Giulio Cesare en París

Lisette Oropesa (Cleopatra) y Gäelle Arquez (Giulio Cesare) en París © Vincent Pontet

Febrero 2, 2024. Hace unos días terminó la serie de presentaciones de Giulio Cesare en la Ópera Garnier de París, majestuosa composición de Georg Friedrich Händel estrenada en 1724. Un tour de force ejecutado a la perfección por cada uno de los cantantes, que maravilló y sorprendió a la audiencia entera. Y no lo fue para menos: esta ópera, compuesta en la cima artística de Händel, poseedora de una orquestación de inusitada belleza y detallado refinamiento, requiere de cantantes de primerísimo nivel. Basta nombrar, como ejemplo, a figuras de la talla de Renata Tebaldi, Elisabeth Schwarzkopf, Joan Sutherland, Leontyne Price, Cecilia Bartoli, Nathalie Stutzmann, Andreas Scholl, Fritz Wunderlich, Thomas Hampson, Dietrich Fischer-Dieskau para percatarnos de los retos que comprende esta ópera barroca.

Esta obra basa su libreto, escrito por Nicola Francesco Haym, en Giulio Cesare in Egitto, ópera compuesta por Antonio Sartorio en 1676 y con el libreto de Giacomo Francesco Bussani. El Giulio Cesare de Sartorio, en ese entonces vice-maestro de capilla de la Basílica de San Marcos en Venecia, sería en cierta medida influencia para Händel, quien como sabemos es alemán, nacionalizado inglés, compositor de óperas italianas. 

Para 1724 todavía quedaban poco más de cien años para que el mundo conociera más a fondo el antiguo Egipto y las referencias de las cuales la gente de la época se nutría estaban en los antiguos textos griegos y latinos. Por lo tanto, Egipto y su historia aún se vestía de no pocos rasgos de exotismo y sobre todo misterio y fascinación. Suetonio, autor de Vida de Los Doce Césares, sin duda el más influyente cuyo texto se remonta al siglo II. Es interesante cómo enfoca Händel la visión sobre César y Cleopatra y elabora una obra que contrastaría con lo que el público de la época conocía sobre el emperador, desde su enfoque narrativo, pues Suetonio no evade hablar sobre los detalles escandalosos y por demás controvertidos del personaje, mientras que Haym tiende a una idealización particularmente sobre su relación con Cleopatra, personaje acaso más relevante dentro de la ópera. 

César, más héroe que ambicioso; más magnánimo que hambriento de poder, resta aún enigmático como figura histórica y su relación con Cleopatra nos ha fascinado desde tiempos lejanos y a través de textos y representaciones artísticas: desde Plutarco hasta Molière; de los bustos realizados por Giovanni Battista Bonanome o las esculturas de Nicolas Coustou, a la sensual representación del encuentro entre Cleopatra y Julio César realizada por Jean-Léon Gérôme en 1866 y, finalmente, a la memorable obra cinematográfica interpretada por Elizabeth Taylor, Richard Burton y dirigida por Joseph L. Mankiewicz en 1963. 

No es baladí esta inclinación a enumerar autores, pues esta segunda producción de la Ópera de París, estrenada en 2011, la primera realizada en 1987, está nutrida de referencias tanto en lo visual como en su dirección escénica. Con un enfoque casi museográfico, la puesta en escena como sus vestuarios, realizados por Laurent Pelly, son una oda a esta figura histórica a través de los siglos y, creo, a todos los artistas que han sido hechizados por esta pareja. 

La historia se desarrolla según el argumento, pero lo que vemos en escena es a los personajes cobrar vida dentro de un museo, en el cual los museógrafos y demás trabajadores del lugar llevan y traen obras a lo largo de toda la ópera, sin percatarse de que los personajes históricos han cobrado vida, pero sí percatándose de cambios de posición de elementos en escena, como si de fantasmas traviesos se trataran. Esto convierte la experiencia visual mucho más rica para el espectador mientras se rinde homenaje a grandes obras de la historia, como por ejemplo el desfile de obra pictórica durante un momento y dentro del cual podemos apreciar el mismísimo retrato de Händel realizado por Balthasar Denners en 1727 para sorpresa de los propios personajes.

