Ópera mexicana: Las primeras cantantes en el siglo XIX

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“En el siglo XIX, una jovencita bien educada debía primero tocar el piano…”

En nuestros días pareciera que México es solo tierra de tenores. Las carreras mediáticas y extraordinarias de Francisco Araiza, Ramón Vargas, Rolando Villazón y Javier Camanera han definido internacionalmente a nuestro país como una cantera de voces masculinas durante las últimas tres generaciones. 

Sin embargo, esto no ha sido así siempre. México no es una cantera de voces masculinas, sino de voces extraordinarias en hombres y mujeres. Hoy, las carreras de María Katazarava y Rebeca Olvera, por principio, lo siguen demostrando, aunque por diferentes factores no sean tan mediáticas en este momento como las de sus colegas varones.

Para ser más exactos y justos, cabe destacar que hasta los años 20 del siglo XX no hubo un tenor mexicano proyección internacional, mientras que nuestras divas ya conquistaban los teatros europeos desde la segunda mitad del siglo XIX. ¿Cómo fue eso posible en una época en que las mujeres no tenían derechos?

Durante todo el conflictivo e inestable siglo decimonónico en México, y como consecuencia de la educación española durante la colonia, a la mujer —fuera de la clase social que fuera— difícilmente se le consideró como un ser humano que podía pensar, razonar, y gobernar su vida por sí misma. 

La mujer del siglo XIX debía sumisión absoluta al hombre, cuya autoridad era incuestionable. La inestabilidad emocional y mental de la mujer la predestinaba al matrimonio, donde el marido podía educarla y protegerla hasta (y quizá, sobre todo) de sí misma. 

La reclusión en el hogar, el cuidado de los hijos, la conservación del recato y la virginidad, entre otros, son conceptos que se impusieron a partir de la conquista espiritual de unas tribus que poco a poco fueron cambiando y renegando de sus propias manifestaciones y rituales para adoptar los extranjeros, en un proceso que se extendió durante los trescientos años que duró la colonia.

Así, en el siglo XIX la mujer, como el indio y el esclavo negro, estaban reconocidos en leyes y estudios sociales o científicos como seres inferiores, lo que permitía que fueran explotados en calidad de objeto y les obligaba a la tutela varonil.

Sin embargo, parte de esta tutoría implicaba también la educación, la civilización; y, en el siglo XIX, el mayor agente de civilización social que se encontró fue la ópera. Por ello, una jovencita bien educada debía, primero, tocar el piano e interpretar versiones y arreglos de las arias de ópera más famosas y, segundo, asistir a la ópera frecuentemente, pues con ello cumplía la doble función de civilizarse y atraer a su posible marido.

Por otro lado, las mujeres de clases más bajas o “caídas en desgracia”, encontraron en el teatro del siglo XIX y principios del XX un espacio de libertad. En países como Italia, España, México, Uruguay o Argentina, ese era el único lugar donde no necesitaban el permiso de los hombres de su familia para trabajar. 

Ahí podían comenzar vendiendo flores o dulces en la entrada y pasar a ser costureras de vestuarios, chicas de la limpieza y muchos otros oficios que las protegía de la prostitución; o bien, si tenían talento artístico, podían convertirse en coristas, tiples o cantantes y lograr algo realmente difícil en la época: cambiar de posición social.

Aunque nunca fuera un proceso fácil, se debe decir que ese era uno de los pocos caminos que no llevaba a la explotación femenina denigrante que significaban otros medios de subsistencia. Si esto era una solución para las clases bajas de la población y las madres solteras, también podía serlo para las jóvenes burguesas educadas.

A partir de 1945, Zepeda formó parte de la compañía de Eufrasia Borghese

María Zepeda y Cosío (1825-1856)

Cuando María de Jesús Zepeda y Cosío (1825-1856), una señorita de la burguesía mexicana, se encontró en una situación de desamparo total frente a la muerte de su padre y la ruina de la empresa familiar, decidió dedicarse al canto y se convirtió, con ello, en la primera diva mexicana profesional.

Con una educación privilegiada desde la infancia que le dio la posibilidad de estudiar canto, armonía y contrapunto, María de Jesús Zepeda poseía un talento nato para la música. Sus estudios la capacitaron también como compositora, de hecho algunos de sus valses fueron se publicaron en la revista El Panorama de las señoritas, en 1841.

Un año antes, a su paso por México, Adela Cecari (cantante italiana de fama mundial), la oyó cantar en la Catedral de México y, asombrada por las facultades de la joven, le ofreció apoyo para que fuese a Europa a continuar sus estudios musicales y a realizar presentaciones artísticas, lo cual era imposible para los prejuicios familiares burgueses que veían en la carrera de canto un impedimento para un buen matrimonio (algo que, finalmente, nunca tuvo lugar).

