La sonnambula en Madrid
Diciembre 23, 2022. Si estamos de acuerdo en que la historia de la ópera, quizá como la historia del mundo, está hecha esencialmente de variaciones sobre el tema del amor (casi) imposible entre un hombre y una mujer, no es difícil imaginarse a Vincenzo Bellini y a su libretista Felice Romani planteándose cómo volver a contar lo mismo sin repetirse.
Ya llevaban a sus espaldas cuatro títulos al alimón, casi uno por año, a saber: Il pirata (La Scala, 1827), La straniera (La Scala, 1829), Zaira (Teatro Ducale de Parma, 1829) e I Capuleti e i Montecchi (La Fenice, 1830), en los que el motor dramático es un romance lleno de impedimentos. Y a la musa de su nueva empresa conjunta la hallaron en un raro trastorno del sueño, el sonambulismo, que intrigaba enormemente a las élites románticas del XIX, junto con fenómenos como el magnetismo animal o mesmerismo, la hipnosis y, un poco más tarde, la mediumnidad. Basada en un ballet-pantomima homónimo de Eugène Scribe, La sonnambula se estrenó el 6 de marzo de 1831 en el Teatro Carcano de Milán, convirtiéndose en un éxito inmediato.
El Teatro Real celebra estas Navidades con un nuevo montaje de La sonnambula de Bellini firmado por Bárbara Lluch, el cual nace de la colaboración con el New National Theatre Tokio, el Gran Teatre del Liceu de Barcelona y el Teatro Massimo di Palermo. En su propuesta escénica, Lluch mantiene la trama en una aldea suiza del siglo XIX que, a pesar de ciertos avances en cuanto a la mecanización del campo, sigue absorta en sus tradiciones y, en cierto modo, sumida en la ignorancia. Para unos campesinos que nunca han oído hablar del sonambulismo, concepto que tiene que explicarles alguien venido de la ciudad —el conde Rodolfo—, la misteriosa figura que camina en la oscuridad de la noche solo puede ser un fantasma o una mujer adúltera. Esta idea ya está presente en el libreto original; no obstante, la directora de escena rechaza el final feliz que exigía una ópera semiseria del primer tercio del XIX como la que nos ocupa, en consonancia con los convencionalismos del roman sentimental. A la vista de los sucesos protagonizados por una turba que puede pasar del ‘Viva Amina’ inicial al ‘Il tuo nero tradimento è palese e chiaro assai’ (‘Tu negra traición es clara y evidente’) en cuestión de pocas horas, ¿para qué restablecer una armonía que no es más que ilusión? ¿No se encuentra la Arcadia sino en el inconsciente colectivo de esas pobres gentes, rodeada de sus prejuicios?
En lugar de buscar el final feliz, Bárbara Lluch nos sume en una atmósfera onírica en la que la pregunta de si Elvino y Amina se casan al final ya no es relevante para la historia. Obviamente, en una aldea del siglo XIX, cuando las mujeres pasaban de la tutela paterna a la de su marido, a ella no le habría quedado otra que hacer de tripas corazón y pasar por el altar. Esta versión, sin embargo, se desquita de los corsés de épocas pasadas, prefiriendo un final abierto, en el que todo es posible y que, en mi opinión, cabe en el libreto, pues no es más que la generalización en clave feminista del individualismo romántico, que a menudo llega a tomar como modelo personajes rebeldes, fuera de la ley, como piratas, reos, marginados… y ahora mujeres que quieren decidir por ellas mismas.
El choque entre la legítima autodeterminación de lo que somos y deseamos y los valores represivos que nos impone la sociedad se materializa en el primer elemento escenográfico que ve el espectador al subir el telón: un gran árbol fálico de cuyas ramas cuelgan dos monigotes que representan a la pareja de futuros esposos. Su imponente aunque despoblado tronco, más que un símbolo pagano de fertilidad, parece una advertencia sobre hasta qué punto somos peleles de las convenciones sociales, del qué dirán.
Lo que sí maridan a la perfección son la inquietante escenografía de Christof Hetzer, que en el segundo acto pone en juego una casa-iglesia de ventanas tapiadas —otro símbolo de la represión— y el vestuario diseñado por Clara Peluffo, riguroso en su esencia y fantasioso en los detalles. La lírica iluminación de Urs Schönebaum, en la que nunca es de día, y las originales coreografías de Iratxe Ansa e Igor Vacovich, cuyo cuerpo de baile traduce en movimiento los miedos, traumas y demonios internos de la joven huérfana, sugieren que quizá todo a lo que estamos asistiendo no es más que un sueño, o una pesadilla. De otra forma, no podría explicarse por qué Adina se pasea por el campo en camisón y descalza durante el segundo acto, cuando algunos de sus defensores se dirigen al castillo del conde.
