Inauguración y clausura del Festival Donizetti de Bérgamo

Alex Esposito con el ensamble Bottega Donizetti en Bérgamo © Gianfranco Rota

Noviembre 17 y 18, 2021. El programa principal del Festival Donizetti se completó con una obra significativa del maestro del compositor, Giovanni Simone Mayr, y un espectáculo llamado:

Había una vez dos bergamascos…
Una función sola tuvo este espectáculo que inauguró oficialmente el Festival Donizetti de 2021, creación de Alberto Mattioli con adaptación musical y dirección de Alberto Zanardi (el Donizetti Opera Ensemble —dos violines, viola y violonchelo— y el pianista Michele D’Elia, siempre un punto de referencia) en el que intervino también como narrador (primero en “off” y luego en persona el director del Festival, Francesco Micheli), pensado a mayor gloria de Donizetti, pero también –y quizá más— de otro bergamasco ilustre como él, el magnífico bajo Alex Esposito que ha pisado varias veces estos escenarios.

Personalmente no sé, aunque por el camino se hayan acordado de un tercer oriundo, Gianandrea Gavazzeni, si es posible equiparar a un compositor –cualquiera— con un intérprete (aunque, dependiendo del compositor, el último tal vez sea superior y sea su arte el que permita difundir la obra: aquí no es ese el caso). 

En cualquier caso, Esposito estuvo todo el tiempo en escena, de modo solista o acompañado de los jóvenes de la Bottega Donizetti que realizaron semanas antes —con la participación de todos los integrantes de la velada y también con otras figuras relevantes— una inmersión total en el mundo del canto y en particular de Donizetti (las sopranos Rosalia Cid y Laura Ulloa, las mezzos Ester Ferraro y Angela Schisano, el barítono Lodovico Filippo Ravizza y el tenor Omar Mancini). 

Primero, creo preferible el acompañamiento de piano solo y no este extraño arreglo; segundo, creo que la única pieza que oí entera fue la de Smeton en el segundo acto de Anna Bolena, ópera de la que se escucharon diversos fragmentos, pero que la desfiguraron porque el elemento principal y constante fue —por suerte, ya que los jóvenes no estuvieron siempre a buen nivel, siendo el tenor el más precario— el Enrique VIII de Esposito. 

El bajo-barítono bergamasco tuvo que cantar fragmentos de sus papeles más conocidos (una frase hablada de Dulcamara; un fragmento de Papageno; otros de los diablos de Gounod, Offenbach y Boito). Como se hizo sin pausa, hubo aplausos al finalizar, pero no ovaciones.

Escena de Medea in Corinto en Bérgamo © Gianfranco Rota

Medea in Corinto
Esta obra de Simon Mayr es difícil de ver, aunque existan un par de grabaciones (yo conocía, obviamente, la más antigua). La puesta en escena del director del Festival, Francesco Micheli, lleva la acción a tiempos modernos y a una familia burguesa (la de Medea) en oposición a una de clase alta. El mito de la maga asesina por amor puede admitir transposiciones, pero la cosa empieza a hacer agua cuando se privilegia la situación o el punto de vista de los hijos (que, supongo que por los misterios de la corrección política –el mito nació algo antes— son niño y niña, cuando hasta ahora sólo habían sido dos varones: qué le vamos a hacer si entonces a su madre y a su padre la cosa no les era indiferente).

La primera parte fue exageradamente larga y plúmbea, como para dar razón a los que piensan que Felice Romani era un maestro en la poesía, pero no en la creación de situaciones dramáticas. La verdad es que aquí la hay a raudales, pero la majestuosa música que mira al pasado es siempre igual e impasible (el terremoto de Rossini ya había empezado a notarse en 1813, cuando se estrenó esta ópera en Nápoles), y el interés decae después de cinco minutos. 

El coro Donizetti Opera, preparado por Fabio Tartari, y colocado a los costados de la escena, no sólo acentuó el carácter casi oratorial de la obra, sino que se vio en claras dificultades para cantar al unísono. Por otro lado, no estoy seguro de que la dirección de Jonathan Brandani –bien la orquesta de la Donizetti Opera— no haya colaborado lo suyo en la atmósfera de aburrimiento que planeaba en la sala. 

En la segunda parte, por suerte, las escenas en que se ve involucrada la protagonista tienen mucha más fuerza expresiva (la invocación a los poderes infernales es particularmente brillante), pero los demás personajes, salvo quizás Egeo, sigue sin convencer, con Creonte (un eficaz Roberto Lorenzi) reducido a comprimario y los dos verdaderos comprimarios de la obra, Ismene (una correcta Caterina Di Tonno) y Tideo (un Marcello Nardis algo precario), convertidos en doméstica, la primera (parece que de Medea, pero no es seguro), y portero de la residencia, el segundo, cosa que facilita los cambios de escena pero, si no confunde, causa cierta hilaridad.

El caso más sangrante es el de Creusa, causante y víctima del conflicto: tiene mucha intervención y dos arias difíciles, a cual más interminables, y por más que lo haya intentado Marta Torbidoni, que posee cualidades, por la mitad uno se distrae. Quedan entonces la pareja “legal” de Medea y Jasón, y el tercero en discordia, aquí Egeo, o sea la prima donna y dos tenores del tipo de los que se encontraría Rossini en Nápoles. 

La protagonista le sienta bien a Carmela Remigio, siempre una gran profesional, que le sacó todo el partido posible al rol. No sé si la parte de Jasón es la que más conviene a Juan Francisco Gatell, a quien encontré muy cambiado físicamente, pero no así en lo vocal: fue muy musical, pero por momentos no tuvo bastante fuerza. No es el caso del Egeo de Michele Angelini, que no posee un color bello —cosa que aquí no importa, o no tanto— y tendió a la brusquedad en el ataque (en particular en los agudos), pero salió airoso de una parte tremenda. Aplausos no delirantes.

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