Le grand macabre en Bellas Artes

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Una de las óperas más provocadoras y, en primera instancia, fascinantes por su contenido musical, lírico y dramático que transita por el homenaje, el guiño, pero igual por la parodia, la trascendencia y la irrelevancia, el fin y reinicio de un género: Le grand macabre del compositor húngaro Györgi Ligeti, se presentó en la Ciudad de México los días 11 y 13 de octubre, como parte del 41 Foro Internacional de Música Nueva Manuel Enríquez; la primera en la Sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario, y la segunda en el Teatro de Bellas Artes.

Se trató del estreno latinoamericano, en la versión orquestal íntegra, de esta obra que cuenta con libreto del propio Ligeti en colaboración con Michael Meschke, que lleva a la escena lírica esta pieza de teatro original del dramaturgo belga Michel de Ghelderone: La ballade du grand macabre.

Ligeti, en su intento de no hacer una ópera, pero tampoco una anti-ópera, termina por ofrecer una propuesta operística sui generis, con grandes ecos de la historia operística para configurar un apocalipsis que, si no es real, si no resulta definitivo, o si de plano no es una tomadura de pelo, sí plasma una poderosa atmósfera del caos, de la vida moderna y sus incertidumbres, con una rigurosa capacidad expresiva a través de la técnica musical clásica, pero al tiempo despreocupada y deconstruida, shockeante en su irreverente homenaje.

Musicalmente eso fue lo que se escuchó en las funciones ofrecidas en la Ciudad de México, con la participación de la Orquesta Juvenil Universitaria Eduardo Mata de la UNAM, el Coro de Madrigalistas de Bellas Artes y el Coro Universitario bajo la dirección de Carlos Aransay, todos concertados por la batuta de Ludwig Carrasco.

Entre las bellas voces que se amalgamaron con instrumentos de menor kilataje, pero coincidentes en la solvencia de numerosos y extenuantes, al final algo monótonos, el público pudo distinguir —lo consignaba el programa de mano, claro, pero con una obra tan distinta de lo que han sido sus respectivos repertorios el buscar reconocerlas resultaba imprescindible— a las sopranos Anabel de la Mora (Gepopo) y Cecilia Eguiarte (Amanda); las mezzosopranos Frida Portillo (Amando) y Eugenia Fuente (Mescalina); a los tenores Hugo Colín (Piet) y Andrés Carrillo (Ministro Blanco); los barítonos Hernán Iturralde (Nekrotzar), Vladimir Rueda (Ministro Negro), Alberto Albarrán (Ruffiack) y Jehú Sánchez (Schobiack); además del bajo-barítono Rodrigo Urrutia (Astradamors) y el contratenor Flavio Oliver (Go-Go).

El punto polémico, gratuito y por extensión algo grotesco (ni Le grand macabre, estrenada en 1978 y revisada por su autor entre 1996 y 1997, ni su propuesta lo son ya a estas alturas del siglo 21), lo puso el videoartista Óscar Enríquez. Ello porque el material videográfico (disecciones, sensualidad fetichista y bizarra) que acompañó la representación (sin puesta en escena, pero tampoco en concierto) causó desagrado y repulsión en ciertos sectores del público que asistió a la Sala Nezahualcóyotl, y que retrasó el inicio de la función en Bellas Artes porque el Coro de Madrigalistas estuvo en desacuerdo con que se proyectara y al final, si bien se proyectó al fondo con escaso brillo y contraste, lo que ni siquiera permitió apreciarlo bien, actuó bajo protesta.

Lo grotesco y gratuito, desde luego, no fue tanto por las liposucciones o los lances eróticos de personajes atípicos, un enanito por ejemplo, que sirvieron como base para el video, sino la distracción que producía el video porque traía un discurso propio a uno ya de por sí musicalmente abigarrado. Tal vez habría sido mejor, y no tan necesariamente más costoso, optar por la puesta en escena. Este título la seguirá esperando. El grueso del público operístico mexicano quizá no.

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