Dicho esto, me parece que la propuesta es muy equilibrada pues los decorados y vestuarios están en perfecto balance sin desviar nuestra atención de la historia. Es un logro proponer una nueva manera de contar la historia, respetando el libreto, agradando al público y sobre todo realzando la belleza de la música, que en la batuta de Harry Bicket no defraudó en lo absoluto por su refrescante dirección y erudito conocimiento del estilo.

Esta comprensión musical no se restringió a la orquesta, sino que fue manifestada por todos los cantantes. Sabemos de sobra el conocimiento tan amplio que tienen los intérpretes del repertorio barroco y que buen número de cantantes dan cuenta de ello. Así pues, Gäelle Arquez, mezzosoprano que interpreta a Giulio Cesare, musicóloga también, hizo gala de su dominio en las coloraras desde el ‘Presti omai l’Egizia terra’, aria que arrancó los primeros aplausos arrebatados de un público extasiado. Adrien Mathonat, en el papel de Curio, bajo que entre otras especializaciones tiene estudios en física por la universidad de la Sorbonne, resonó contundente con un papel vital para el perfecto funcionamiento dramático de la partitura. En el rol de Cornelia, la contralto Wiebke Lehmkuhl, también cautivó a la audiencia con ‘Priva son d’ogni conforto…’ a quien, como al resto del elenco, el público aplaudió gozosamente. 

Como sabemos, el número de arias de esta ópera es importante y cada una de ellas requiere de capacidades interpretativas y variaciones que son propuestas muchas veces por el cantante y su amplio conocimiento del estilo. Es entonces perfectamente entendible que Emily D’Angelo, en el rol de Sesto; Ptolomeo, interpretado por el contratenor Iestyn Davies, también arqueólogo por parte de la universidad de Cambridge; Luca Pisaroni, bajo-barítono en el papel de Achilla y Rémy Bres, contratenor en el papel de Nireno, nos regalaran una noche de inconmensurable perfección estilística y belleza musical. 

Sin embargo, lo que resulta descomunal, si esto aún no lo fuese, es el talento desbordante de Lisette Oropesa, cuyo talento, capacidad de trabajo y amplia paleta de roles es casi inverosímil aunado a la diversidad de compositores y estilos que representa su repertorio. Como puede interpretar a una Traviata, que de hecho al momento de escribir estas reflexiones acaba de dar una única matinée también en la Opéra National de Paris, como puede ser una Lucia di Lammermoor desgarradora, una Adina graciosamente coqueta, una Ophélie dolorosa, por mencionar cuatro de la inaudita cantidad de roles que ha interpretado siempre con la perfección que la caracteriza. 

Como Cleopatra no fue la excepción. La pulcritud de sus coloraturas es un deleite fuera de este mundo. La potencia de su voz parece no requerir el más mínimo esfuerzo de su parte, mientras que su rango dinámico pinta con gran acierto la interpretación de un personaje tan seductor como Cleopatra. A nivel actoral no puede uno dejar de maravillarse con la soltura sobre el escenario, que ya tuve ocasión de presenciar en otras ocasiones. Todo se rinde a su talento y simpatía natural sobre el proscenio. 

Aunado a esto, la dirección escénica parece hallar en ella una cómplice de gestos y guiños a la historia del arte que le son por completo asimilados y encarnados a la perfección. Su vestuario, que permite apreciar la desnudez de un seno, mientras sus gráciles manos cubren su lado derecho como una Venus de Botticelli, nos remite a ese clásico modelo de púdica sensualidad renacentista, que durante toda la representación parece flotar sobre la espuma creadora de la música de Händel.

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