El Himno de la Ciudad de México

La compositora Marcela Rodríguez presenta el Himno de la Ciudad de México

“Supe entonces, con humildad,
con perplejidad, en un arranque
de mexicanidad absoluta, que estábamos
gobernados por el azar y que en esa tormenta
todos nos ahogaríamos, y supe que los más astutos,
no yo ciertamente, iban a mantenerse a flote un
poco más de tiempo”.
Los detectives salvajes
Roberto Bolaño

Junio 20, 2024. Es posible componer, por iniciativa propia o por encargo, un himno de acuerdo a su definición lírica y musical. Diversos poetas o compositores clásicos y populares así lo han hecho a lo largo de la historia en homenaje, celebración o alabanza a deidades, gestas históricas, personajes, sitios geográficos, naciones, marcas o eventos de toda índole. Las posibilidades donde un himno encaja resultan por demás abiertas a la creación y sus intenciones.

Es curioso que en paralelo también existan obras que no fueron pensadas ex profeso como himnos, pero que por su identificación o representatividad de valores, ideales, regímenes, localidades, resistencias ideológicas, actividades, instituciones, grupos o generaciones —la oportunidad y las expresiones son, pues, infinitas—, de manera incuestionable y auténtica terminan convertidas en ello.

Desde el pasado 20 de junio, la Ciudad de México tiene un nuevo Himno, estrenado en una ceremonia celebrada en el Museo de la Ciudad de México, con la presencia del Jefe de Gobierno Martí Batres —quien realizó el encargo de la obra como uno de los 100 puntos de su gestión—, la secretaria de cultura capitalina Claudia Curiel de Icaza y otros funcionarios públicos de la urbe.

Durante la presentación también estuvo presente la compositora Marcela Rodríguez, coordinadora de la colectiva “El ombligo de la Luna”, encargada de la realización de la letra y música del himno. La colectiva estuvo integrada por diversas mujeres creativas que prefirieron mantenerse en el anonimato, aseguró Rodríguez, autora con familiaridad en el repertorio lírico, que en su caso se encuentran cuatro óperas, canciones diversas, obras corales y un réquiem-oratorio.

La interpretación integral de la obra —de duración cercana a los tres minutos, si bien se informó que cuenta con dos versiones más breves—, correspondió al Ensamble de Músicos de Orquestas de la Capital, con las voces solistas de la soprano Angélica Alejandre y el tenor Alan Pingarrón, bajo la dirección del maestro Raúl Delgado.

Como pieza musical, la obra inicia como una marcha con base en percusiones que trazan melodías que siguen las cuerdas, con texto a una voz para el canto, en registro medio, que reitera las líneas instrumentales. Sí, para que lo pueda cantar cualquier persona, sin necesidad de ser cantante entrenado. El flujo frena y se convierte en una danza con bongós y cuerdas que parecería aludir a sonidos afrocubanos, quizá representativa de los centros nocturnos donde bailaban afamadas vedettes en otras épocas. Los alientos retoman la línea melódica del inicio, donde reluce también el tambor y al cabo reminiscencias de alientos y metales, en vago aire de mariachi, para recuperar su carácter de alegre marcha que se aproxima a su conclusión. Poco más, poco menos, así podría describirse o imaginarse:

Himno de la Ciudad de México, por Marcela Rodríguez

En cuanto al texto, la compositora y su colectiva recurrió a textos de historiadores, cronistas, antropólogos y demás estudiosos de la historia mexicana como Miguel León Portilla, Alfredo López Austin o Gutierre Tibón. Rodríguez insistió en que ella sola no podía ni debía escribir un himno para una urbe con las dimensiones de la Ciudad de México. Así, en colectividad expresa, armaron un texto que recupera alguna frase célebre (“En tanto que permanezca [dure] el mundo, no acabará la fama y la gloria de México-Tenochtitlan); cierto concepto prehispánico (“agua quemada”, “ombligo de la luna”); y alguna entidad cosmogónica con alusión ideológica-propagandística-partidista (“serpiente emplumada, en el segundo piso duplicada”). 

