Florencia en el Amazonas en Bellas Artes

Escena de Florencia en el Amazonas de Daniel Catán en el Teatro de Bellas Artes

«Y las cosas eran mucho peores de lo que parecían,
porque cuando el problema es una persona,
puedes insultarla, pelear, atacarla, denunciarla,
pero cuando el problema es su ausencia,
no queda nada con que luchar.»
Óscar y sus mujeres
Santiago Roncagliolo

Octubre 8, 2023. La creación de ópera contemporánea tuvo en el compositor mexicano Daniel Catán (1949-2011) a uno de sus exponentes de mayor envergadura. A través de una mirada latinoamericana del género, puesta en práctica a partir de 1980 y hasta su muerte, logró inscribir su trabajo lírico en el catálogo universal de manera paulatina pero sólida y propositiva.

La programación constante de sus obras durante el siglo XXI puede rastrearse en carteleras de teatros internacionales en los Estados Unidos, Austria, Alemania o España. Después del fallecimiento del compositor, sus óperas también llegaron al público de países como Chile, Colombia, Brasil y —por extraño que parezca— su México natal, donde hasta hace unos años era una asignatura pendiente que el sector musical y sus autoridades tenían que pagar tarde o temprano.

En abono para saldar esa metafórica deuda con la obra de Catán, mezcla de displicencia, desdén y burocracia en el pasado, la Ópera de Bellas Artes (OBA) presentó una nueva producción de Florencia en el Amazonas, tercer título lírico del compositor, que cuenta con libreto en dos actos de Marcela Fuentes-Beráin (1955), estrenado en Houston, en 1996, y que quedaría en los registros de la historia musical como la primera ópera en español comisionada por una compañía estadounidense.

Con funciones programadas en el Teatro del Palacio de Bellas Artes los días 8, 10, 12 y 15 de octubre, el más reciente montaje de la OBA dirigida por Alonso Escalante llevó las firmas de Enrique Singer en la puesta en escena y la de Philippe Amand en la escenografía e iluminación, con diseño de vestuario de Estela Fagoaga, maquillaje y peluquería de Cinthia Muñoz, además del diseño de video de Pablo Corkidi. 

Al margen de las presiones sindicales de dos de los 25 organismos agremiados de la Secretaría de Cultura y el INBAL para contar con ropa de trabajo adecuada así como equipo de protección indispensable, promesas de solución incumplidas que llevaron a la cancelación de la tercera función, se trató, en general, de una producción tosca y algo tediosa, con escasa inventiva que malogró diversos apartados de la interpretación.

Dhyana Arom como Florencia Grimaldi

La esencia argumental de la obra, más que un conflicto exterior concreto, configura una travesía fantasmagórica a bordo de un barco de vapor llamado El Dorado, que inicia en el Amazonas colombiano y busca llegar a Manaos, en el corazón de la selva brasileña, lo que evoca la cinta Fitzcarraldo (1982) del director germano Werner Herzog (1942).

Pero en esta ópera, con aromas selváticos y de realismo mágico inspirados por páginas y personajes del Nobel colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), es la diva de ópera Florencia Grimaldi la que luego de años de triunfo en el exterior regresa, como Ulises, a su patria para reabrir el teatro de su localidad como un mecanismo para buscar el amor pasado que le hace falta en el alma.

Por lo tanto, Florencia en el Amazonas puede entenderse como una road ópera; es decir, una historia lírica que se nutre de la aventura del camino, del viaje en sí y del movimiento, que fue justo de lo que adoleció la propuesta de Singer y Amand quien, por experiencias ríspidas con los técnicos del teatro en el pasado, no pudo estar presente en el escenario (se negoció para restringir su labor desde la zona de butacas), ni dirigirse de manera directa al personal.

La simpleza de un barco representado con un par de plataformas aderezadas por barandales, salvavidas, una escalera, camastros (que nadie usa), escotillas y portillos, así como la proyección de videos en monótonos loops de tres o cuatro segundos (saltones o trabados) durante buena parte de la obra, si algo generó fue una sensación estática y adormecida de la escena.

El diseño ingenuo de la embarcación (con la cabina de mando en la planta inferior, o sea sumergida como si fuera la de un submarino; con camarotes en el mismo sitio del cuarto de máquinas, por ejemplo: detalles de los que el público se entera por canceles que de pronto abren y cierran en las profundidades del río por el que navega El Dorado) careció de ya no se diga realismo o magia, sino de coherencia.

La pobreza de la multimedia (el agua, además, a la altura de la cubierta, el ciclorama del fondo estorbado, al menos en la zona de lunetas, por la altura del barco y, más que de éste, porque el encuadre privilegiado era sobre todo del río), enfatizó esa involuntaria candidez.

