I vespri siciliani en Viena

Escena de la producción de Herbert Wernicke de I vespri siciliani en la Wiener Staatsoper © Stephan Bruecker

Enero 16, 2024. Se ha vuelto a reponer la producción de Herbert Wernicke de I vespri siciliani de Verdi, en su versión italiana, que, si sigue siendo la más usual, es en mi opinión inferior a la francesa (y no lo digo por el ballet, que en cualquier caso podría suprimirse). Como sea, es un título que no se ve todos los años y su reposición se aguarda siempre con expectativa. Es un título difícil, como lo fue su gestación, y si es irregular los grandes momentos predominan.

El espectáculo concebido por el fallecido Wernicke hoy casi parece tradicional: un decorado único, una enorme escalinata (con los consiguientes riesgos para quienes deben subirlas y bajarlas, muchas veces cantando) con dos bandos: el ejército francés y el pueblo siciliano (“adecuadamente” modernizados en su vestuario, en el sentido de que no molestan) y la acción se sigue con facilidad. La marcación de actores, que debe de haberla habido en sus orígenes —conociendo al famoso director de escena— ha quedado desdibujada y es obvio que cada uno, dentro de una línea general, hace lo que quiere y/o lo que puede. 

Rachel Willis-Sørensen (Elena) y Erwin Schrott (Procida) © Stephan Brueckler

Por ejemplo, el Monteforte de Igor Golovatenko, muy bien cantado con un timbre baritonal bueno, pero no muy bello, es siempre igual a sí mismo en la expresión. Otro es el problema de la única protagonista femenina, Rachel Willis-Sørensen, también muy aplaudida: es cierto que la parte de Elena es diabólica, pero también que la soprano es lírico, cuyo registro central y grave no suenan a menos que los abra ficticiamente. Tiene excelentes medias voces y buenos agudos (algo metálicos) y no es la virtuosa que necesita el famoso “Bolero”.

En cambio, el Arrigo de John Osborn es un dechado de técnica y estilo con una voz no particularmente brillante y algún agudo corto y se mueve adecuadamente. Erwin Schrott, que como Procida había debutado en la versión francesa en Londres hace tiempo, y hacía su primera aproximación al italiano, fue el más artista e hizo valer la nobleza de su timbre y la intención de su canto (no hubo frase por más convencional que no aprovechara) para caracterizar a su personaje más que ambiguo, probablemente el patriota más cuestionable o desagradable de Verdi por su fanatismo.

De los secundarios destacaría al joven bajo Simonas Strazdas (Señor de Bethune) por su material, que necesita de trabajo cuidadoso, y al Danieli de Norbert Ernst, que logró la proeza de hacerse oír en el gran concertante del acto tercero, en el que, como en otras escenas de conjunto, Carlo Rizzi desequilibró la balanza en favor del foso, de por sí muy abierto y con la excelente formación orquestal, que muchas veces sonó como si fuera un conjunto de los que requería Hector Berlioz. En otros momentos, como en la obertura, las cosas fueron mejor y se mostró un maestro seguro, aunque no una gran batuta, demostrando las mismas fuerzas y limitaciones que en su lejana Luisa Miller de Amsterdam). El coro, preparado por Thomas Lang, estuvo magnífico. El teatro estaba repleto, y los aplausos fueron in crescendo hasta las ovaciones finales.

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