El trabajo de Bárbara Lluch me ha convencido, quizá la segunda vez más que la primera que vi la producción, y a pesar de que los puristas de la ópera le afeen su atrevimiento, por un lado, de hacer arrancar la acción antes que la música (hay un prólogo coreográfico a cargo de la protagonista en plena crisis de sonambulismo y nueve bailarines) y, por otro, de saltarse el final canónico de la obra para llenarnos la cabeza de perniciosas tesis feministas, a mí me da que lo que le ha faltado a Lluch es un poco de osadía para llevar todas sus ideas hasta su última expresión.
En lo que sin duda coincidirá todo el mundo es en elogiar la gran calidad del elenco de solistas. Todos, desde el fantástico dúo de protagonistas hasta el último partiquino, contribuyen a dar solidez y credibilidad a la producción con su prestación vocal e interpretativa. Nadine Sierra es una soprano lírico de extenso registro y facilidad para la coloratura, que derrocha seguridad y carisma en el escenario en cada una de sus intervenciones. Su cuidada y matizada línea de canto, su refinado fraseo, apuntalados por un fiato sobrenatural, su calidez e inteligencia hacen de ella el mayor activo de la producción.
Además, tiene química, aunque sea en el desencuentro, con Xabier Anduaga. Delicioso, su dueto ‘Son geloso del zefiro errante’, lleno de matices y complicidad. Ambos fueron celebrados efusivamente por el público durante toda la noche. Por su parte, el tenor donostiarra encandiló con su chorro de voz y timbre varonil. Está construyendo una carrera muy interesante, centrada actualmente en el repertorio belcantista. Esta primavera debutará en el Metropolitan Opera de Nueva York con L’elisir d’amore y en Las Palmas como Edgardo en Lucia di Lammermoor. Tiene todas las cualidades necesarias e ingenio para saber ponerlas al servicio de una interpretación más que convincente, aunque aún le faltan la seguridad y la precisión de su compañera de reparto para redondear su éxito. Todo llegará.
Estupenda también la Lisa de Rocío Pérez; timbre cristalino, agudos seguros y potentes, presencia escénica notable… Uno se la puede imaginar fácilmente en el rol titular. Un asiduo de la casa, Roberto Tagliavini, como el conde Rodolfo, dio pruebas de su importante instrumento canoro, regalándonos un personaje poliédrico, que se debate entre el empuje de la carne y la razón, que muestra un amor no falto de condescendencia hacia su terruño. La veterana Monica Bacelli dibujó una creíble Teresa, y contribuyó al buen nivel de la producción, al igual que lo hicieron el barítono Javier Galán como Alessio y el tenor Gerardo López como el Notario.
A ello se sumó el buen hacer del director musical, Maurizio Benini, que supo escuchar a los cantantes y hacer música con ellos. Extrajo el jugo cromático y trató con delicadeza la riqueza melódica de la partitura belliniana, dotando al conjunto de fluidez a pesar de algunos tempi algo lentos que conllevaron puntualmente una pérdida de tensión dramática. La Orquesta Titular del Teatro Real se mostró dúctil y sacó un buen sonido, empastado, con momentos de gran exquisitez. Y el Coro Intermezzo, preparado por Andrés Máspero, también exhibió lo mejor de sí mismo, aunque debido al hieratismo que le impuso la dirección escénica, no terminó de perfilar como me habría gustado el personaje colectivo que representa en esta obra.
En conclusión, el Teatro Real, con su director artístico Joan Matabosch a la cabeza, puede congratularse del éxito de esta tercera apuesta de la temporada, que ya lleva cinco funciones haciendo las delicias del público madrileño y de los turistas que llenan la capital en estas fechas navideñas. Se trata de una apuesta segura, pues Bellini y las óperas belcantistas son garantía de buena taquilla, aunque al mismo tiempo se agradece poder disfrutar de un título no muy frecuentado. Como afirma el propio Matabosch en las notas al programa, la tremenda exigencia vocal de la partitura de La sonnambula requiere de “colosos capaces de defenderla”. Enhorabuena a todos los que la están haciendo posible.