María Zepeda debutó en La sonnambula de Bellini

Solo la desgracia familiar hizo que cambiaran de opinión y, a partir de 1845, Zepeda formó parte de la compañía de Eufrasia Borghese. Debutó como prima donna el 9 de diciembre del mismo año en el papel de Amina de La sonnambula de Bellini, con el aplauso, el reconocimiento y la valoración económica de la sociedad mexicana al completo.

Su repertorio incluyó las óperas más famosas de su tiempo, por ejemplo Lucrezia Borgia de Donizetti, La gazza ladra de Rossini, Norma, Il pirata y Beatrice di Tenda de Bellini, todas representadas en el Teatro Principal de la Ciudad de México. Este repertorio nos demuestra que era una voz con coloratura, pero también con timbre lírico y que debía tener una muy buena técnica, pues el Teatro Nacional era muy grande, lo que implicaba una necesidad de gran proyección.

El único escándalo que se le conoce tuvo lugar en 1848, con el papel protagónico de Norma, que era la primera representación que ofreció la Compañía Nacional de Ópera. Al terminar el primer acto se declaró enferma, lo que provocó las protestas del público. Esto hizo que se retirara de los escenarios por algunos años.

El Teatro Nacional de México

El 15 de septiembre de 1851 regresó al Teatro Nacional, con motivo de la celebración de la Independencia mexicana, retomando una carrera que le conferiría algunas de las funciones más aclamadas de su vida.

Por las palabras con que describen su canto, parece increíble que su carrera haya alcanzado difícilmente una década apenas. Murió a los 31 años a causa de una enfermedad desconocida, soltera y en la pobreza total, dejando tras ella sus valses, su nombre inscrito en la historia como la primera diva mexicana y las críticas de su trabajo en los diarios. 

Otro caso de una joven que saca de la pobreza repentina a su familia es el de nuestra primera contralto, Eufrasia Amat Moya (1832-1882), originaria de la Ciudad de México y famosa por sus caracterizaciones de papeles masculinos.

Hija del general Juan Amat, héroe de la Guerra de Texas (1936) y Juana Moya, hija del general español Juan de Moya y Murejón, esta cantante también recibió entrenamiento musical desde su infancia, y posteriormente recibió educación formal en la Academia de Agustín Caballero en 1847. 

Desde su primera presentación se ganó al público mexicano, quien la apodó “El jilguero mexicano” (lo que recuerda mucho al famoso “Ruiseñor mexicano”, como se conocería a Ángela Peralta algunos años después).

Eufrasia Amat estudió en la Academia de Agustín Caballero, el primer director del Conservatorio Nacional de México

Debutó en el Gran Teatro Nacional con el papel de Arsace en Semiramide de Rossini, el 27 de julio de 1852, una función de carácter oficial en celebración del cumpleaños del presidente Mariano Arista. El otro papel con el que consiguió un gran éxito fue Maffio Orsini en Lucrezia Borgia de Donizetti.

Se sabe que estuvo relacionada con los más importantes músicos e intelectuales de su tiempo (como Jaime Nunó, quien tocó en una función a beneficio suyo), que trabajó en la compañía Steffone-Maretzke de la soprano Balbina Steffone y el empresario Max Maretzke —lo que la convirtió en la primera cantante mexicana contratada por una compañía internacional—, además de haber colaborado con la empresa de Pedro Carbajal, con la que se desató una cascada de críticas cuando canceló su contrato repentinamente. Actuó por última vez el 16 de septiembre de 1867 a los 35 años de edad.

De ambas artistas se esperaba que se retiraran antes de los 30 años para dedicarse a su hogar y dejar las “locuras de juventud”, que era como se consideraba la carrera artística por aquellos tiempos. Sin embargo, no se tiene noticias de matrimonio en ninguno de los dos casos y, aunque Zepeda murió muy joven, Amat sobrepasó los 50 años al morir.

Sus trayectorias y reconocimientos fueron los precursores de la carrera internacional de Ángela Peralta, además de la demostración, según los estándares de la época, de que los mexicanos y las mexicanas éramos lo “suficientemente civilizados” como para cantar ópera. 

Sea este texto un homenaje para nuestras voces pioneras, sin las cuales hoy no tendríamos ópera y, sobre todo, porque nos recuerdan que, en medio de la barbarie de los tiempos vividos o por vivir, siempre hemos tenido mujeres talentosas dispuestas a dedicar su vida al arte.

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