Die Zauberflöte en Barcelona

Javier Camarena debutó como Tamino en Die Zauberflöte en el Liceu de Barcelona

Junio, 20 y 21, 2022. Volvió el que muchos consideran el testamento de Mozart. Si eso es cierto habrá que decir que la humanidad parece cada vez más empeñada en hacer oídos sordos. Y así hoy es este un título más que habitual en los teatros con el consiguiente riesgo de banalización. Pero al público le gusta, van pequeños (que por suerte no se encontraron con una producción de esas “intelectuales”), y el teatro se llena, o casi. 

En este caso el reclamo era doble: la dirección de Gustavo Dudamel y el debut de Javier Camarena en la parte de Tamino. Ambos estuvieron bien o muy bien, pero sobre todo el maestro no pareció siempre a la altura de su fama aunque concertó bien (insisto siempre en que bien no es muy bien). La orquesta lo siguió con prontitud y atención, aunque las cuerdas quedaron un tanto penalizadas y en más de una ocasión parecía que estábamos ante el Fidelio de Beethoven. 

El coro (preparado por Pablo Assante) estuvo muy bien, y lo mismo puede decirse de los niños que personificaron a los tres genios (procedentes del coro de voces infantiles Veus de Granollers, dirigidos por Josep Vila i Jover).

Camarena hizo un buen Tamino, aunque no parece ni el tipo de personaje ni el repertorio más adecuado para su lucimiento (y eso que el centro pareció más robusto que en otras oportunidades). 

El espectáculo sustituyó al previamente presentado –y justamente aclamado- de Barrie Kosky, y aunque debía venir de Ámsterdam, terminó por llegar del Covent Garden de Londres una producción de David McVicar (repuesta por Angelo Smimmo). Sin grandes esfuerzos de imaginación, se ve con agrado aunque no dice nada nuevo y se mantiene —sensatamente quizás, pero la música nos indica que no es suficiente— en el nivel del cuento de hadas, con bellos trajes y colores. 

Si hubo algo más, lo pusieron los intépretes, que, salvo alguna excepción, parecieron más bien ocupados en cantar bien, lo que no está nada mal, sobre todo cuando se puede. Así, Stephen Milling fue un buen Sarastro, quizás algo más reducido en sus graves que en años anteriores, y además fue el único intérprete de la parte en muchísimas funciones. Casi lo mismo ocurrió con Matthias Goerne (menos una función) en la parte mucho más simple y breve del Orador. 

Monostatos fue Roger Padullés, mejor como actor que como cantante. El otro Tamino pareció ser un mozartiano de fuste y de tradición alemana, Julian Behr, que debutó así en el Liceu. Las reinas de la noche fueron Kathryn Lewek, de voz con más cuerpo y buenos agudos, aunque a veces algo calante, y Sara Blanch, voz más pequeña y timbre menos incisivo, pero igual de segura en los agudos. El acompañamiento de la segunda de sus arias fue demasiado fuerte en el final para ambas. 

Pamina y Papagena sufrieron los embates del Covid. Finalmente, junto a la excelente Lucy Crowe (de agudos algo metálicos y fijos al avanzar la función), la otra hija de la reina fue Serena Sáenz, que habría debido ser Papagena, y lo hizo muy bien. A Papagena llegó así la chispeante y vocalmente aplomada Mercedes Gancedo. Bien Albert Casals y David Lagares que doblaron como sacerdotes y guardianes del templo. Las tres damas fueron Berna Perles, Gemma Coma-Alabert y Marta Infante. Cantaron y se movieron bien, pero los timbres nunca terminaron de amalgamarse.

Papageno, quizás “el” personaje de esta obra, fue confiado a Thomas Oliemans y Joan Martín-Royo. Ambos cantaron bien, pero el primero me ha parecido mejor en papeles de tipo dramático; el segundo es bien conocido aquí por haber hecho de este papel su especialidad, sin que nunca haya prevalecido la rutina, y obtuvo otro legítimo triunfo. Teatro lleno la noche del estreno y casi lo mismo al día siguiente. 

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