Guillaume Tell en Milán

Salome Jicia (Mathilde) y Dmitry Korchak (Arnold) en el estreno de Guillaume Tell de Gioachino Rossini en la Scala de Milán © Brescia e Amisano

Abril 3, 2024. La directora escénica Chiara Muti, hija del célebre director de orquesta, se inspiró en Metrópolis —la obra maestra cinematográfica de Fritz Lang de 1927— para crear un clima oscuro y claustrofóbico para su Guillaume Tell, la obra maestra rossiniana que por primera vez se puso en escena en el Teatro alla Scala, en su versión original en francés.

Por lo tanto, en esta producción —ambientada por los autores del libreto Victor-Joseph Étienne de Jouy y L. F. Bis en el lago Lucerna, en Suiza, a orillas de los Cuatro Cantones— no hubo montañas, bosques, lagos, cascadas, arroyos… y la naturaleza solo era evocada en una escenografía con ambientes privados de luces, y delimitados por altos edificios sombríos, con paredes laberínticas y amenazantes sobre un pueblo subyugado y oprimido por el poder, que era obligado a estar en prisiones giratorias ubicadas en un subsuelo infeliz y asfixiante.

Una ambientación colocada en un futuro distópico en el que, con el fin de domesticar y manipular a las masas oprimidas (una consideración muy actual hoy en día), se observó sobre el escenario una presencia masiva de tabletas; el dispositivo que parece darle a uno la libertad de tener todo el mundo en la palma de la mano, pero que en realidad controla cada uno de nuestros movimientos y pensamientos. Con la apertura del telón todo parecía casi en blanco y negro, privado de cualquier color. Más adelante, en el curso de la ópera, destacaría solamente el rojo brillante del vestuario de Gesler, personificación demoníaca e infernal del mal. Al final, Guillaume Tell sería el artífice del renacer, rompiendo las cadenas de la esclavitud regresándole la libertad a su pueblo, o quizás en general al hombre tout court. 

Michele Pertusi como Guillaume Tell en el Teatro alla Scala de Milán © Brescia e Amisano

Chiara Muti, quien afirmó en la fase de preparación que “Guillaume Tell es un arquero y salvador en el sentido bíblico” cuidó al detalle la narración, logrando seguir la idea de fondo con coherencia y fluidez, gracias también a los ambientes construidos de manera eficaz por Alessandro Camera, los apropiados vestuarios de Ursula Patzak y la iluminación manejada por Vincent Loguemare. En ese sentido, el esfuerzo de la puesta escénica fue apreciable, pero a la larga, tomando en cuenta la excepcional duración de la ópera, la acción pareció un poco repetitiva y por momentos empalagosa. 

Los ballets, interpretados casi en su totalidad, no aportaron nada al espectáculo. Por el contrario, su realización (curada por Silvia Giordano) fue confusa e inconclusa. En general —y esta es quizás la crítica más apropiada— la música de Rossini evoca la naturaleza y los espacios amplios de una manera tan perentoria y desbordante, que la ausencia de esto se percibió durante todo el espectáculo.

Michele Mariotti supo sostener en su mano la amplia partitura sin blandura, como también sin fáciles concesiones y efectos. Desde el inicio de la célebre obertura, se intuyó la capacidad del joven director de saber cincelar las frases apuntando hacia un fraseo vivo y variado; sensible e íntimo en los momentos más conmovedores, y rápido y audaz en los marciales y tempestuosos. Pareció que Mariotti tuviera muy presente la visión en conjunto de la monumental partitura, cosa que le permitió dosificar mejor la agógica y las dinámicas.

Michele Pertusi personificó a un Guillaume Tell emocionante con voz cálida, muy timbrada, como de muy fina musicalidad. Pero, sobre todo, fue en el acento de las palabras y de las frases donde Pertusi se distinguió con nobleza y ferocidad, como también con fragilidad y humanismo (‘Sois immobile’). Dmitry Korchak en el papel del vacilante y atormentado Arnold mostró squillo y buena proyección vocal. Su línea de canto pareció siempre bien terminada, y la facilidad en muchos pasajes de su tesitura aguda sobreaguda alcanzó el clímax en un ‘Amis, amis seconde ma vengeance’ cantado con bravuconería y audacia. 

Salome Jicia fue una Mathilde poco regia, con un timbre un poco anónimo y un fraseo algo monocorde. Estuvo mejor en las agilidades de su aria del tercer acto ‘Pour notre amour plus d’espérance’ que en las partes más líricas. Para recordar, es el diabólico e imponente Gesler de Luca Tittoto, el claro y lírico Jemmy de Catherine Trottmann, la convincente Hedwige de Géraldine Chauvet, el majestuoso Melchtal de Evgeny Stavinsky y sobre todo el Ruodi de Dave Monaco, quien cantó la difícil aria del pescador del primer acto ‘Accour dans ma nacelle’ con extrema facilidad y naturaleza. Apropiados estuvieron también Paul Grant (Leuthold), Nahuel Di Pierro (Walter Fürst) y Brayan Ávila Martínez (Rodolphe). Y extraordinario, ¡come siempre!, estuvo el Coro del Teatro alla Scala dirigido por Alberto Malazzi.

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