Die sieben Todsünden en Monterrey

Mayela López en Die Sieben Todsünden de Kurt Weill y Berthold Brecht, con el Mexico Opera Studio © Corante

 “La metáfora es probablemente
la potencia más fértil
que el hombre posee.”
José Ortega y Gasset

Abril 27 y 28, 2024. El Mexico Opera Studio ha apostado por una profundización del papel de la mujer en los roles operísticos. El “ballet cantado” Los siete pecados capitales, de Kurt Weill y Berthold Brecht, es una de las obras que rompen un poco con la idea estética que había propuesto el MOS a lo largo de este año. De esta manera nos muestran un nuevo panorama que podemos vislumbrar, si el proyecto regiomontano sigue teniendo el apoyo de un patronato y, sobre todo, nuevas alianzas para alcanzar altos estadios estéticos.

En esta ópera breve, que tuve la oportunidad de apreciar dos días consecutivos con dos elencos diferentes, cabe resaltar el contraste escenográfico propuesto por Rennier Piñero, director de escena, con la anterior: La hija de Rappaccini, de Daniel Catán, donde la propuesta era marcadamente influenciada por la literatura del realismo mágico, sugiriéndonos imágenes potentes de la monstruosidad de un personaje jugando a ser Dios. 

No dejé constancia de esa producción, pero ha sido muy importante para los logros del MOS y para deleite del público. El presupuesto fue claramente mayor en esa ocasión. Esto no condiciona la imaginación de un buen director, por supuesto. Sin embargo, se evidencia una fluctuación presupuestaria que seguramente tuvo que ver con que en esta ocasión Los siete pecados capitales no contó con orquesta, sino acompañamiento a piano.

Al respecto, escuchar a Aaron Martínez, pianista del MOS, es un deleite que, debido a la falta de una orquesta, pudimos constatar. Su vigorosa técnica, gran musicalidad y precisa ejecución, nos permitió disfrutar de una partitura de grandes dotes de cabaret. Basta recordar la espléndida interpretación de la música de Kurt Weill por Ute Lemper. Por la característica musical del compositor, la reducción a piano le vino muy bien a la concepción escénica, pero hubiera ganado el todo con una orquesta. Aaron no confunde la amplitud sonora y capacidades dinámicas con volumen, pues llenó el recinto de la Sala Chopin de la Escuela Superior de Música y Danza de Monterrey, aun en los pasajes más delicados, proyectando un sonido apegado al estilo de Weill. Ojalá podamos escuchar a los pianistas del MOS en repertorio original para piano y voz o, aún más osado, pero dentro de las puertas que abre esta propuesta escénica, un Pierrot Lunaire de Arnold Schoenberg.

Alejandro Miyaki, director musical, fue más discreto en la batuta en esta ocasión, como normalmente lo hace: pendiente de cuidar al elenco para obtener un resultado musical y dramático/narrativo equilibrado. Conocer una partitura vocal es conocer cómo respira un cantante. 

Piñero, en la dirección artística, puso sobre la mesa una puesta en escena urbana, casi kitsch por momentos, otorgando así tintes de exageración visual que sostuvieron un libreto no pocas veces cínico. Lo reconocible en la decoración, en los elementos de atrezo como los muebles o el uso de celulares como medio de expresión e interlocución, hizo asimilable la crueldad que vemos en la familia que somete a Anna. De esta manera se crea una disparidad semántica entre lo que sucede en la parte baja del escenario y el diseño de iluminación muy al estilo de George Balanchine, coreógrafo original de la ópera. Aquí, en esta dualidad visual, ocurre un drama equilibrado. Esta búsqueda de limpieza del fondo y un cuerpo de baile en vestuario simple y hasta cotidiano, choca contundentemente con el color sobrecargado de la casa paterna. 