Y así, puede analizarse cada estrofa o imagen que construye la letra de la pieza para discutir su menor o mayor representatividad. Hay alguna imagen poderosa y actual, claro: “Aire de asfalto”, “Canales de fuego”, “Precipicio horizontal”. Pero lo cierto es que desde su estreno el rechazo, la falta de identidad, la indiferencia, la crítica al arte doctrinario o la abierta burla han acompañado al Himno de la Ciudad de México.

Basta con revisar los comentarios en los enlaces de redes sociales o servidores de video —incluso oficiales— en los que el Himno o la noticia de su estreno ya en los medios de comunicación ha sido compartido para advertir el poco aprecio generado por la obra, su encargo y sus autoras —cuyas trayectorias muy probablemente ignoran, por lo que no es un asunto personal—. Hay incluso sondeos específicos de noticiarios que así lo refrendan. Tomatómetro duro y puro.

Nadie parece oponerse a una concepción poética de imágenes, símbolos o belleza eufónica. Pero es clara la fallida elección de un lenguaje academicista y grandilocuente, diseccionado y anacrónico, muy distante para generar empatía, identificación y emociones chilangas. Menos aún entusiasmo para entonarlo.

La alusión al caos como armonía es una de las dos palabras más repetidas del texto; la otra es orden: ambas se pronuncian seis veces: ¡empate! Parecería, en el fondo, la renuncia o imposibilidad a comprender el equilibrio indeseable e indescifrable para el forastero en el que se vive, goza y sufre en la Ciudad de México, donde las distancias no se miden en kilómetros sino en horas, en clases sociales, en poderes adquisitivos. En formas de hablar, de oler, de vestir o comer.

El nuevo Himno es, a la vez, una limitación. No porque se aspire a que incluya todo lo que es la Ciudad de México, sus habitantes y visitantes. Eso sería desproporcionado, desde luego. Se queda corto porque no es una sombra, símbolo o anécdota bajo la que todos puedan cobijarse. No es su génesis, éxodo o apocalipsis. Es ausencia de una mirada relevante, frenética, trágicómica y que topa, como la de Ixca Cienfuegos o, más recientemente, la de Arturo Belano o la de Martín Mantra. 

Incluir espejos de agua turquesa o circulación continua, es provocar risa involuntaria, la creación de cámaras de eco aislante: la cera en los oídos de Ulises, el sacado de ojos de Edipo. No es necesario explicar las razones por las que eso anestesia los sentidos de un artista.

Por eso es muy frecuente que los himnos sean adoptados por la gente y no dispuestos a priori por sus autoridades o artistas elegidos. Los individuos como las sociedades suelen rodearse de himnos, del mundo clásico, popular y pop, precisamente porque les brindan identidad, valores, lugares, momentos o símbolos para abrazar. Abundan, más allá de esa cima del Himno a la alegría que Beethoven materializa a partir de Schiller. “Mi ciudad”, “Mi Buenos Aires querido”, “Torna a Surriento”, “Addio mia bella Napoli”, “Arrivederci Roma”, “Los boteros del Volga”, “Midnight in Moscow”, “Sous les ciel de Paris”, “New York, New York”, “Wind of Change”, “Zombie”, “Bella ciao”, “Paraules d’amor”, “Two minutes to midnight”, “Can’t Help Falling in Love”, “Suspicious Mind”, “Thriller”, “Shake it off”, “Devuélveme a mi chica”, “We Are the Champions”, “La yaquesita”, “El sinaloense”, “La incondicional”, “Prefiero ser su amante”, “Cielito lindo”, “Ay Jalisco no te rajes”, “Amor eterno”, “El triste”, “Rata de dos patas”, “Como quien pierde una estrella”, “Vino tinto”… La historia de los himnos puede extenderse ad infinitum y abordar sus significados parecería un trabajo demencial y de cosmicidad lovecraftiana. Por fortuna, no es esa la intención de estas líneas.

La secretaria de Cultura de la Ciudad de México, Claudia Curiel de Icaza, dijo durante la ceremonia de presentación del Himno que, como autoridades, no deseaban que la composición fuera bélica o negativa. Esa es una buena idea, quizá, para aproximarse a esta nueva composición de Marcela Rodríguez y su colectiva para la CDMX: considerar todo aquello que no es.

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