Pedro Octavio Díaz: París es una fiesta barroca
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El gestor cultural Pedro Octavio Díaz vive en Francia desde hace casi 20 años. Se dedica a la promoción musical, organización y financiamiento de proyectos operísticos, selección y diseño de repertorio para cantantes líricos, y colabora con la compañía Opera Fuoco en París, con la orquesta y coros Orfeo (Hungría), así como con el sello Aparté, donde recientemente ha aparecido un recital barroco en CD con la joven soprano Sophie Junker, cuyo programa fue ideado por el mexicano: La Francesina. Es colaborador de Pro Ópera desde 2015.
Pedro, ¿qué fuiste a hacer a Francia y qué terminaste haciendo en Francia, si es que fueron cosas distintas?
Es lo que me he preguntado yo también… [Ríe.] Vine aquí a hacer estudios de historia. Quería obtener un doctorado y ser maestro de historia en Francia, o terminar mi doctorado y regresar a México y ser maestro de historia en la UNAM: ese era mi primer sueño.
Pero todo cambió a partir del momento en que hice mi maîtrise. Fue el tema de investigación de esta maestría lo que lo cambió todo: el análisis político de los libretos de ópera barroca francesa; cómo el estado (el Rey Luis XIV y los que le siguieron, así como sus ideologías) penetraron en la institución operística y la utilizaron como tribuna a través de los libretos. A partir de ese momento puse la mano en el engranaje y dije “¡esto me gusta!”. Poco a poco empecé a acercarme al mundo del espectáculo, de la ópera, de los músicos, a conocer gente… ¡Y, 20 años después, aquí estoy!
¿Cuál es tu relación con París, ahora que vives ahí?
Es una relación, primero, de contemplación. París es una ciudad de arte, de museos, de mucha música. La música vive en la ciudad, en el metro, en las calles… Es una relación artística.
¿Qué te llevó a esta ciudad?
A París vine a trabajar en el mundo de la música clásica, pero cuando llegué a Francia en 2001 hice primero estudios de historia en Nantes, una ciudad más pequeña pero que me permitió concentrarme en lo que vine a hacer en un principio. Luego de mis estudios fui a Nancy para trabajar en la Ópera Nacional de Lorena, y luego me contrataron en el ensamble Les Cyclopes, de los clavecinistas Thierry Maeder y Bibiane Lapointe, con quienes trabajé en la promoción de sus conciertos. En 2009 empecé a escribir reseñas sobre conciertos, discos, así como entrevistas en la revista Muse Baroque, fui a sus festivales y ahí construí mis primeros contactos.
En 2011 empecé a moverme, y en 2012 decidí fundar mi agencia, con la que representé a dos festivales europeos importantes: Innsbruck (Austria) y Potsdam (Alemania). El segundo puesto que tuve fue en el ensamble Les Paladins, dirigido por Jérôme Correas. Hacían mucha ópera, aunque a mí lo que me atraía era el teatro en sí mismo (en México iba a veces a la ópera, pero lo mío era el teatro). Cuando llegué a Les Paladins estaban haciendo El retorno de Ulises de Monteverdi, y ese fue mi primer acercamiento hacia la concepción global de la ópera y a cómo se creaba, a todo lo que hay detrás.
En el Festival de Innsbruck, que es un festival sobre todo de ópera y al que fui como periodista de Muse Baroque, el director sabía que venía de Francia y me preguntó mi opinión sobre una coproducción con franceses (Armide de Lully). Necesitaba coro, bailarines… era una producción muy grande, y yo empecé a ayudar a contactar gente en Francia que podía colaborar. A partir de ahí pude ver cómo se organizaba una coproducción internacional. En 2018 empecé a representar a Opera Fuoco y a la orquesta Orfeo de Budapest. Soy su consejero artístico, intervengo en la toma de decisión de repertorio, la selección de cantantes, y soy asistente del director de Opera Fuoco: David Stern.
¿Cuál es tu relación con la ópera?
Mi relación con la ópera es carnal. No puedo vivir sin música. Como mexicanos tenemos ese algo, más que muchos otros pueblos: somos profundamente melómanos; esto lo sentimos en la importancia de la música en nuestras fiestas y tradiciones. Y lo vivimos muy intensamente.
¿Cómo te iniciaste en la recuperación y el redescubrimiento de repertorios olvidados?