Si uno de los mayores retos de un cineasta es la colocación de la cámara a fin de lograr una propuesta lo más inmersiva posible para el espectador, la composición de una escena podría serlo para una dupla de dirección y escenografía operística. La poca atracción de las perspectivas y la “ubicación de la cámara” demasiado abajo del foco de las acciones y los personajes, en esta puesta en escena resultaron en insípida y doliente lejanía.

Carlos Arámbula (Álvaro) y Gabriela Flores (Paula)

Reparar en estos aspectos parecería anecdótico, si no fuera porque incidió y, en rigor, condicionó lo que el público asistente a Bellas Artes pudo apreciar y eso sí que es fundamental. Más todavía si se considera que se está frente a una obra atmosférica, con escasa tensión de conflicto argumental y con la recurrencia a una poesía impostada —por momentos cursi y en todo caso costumbrista— en libreto.

En términos vocales, cuando la cubierta del barco se elevó a varios metros del piso, los solistas enfrentaron dificultades para proyectar adecuadamente sus emisiones para hacerse escuchar, pues las voces, y la dicción, se difuminaban en las alturas.

No podría considerarse defecto de ellos en lo individual o de sus respectivos cantos, aunque lo cierto es que para contrarrestar el efecto no pocas veces se empujó, con el riesgo de caer en la estridencia, y cantar a full, en vez de centrarse en la línea de canto.

Si bien voces como las de la soprano Dhyana Arom (una nostálgica Florencia, si bien de acentos metálicos); el tenor Evanivaldo Correa (un Arcadio marcado por el lirismo y la solidez técnica) o el barítono Óscar Velázquez (un enérgico e imponente Ríolobo, lucidor en la tormenta que cierra el primer acto), poseen marcado volumen y color, no se les percibió del todo cómodos en el entramado sonoro que, por si fuera poco, incluyó al coro en los palcos.

Esta agrupación del teatro se escuchó vibrante y fragorosa bajo la preparación de Luis Manuel Sánchez, aunque significó una clara competencia sonora para los solistas que cantaban desde el fondo o las alturas del escenario, lo que no permitió demasiados matices o reguladores de intensidad.

Con voces más líricas y no sin énfasis en la musicalidad —inmutable pasara lo que pasara a sus alrededores— es preciso destacar las participaciones de la soprano Denis Vélez como Rosalba (con un timbre de belleza y calidad que ya la han proyectado a la escena internacional); la mezzosoprano Gabriela Flores (siempre confiable y expresiva) y el barítono Carlos Arámbula (en esa línea ascendente en la que ha crecido su carrera en los últimos dos años). El barítono Armando Gama interpretó al Capitán de manera correcta, si bien es un papel discreto y sin demasiado protagonismo. 

Imagen del vaporetto El Dorado de Florencia en el Amazonas

Como maestro concertador, Iván López Reynoso enfrentó los múltiples retos de la producción para tratar de encontrar el equilibrio. La Orquesta del Teatro de Bellas Artes tejió un buen sonido en la reincidente y expansiva línea melódica del compositor, solo que encontrar los balances en medio de la puesta en escena descrita no fue sencillo. La batuta del director no solo dependió de su trabajo individual, sino de buscar el control incluso en factores externos a él, lo que no siempre ocurrió, ante una autoridad que se aprecia desvanecida.

En todo caso, múltiples variables se han combinado para que la obra de Daniel Catán se escenifique con mayor constancia en México con el pasar de los años, como podría corresponder al catálogo de un compositor con tanto reconocimiento internacional en el panorama operístico actual, al grado de que el próximo mes Florencia en el Amazonas será presentada como parte de la temporada 2023-2024 del Metropolitan Opera de Nueva York.

Homenajes como el realizado en el Teatro del Palacio de Bellas Artes en septiembre de 2011, así como funciones de Il postino el mes siguiente en ese mismo recinto y en el Teatro Juárez de Guanajuato en el marco del Festival Internacional Cervantino, finalmente marcaron la presencia lírica de Catán en México.

Florencia en el Amazonas y Salsipuedes se presentaron en 2016 en el Teatro del Bicentenario de Texcoco, Estado de México, con funciones que se repetirían también en el Centro Nacional de las Artes. Una nueva producción de Salsipuedes fue programada por la OBA para presentarse en el Teatro del Palacio de Bellas Artes durante mayo y junio de 2019. Es probable que Daniel Catán siga siendo más apreciado en el extranjero que en su país debido a su ausencia durante varios años en los teatros y salas de concierto nacionales —o al nivel y contexto con el que se le interpreta—, pero lo cierto es que en suelo azteca ya no es un desconocido.

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