Aida en Verona

Vista panorámica de la nueva producción de Aida de Stefano Poda © EnneviFoto

Junio 16, 2023. La transmisión mundial en el canal Rai1, la “Frecce Tricolori” (flecha tricolor) de aviones surcando el cielo sobre la Arena de Verona dejando como estela la bandera italiana, la legendaria actriz Sophia Loren en la audiencia, aclamada por el público, acompañada por el ministro de Cultura, Gennaro Sangiuliano… En síntesis, todos los ingredientes de un evento memorable para la Aida de Giuseppe Verdi que inauguró el ¡centésimo! Festival de Ópera en el anfiteatro veronés. 

Y la Arena abarrotada de público en todas las butacas y de masas artísticas: orquestales, coristas, solistas, figurantes y extras… una multitud inmensa en el foso, en el escenario y en las escaleras detrás del escenario), masas que «confeccionaron» esta nueva producción que funcionó sin problemas de principio a fin. Es sabido que la multitud, las reuniones, si no están bien dirigidas y coordinadas, pueden jugar malas pasadas: tirones, retrasos, anacronismos e inconsistencias; pero (¿suerte o habilidad?) el comienzo de la temporada 100 de la Arena demostró, más allá de los resultados artísticos, cuán efectivo es el mecanismo impulsado por los verdaderos profesionales que la supervisan: desde las relaciones públicas hasta la puesta en escena; desde la coordinación del espectáculo hasta la fotografía, la grabación de audio y de video; desde el pianissimo orquestal hasta el canto explosivo del coro; desde la entrada-salida-regreso al escenario de las masas y los cantantes principales, de principio a fin: todo muy bien, nada de qué quejarse. 

El centenario de la Arena de Verona comenzó con el sobrevuelo de la «frecce tricolore» © EnneviFoto

Y pensar que la velada —después de la flecha tricolor de aviones y después del “Canto degli italiani” entonado por toda la Arena y por el coro dividido en tres partes (verde, blanco, rojo)— comenzó con impertinentes gotas de lluvia de aquella nube baja y negra que avanzaba del poniente invadiendo el cielo, y con la suspensión de cerca de media hora, mientras los altavoces aseguraban que “las adversas condiciones meteorológicas se resolverían en muy poco tiempo”. Luego se reanudó el espectáculo que continuó sin más lluvia y con algunas rachas de viento más frías que frescas. Pero el cielo luego «transcurrió» bien, como el mismo espectáculo.

No nos detendremos en lo que sucedió sobre el escenario en esta Aida, porque el espectáculo hay que verlo. Uno puede estar a favor o en contra de la llamada «dirección moderna» (es decir, aquellas que descontextualizan ambientes, vestuario y actuación, respecto del libreto de la ópera), se pueden involucrar o indignar, pero hay que decir una cosa aquí en ningún término incierto: el espectáculo fue grandilocuente, exagerado, hecho para asombrar. 

El espectáculo con sus colores predominantes en blanco, negro y plata está hecho más para el rodaje televisivo que para la audiencia en vivo, pues los solistas casi siempre se ahogan en grupos de coristas y comparsas que los rodean poniéndolos en el centro de sus evoluciones mímicas; un hacer-disolver-componer-descomponer de agrupaciones que recuerdan el estilo revolucionario de Alvin Alley y de los coreógrafos y bailarines que remiten a esa estética. Y de hecho los ballets previstos en Aida no son bailados sino mimetizados por grupos de mimos y extras, que actúan no sólo en los momentos musicales escritos para el baile, sino también en las pausas de silencio entre una escena de la acción y otra.

Stefano Poda, que se ocupó de la dirección de escena, los decorados, el vestuario y las luces no escatimó: un invento tras otro, una sugerencia en constante progreso, haces de luces láser de diferentes colores para cortar el aire cruzándose en la oscuridad de la bóveda celeste o divergiendo hacia la cuenca de la Arena. Es difícil juzgar la actuación, y a veces también entender de dónde viene el canto del solista en ese preciso momento, mientras se desenreda o se integra a grupos de cuerpos que lo engullen, muchas veces con trajes del mismo color o en todo caso de matices complementarios, y con mucha frecuencia la actuación de conjunto prevalece sobre la actuación individual.

¿Entonces? Buscamos en nuestra cabeza una definición de síntesis y esta nos parece la más adecuada: estamos ante una actuación que utiliza a Aida de Verdi como música incidental. Y por tanto no es Aida, sino un performance que se aleja de la obra original para vivir su propia historia independiente. Hasta el punto de que, si en lugar de la música de Verdi, Stefano Poda hubiera utilizado la banda sonora de la película 2001, una odisea del espacio compuesta y/o reorganizada a partir de partituras instrumentales de György Ligeti y Richard Strauss, el efecto no habría sido diferente. 

Luego, una gran mano amenazante en el centro del escenario, que se abría y cerraba en relación a los diferentes momentos: el poder que oprime, la apertura que ilusiona, el viaje hacia la esperanza, la angustia en el interior de la captura; y decenas de manos a los lados, a la derecha, a la izquierda: postes con manos fijadas encima, símbolos ininteligibles y herméticos, manos blancas, manos negras, movidas por los extras, onduladas, mezcladas, revueltas, obsesivas. Lo que probablemente resuma el credo ético-filosófico del director para esta puesta en escena: “En la miseria de la civilización de las palabras y de las imágenes derrochadas, donde Eros se cree libre y Tánatos alejado, quisiera dar vida a una puesta en escena que no sea ni moderna ni convencional, sino ‘antigua’, donde todas las formas de expresión dialogan entre sí, de modo que quien viera y sintiera, vería y sentiría la historia de su propia alma”. 

Anna Netrebko protagonizó la Aida del centenario de la Arena de Verona © EnneviFoto

La guerra es el ruido de fondo de todo el espectáculo, desde las primeras notas. Una guerra que suena lejana pero que irrumpe cercana con sus consecuencias. El escenario muestra claramente una dualidad: por un lado, la humanidad construye, produce, ama, embellece, eleva. Por otro lado, el hombre destruye, odia, derrocha, derriba lo que ha creado, en un círculo peligroso que escapa a todo control.

En sí, con tanta agitación, hay que reconocer al director Marco Armiliato por haber conducido la parte musical de la velada con confianza y con pleno respeto a la vehemencia del conflicto y las atmósferas verdianas impregnadas: desde el suave canto pararreligioso del inmenso Ftah a la declamada celebración de la Marcha Triunfal, encontrando los colores necesarios para salvar la obra resucitándola de la representación. Una hermosa concertación, especialmente para los últimos 2 actos, donde el énfasis celebratorio es reemplazado por la dimensión íntima de los personajes. Armiliato es un excelente director y lo sabe demostrar. 

Poco qué decir de la prestación de los cantantes, más allá de que Anna Netrebko en el papel protagónico se confirmó como la más grande del momento, a mi juicio, y que su consorte Yusif Eyvazov como Radamès se va afianzando temporada tras temporada como uno de los mejores tenores en circulación. Los aplausos y las ovaciones más convincentes del público fueron para ellos dos. 

Los demás fueron solo adecuados: Olesya Petrova (Amneris), Roman Burdenko (Amonasro), Michele Pertusi (Ramfis), Simon Lim (el Rey), Riccardo Rados (Un mensajero: el joven Rados tiene pocas líneas al comienzo de la ópera, pero debe ser mencionado porque ha ido mucho más allá de la estricta suficiencia), Francesca Maionchi (Una sacerdotisa). El coro dirigido por Roberto Gabbiani tuvo un óptimo desempeño, y estupendo estuvo el público de la Arena de Verona.

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