Cuando empecé a descubrir la ópera barroca, poquito a poco —leyendo sobre compositores como Caldara en una época en la que no se grababa su música—, me di cuenta de que faltaban cosas. Años después, cuando salió la base de datos musical fabulosa que es el archivo Petrucci, empecé a tener acceso a partituras del mundo entero, y por curioso empecé a sacar cosas muy interesantes pensando en cómo le irían a tal o cual cantante.
Para que un repertorio poco conocido funcione, hay que equilibrarlo con algo conocido. Las temporadas más interesantes que he visto, sobre todo en Alemania y en el Théâtre des Champs Elysées, tienen ese balance. Ahora, cuando estoy preparando programas, por ejemplo, para un concurso, les digo a los cantantes: “Esto es conocido, pero esto te va a dar contraste, porque se trata de una obra no conocida de un compositor famoso”. Es algo que puede dar equilibrio, porque no puedes hacer una cosa extraña y pensar que le va a gustar a todo el mundo.
Además del idioma, los conocimientos musicales y el contacto con las formas, usos y leyes en Francia, ¿qué habilidades tuviste que desarrollar para desenvolverte en este medio como gestor musical?
Para un mexicano hay una cuestión de adaptación a la cultura francesa que no es sencilla. Aprendí mucho porque tuve gente que me apoyó y que me dio oportunidades. Tuve también la confianza de mentores, y absorbí como esponja todo lo que podía. Ahora, David Stern —por ejemplo— me ha dado muchísima libertad, y en Opera Fuoco he podido construir la estrategia para obtener financiamiento gubernamental.
Cuando uno viene de la universidad hay mucha teoría, pero poca aplicación en términos prácticos sobre lo que es necesario para armar un proyecto. Yo aprendí a ver primero los costos de un espectáculo, porque como periodista o como público uno no siempre se da cuenta de lo que cuesta —tanto en tiempo como en finanzas—, ya no se diga una ópera, un recital de piano y canto, ¡o incluso un recital de piano solo!
En Francia hay una ventaja frente a otros lugares del mundo, y hasta de Europa, y es que el Estado está muy presente y muy pendiente de apoyar las artes y la música clásica. Pero yo he pasado noches enteras leyendo la ley para encontrar ese párrafo en el que dice algo que nos va a permitir obtener un financiamiento… ¡es la argucia del investigador! Hay que encontrar ese detalle en donde existe la posibilidad y la respuesta a la pregunta de cómo lograr hacer un proyecto con todas las de la ley.
Desde 2010 (aproximadamente) empezó a haber en Europa un brote de formaciones y estudios en management cultural. Es una formación que yo hubiera querido tener cuando llegué hace 20 años, pero lo importante es también saber tocar puertas y cómo… Por ejemplo, en la región parisina (no solo la ciudad, sino toda la región conurbada, que está regida por un partido de derecha) se creó un fondo para eventos culturales en el verano pasado, ante el embate de la pandemia, pero París en sí es de izquierda, así que no se pueden tener los dos apoyos. Este es el tipo de cosas con las que te encuentras.
¿Qué falta en México para que exista una integración entre la política y la cultura que ayude a fortalecer la ópera?
México merece una política cultural profunda. Nuestro país es muy grande en términos geográficos, pero en cuanto a cultura es también inmenso… Y debemos ir más allá de las ideologías; porque hemos tenido ese debate desde los años 50 con el nacionalismo. Pero es imposible pensar en una integración cultural si no se trascienden las ideologías y si no pensamos en el pasado y en nuestro patrimonio.
Necesitamos una política cultural nacional y que cada estado integre esta política: tenemos teatros bellísimos como el Peón Contreras en Mérida, el de La Llave, el Degollado, ¡que fueron teatros líricos cuando se construyeron! Quisiera ver obras de compositores mexicanos del siglo XIX estrenadas en esos teatros. Porque México siempre ha sido una nación operística. México en el siglo XIX era una nación respetada en lo lírico: las giras de artistas europeos de renombre como Manuel García y Filippo Galli venían a la Ciudad de México antes o después de viajar a Nueva York o Argentina.
Necesitamos estar orgullosos de esa parte de nuestra historia, que se suele simplificar mucho. Cuando tengamos presente (como los franceses, belgas, alemanes o ingleses) que la historia es algo enorme que va más allá de buenos y malos —y cuya esencia es la cultura— podremos construir el edificio que nos va a ayudar a crear mejor, a educar mejor, a avanzar mejor como pueblo, y a dejar pasar todas las rencillas ideológicas. ¡Claro que ha habido ideología en la música y en el arte en general! Silvestre Revueltas tuvo una ideología, Diego Rivera tuvo una ideología, pero la obra va más allá: ya le pertenece a la humanidad, no le pertenece ni al comunismo, ni al Porfiriato, ni al Maximato… Todo eso son cosas que la historia ya juzgó.
