Werther en Milán

Escena de la producción de Christof Loy de Werther en la Scala de Milán © Brescia e Amisano

Junio 15, 2024. La ópera francesa no se considera “de casa” en el Teatro alla Scala. Werther, la obra maestra de Jules Massenet (1942-1912), había permanecido ausente del máximo teatro italiano desde hace casi medio siglo, desde aquellas famosas funciones de 1976 (repuestas en 1980) con Alfredo Kraus en el papel principal y bajo la batuta de Georges Prêtre. 

Vale la pena recordar que esta obra se estrenó en 1892 en Viena, en lengua alemana, mientras que su estreno parisino, en francés, ocurrió al año siguiente. A Italia Werther llegó — en italiano— al Teatro Lírico de Milán en 1894 y, desde entonces, en la Scala se puso en escena muchas veces en esa versión, hasta los años 50 del siglo pasado. Se debió esperar justo hasta las funciones de 1976 para su reposición en su lengua original. Y desde entonces ¡nada! Sin embargo, es necesario decir que, para esta ocasión, la Scala ha hecho las cosas en grande, montando un espectáculo de impacto emotivo y de altísimo nivel musical. 

El éxito tan relevante se le debe atribuir al tenor francés Benjamín Bernheim, al director de orquesta Alain Altinoglu y al director de escena Christof Loy. Pero vayamos en orden: mientras que para una ópera como Werther es indispensable contar con un protagonista creíble, sobre todo vocalmente, con una musicalidad superfina y, naturalmente, ser un buen intérprete, Bernheim mostró una extraordinaria identificación en su desempeño, y puso su sagacidad técnica al servicio de su interpretación. ¡Qué fluidez de línea, qué suavidad, qué dicción, qué elegancia, qué fiato! Mostró un timbre luminoso, dorado, que no cedió nunca en vigor, aun cuando pasaba al registro más agudo, que fue seguro y esculpido. Bernheim parece ser, justamente, el heredero de aquel modelo absoluto en este repertorio: el gran tenor canario Alfredo Kraus.

En su debut scaligero, Alain Altinoglu impresionó por la riqueza de su concertación, transformando a la Orchestra del Teatro alla Scala en un organismo viviente, muy atento, de mucha movilidad y sobre todo muy participativo. Evidentemente, Altinoglu supo transmitir su amor por esta partitura y la orquesta lo siguió con entusiasmo, realizando una interpretación en la que la búsqueda inagotable del color justo y el fraseo idóneo de una narración cerrada, envolvente y emotiva llevó a un resultado de absoluta excelencia.

También Christof Loy debutó en la Scala, y en esta nueva producción, en coproducción con el Théâtre des Champs-Élysées, el director alemán creó un espectáculo esencial, ambientado en los años 50 (además de los elegantísimos vestuarios diseñados por Robby Duiveman), con la acción que se desarrollaba en una especie de amplia antecámara sustancialmente vacía y delimitada por una pared alta en el fondo con una puerta en medio que se abría y se cerraba hacia otro ambiente más interno, no completamente visible. En la idea de Loy, este último ambiente representaba la estancia de las convenciones pequeñoburguesas, esos hábitos repetitivos y vacíos que asfixiaban a los protagonistas desde el inicio mismo de la ópera. 

Bodas, fiestas, cánticos infantiles, la Navidad (cuyos preparativos en el libreto se inician, sin embargo, en el verano) son vistos como la vacua repetición de costumbres en una sociedad donde las emociones dan paso al tedioso paso del tiempo, marcado por una fría rutina de fachada. Por eso, lo que sucede al frente del escenario está impregnado de una verdad que puede hacer daño, porque seguramente está viva y es real. Loy cuidó con extrema pericia y los movimientos escénicos de todos, centrándose en particular en Sophie, la hermana de Charlotte, que en esta producción adquirió un espesor desconocido. 

Francesca Pia Vitale (Sophie), Victoria Karkacheva (Charlotte) y Benjamin Bernheim (Werther) © Brescia e Amisano

Sophie, generalmente confinada al ámbito de la afabilidad, en esta ocasión tuvo un rendimiento completo, frecuentemente en escena, participativo y sufridor, y al final también ella, con Albert, fue una víctima dolorosa de los trágicos eventos. A propósito de Sophie, esta fue una buena ocasión para apreciar a Francesca Pia Vitale, quien caracterizó su personaje con confianza vocal, un timbre luminoso y afanosa intención interpretativa. 

Apasionada y atormentada fue la fascinante Charlotte de Victoria Karkacheva (ganadora del concurso Operalia en el 2021). Su voz pareció definida de la mejor manera, sobre todo en el registro más agudo, aunque una dicción más cuidada le habría indudablemente beneficiado. 

Jean Sébastien Bou esbozó un Albert de varias facetas: burgués y contenido a la entrada en escena, pero también celoso y vehemente cuando descubrió las cartas de Werther en el tercer acto, para después ser psicológicamente destruido durante el final de la ópera. Su desempeño vocal fue seguro, aunque careció de la suavidad y los matices que requiere el papel. 

Profesionales y perfectamente adaptados a sus papeles fueron los comprimarios: Armando Nogueira (el burgomaestre), Rodolphe Briand (Schmidt) y Enric Martínez-Castignani (Johann). Un meritorio aplauso para el coro infantil Coro di Voce Bianche del Teatro alla Scala, dirigido por Bruno Casoni.

Compartir: