y ese nombre familiar. Ahí la muerte, pero no dentro de la obra ni para Carmen y Don José.

Escenografía lacustre de Carmen, de Georges Bizet, en Bregenz, Austria

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