Quizá seguimos pensando en México —erróneamente— que la ópera es un fenómeno europeo y que, por lo tanto, se le tiene que dar prioridad a manifestaciones artísticas más mexicanas…
Es curioso, porque anoche estaba pensando en la Guelaguetza en Oaxaca. Amo ir a al Guelaguetza; me fascina tanto o más que ir a ver una ópera al Teatro de los Campos Elíseos en París…
¿Dirías que tienen el mismo valor artístico?
Yo no pienso en esos términos de valor, porque el valor es algo que se calcula, y a mí me encanta pensar más bien que lo clásico y lo popular están relacionados. Porque son dos mundos que tienen relación: en las danzas barrocas de Lully encuentras los sones de México, y nuestro mundo moderno evidencia una relación entre la Colonia y nosotros en la que por supuesto también influenciamos a Europa. ¡Es toda esta fantasía sobre las Américas, los Moctezumas que se escribieron en forma de ópera, Las Indias galantes de Rameau!
Esta es una cuestión que incluso en Europa no se entiende mucho: la relación de lo autóctono con lo clásico. Porque nosotros tenemos esa riqueza cultural con la que crecimos: danzas, artesanías, ceremonias: una riqueza que nunca hay que perder, porque de hecho muchas lenguas sí se han perdido debido a que muchos jóvenes ya no quieren aprenderlas… es una tristeza. Pero en Francia, por ejemplo, todo lo que en el siglo XIX era visto como folclor hoy no forma parte de la cultura: la lenguas del norte, de Bretaña, las del País Vasco o las del centro se han perdido también, la gente que las sigue hablando tiene 90 años, y no son bien vistos…
En lo lírico, nuestro país necesita también desempolvarse. La formación académica necesita ser más profunda y, sobre todo, cuestionarse. Esa va a ser la base del futuro de la ópera en México. Yo creo que estamos también muy vueltos a Estados Unidos; es una realidad geográfica, pero lo he hablado con David Stern —norteamericano, egresado de Juilliard— y hemos visto que muchas veces lo que les falta es cultura y sutileza. También en instituciones muy prestigiosas de Francia pasa esto; lo que es gravísimo para un cantante. Además, en México hay falta de confianza en el talento, en el trabajo y en la dedicación.
¿En qué consiste tu trabajo con cantantes en Europa y cómo colaboras con ellos?
Yo les ayudo a organizar sus actividades y les aconsejo artísticamente. Es una responsabilidad enorme, porque si no le doy el repertorio correcto al cantante y el cantante lo hace y daña su voz, pierde su trabajo. Es también mi responsabilidad. He visto muchas veces que hay gente que no tiene esa visión de pensar primero en el cantante, en el artista.
En cuanto al trabajo con ellos, siempre digo que el cantante tiene que convertirse en el personaje y tiene que mostrar su corazón. Porque la ópera, más que la música sinfónica, de cámara o la música popular, incluso, nos llega mucho porque nos habla de emociones que todos hemos sentido. De hecho, lo que más me gusta de mi trabajo con los jóvenes de Opera Fuoco, que son cantantes de entre 22 y 30 años, es que que puedo ver la evolución en sus vivencias, aunque a veces no se atreven a poner algo de ellas en su interpretación. Porque no son solo las notas; hasta un violinista que está haciendo el concierto para violín de Dvořák o de Chaikovski tiene que poner su corazón. Si no, ¿cómo va a conectar con el público para que salga con el corazón latiendo? Los compositores escribieron porque estaban viviendo algo; algo intenso que tenían que expresar… Por eso un cantante y un músico deben poner algo de sí en el escenario. Hay algo más allá de las notas, que en la ópera va más allá del texto incluso.
¿En qué proyectos has estado trabajando recientemente?
Salió en el sello Aparté el CD La Francesina de la soprano Sophie Junker, cuyo programa con música barroca diseñé. “La Francesina” era el nombre de Élisabeth Duparc, una cantante francesa establecida en Italia: una de las últimas musas de Händel para quien escribió el papel de Semele y también el de Deidamia, entre otros.
¿Te parece contraproducente todo lo que se ha hecho gratis en cuanto a ópera durante esta pandemia?
Sí y no. Ha sido necesario, pero estamos hablando del espectáculo vivo. La comunión entre el público, el compositor y el artista es fundamental, y es un componente esencial de la obra maestra.
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