Anna I (cantante) y Anna II (bailarina) son una misma, una mujer que tiene luchas internas, como todos, espejo de nosotros mismos. Anna I es una mujer que lo planea todo, lo proyecta todo, un superyó en batalla constante con las pulsiones y deseos de libertad de su fantasmagórica Anna II, doppelgänger (doble) que nada de malvada tiene, sino que encarna ese deseo prístino de Ser. Esta dialéctica intrínseca al texto de Bertolt Brecht se logra de manera estupenda entre cantantes y bailarines.

Daniela Cortés como Anna I en Monterrey © Corante

Tanto Mayela López como Daniela Cortés, mezzosopranos en el panel de Anna I, interpretaron de manera estupenda un rol en pugna interna por dejar salir su verdadero yo. Sin embargo, entre las dos existieron diferencias interesantes. Mientras que Mayela López se percibió contenida en su actuación, más con un timbre robusto y voluptuoso y una natural presencia escénica, Daniela Cortés fue más libre, dejándose llevar por esta marea de emociones que encarna el personaje, que pronto debe continuar con su periplo. Su timbre cálido y brillante permite una claridad en el texto, sobre todo en el centro. Ambas ostentan cualidades propias que les permitirá a ellas y al MOS ampliar su repertorio.

Como sabemos, Los siete pecados capitales es un ballet chanté, así que en esta ocasión la coreógrafa del estudio, Ranniely Piñero, tuvo oportunidad de exprimir las posibilidades coreográficas de los bailarines de la ESMDM. Su espacio de expresión fue propiamente el escenario completo de la sala, en donde interactuaban con Anna I y Anna II, la bailarina Vivian Oviedo interpretado enérgicamente, con una proyección corporal evidente. 

Los bailarines plantearon una partitura dancística que se desarrolla desde el interior, permitiendo una dialéctica entre su movimiento y los cantantes. No pocas veces se podía simplemente observar a los bailarines y comprender el texto, mientras la iluminación acompañaba efectivamente al personaje en este camino por los pecados capitales. El cuerpo de baile funcionó como un todo, un complejo corifeo que fragmentó la narrativa convirtiéndola en algo más complejo que en algunas ocasiones se contrapone a uno u otro personaje. Su buen desempeño se notó y acaso fue gracias en parte a las cualidades del piso del escenario, eterno terror de cualquier bailarín, pues contaban con linóleo. Siempre que existe un buen piso, el bailarín se desenvuelve mejor y adquiere seguridad en la ejecución de sus movimientos. Ojalá los podamos ver en un futuro de esta manera tan destacada y no sólo como complemento simbólico.

La familia de Anna estuvo conformada por Osvaldo Martínez, como el padre en todas las funciones; Juan Pablo Martínez, Alejandro Contreras, Isaac Herrera y Emmanuel Guzmán en el papel de los dos hermanos, alternando en cada función y en el papel de la madre Raúl Morales y Juan Carlos Villalobos, también en un rol alternado. Raúl Morales fue histriónico, representó de manera hilarante el papel de la madre con una voz bien timbrada y de cualidades destacadas, predominantes. Sin embargo, en el conjunto de este cuarteto que se asemeja a un Barbershop Quartet, con anotaciones molarles más bien contradictorias para sus roles, habría qué resaltar al cuarteto del domingo 28 de abril, pues se percibió un logrado ensamble, en control de las dinámicas, acaso menos nerviosismo y mayor autocontrol.

Por último, habría que agregar el diseño del supertitulaje integrado en el concepto, pues las fuentes y tamaños de las mismas variaron, dando énfasis a palabras clave o situaciones discordantes dentro de este drama que finalizó con una Anna I resignada y desolada, de regreso al hogar, con sus metas cumplidas de comprar una casa para su familia, pero con sus ilusiones y sueños fuera de su historia futura.

Un año de trabajo de manera integral reflejan en su conjunto todos los integrantes del MOS, mostrando una faceta de cantante/actor perceptible, cuya línea, afortunadamente, es cada vez más delgada.

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