Le nozze di Figaro en Madrid
Mayo 2, 2022. El Teatro Real volvió a ofrecer una buena tanda de funciones (13) de Le nozze di Figaro, una de las óperas que más ha visitado el coliseo madrileño desde su reapertura en 1997. En esta ocasión la producción ofrecida fue la firmada por Claus Guth que se estrenó en 2006 en Salzburgo y que sustituyó a la anunciada producción de Aix-en-Provence que se estrenó el año pasado con profusión de abucheos y críticas negativas al equipo creativo liderado por Lotte de Beer.
La obra de teatro de Beaumarchais, verdaderamente revolucionaria, está viva en gran parte por la música de Wolfgang Amadeus Mozart y el buen hacer del libretista Lorenzo Da Ponte. La propuesta de Guth, difundida ampliamente por el DVD (con una joven Anna Netrebko como Susanna y Nikolaus Harnoncourt en el foso), y las reposiciones en el propio Salzburgo y Toronto, no debió pillar al público madrileño desprevenido. Más aún cuando ya hemos visto algunas puestas en escenas de él en este mismo teatro (Parsifal en 2016, Rodelinda en 2017 y Don Giovanni en 2020).
El lenguaje teatral de Guth, basado en un concepto general que se adentra en lo poético para buscar la hondura psicológica de los personajes, está trufado de detalles que el espectador debe encontrar. La escenografía (Christian Schmidt) no solo es un decorado más o menos funcional según la escena, sino también tiene una lectura teatral específica. La enorme escalera del palacio es claramente el “ascensor social” que mueve al mundo. Para subir hay que pasar por caja y en aquellos tiempos eso era muchas veces la cama de alguien: el poderoso. Y éste bajaba a nivel de piso para procurarse placeres.
Con Guth, la comedia queda en un discreto segundo plano y los enredos se resuelven de manera convencional, como esconderse tras una cortina o el suponer que están en los claroscuros del bosque cuando no han salido de la estancia del palacio, pero la intención estaba ahí presente y se agradeció. Es una potente y sintética manera de exhibir las relaciones humanas desde un punto de vista por lo menos un tanto original: ese amorcillo que revolotea y calienta las neuronas vía la entrepierna, hasta poner de cabeza al más prudente de los mortales.
La lectura musical de Ivor Bolton fue acorde a lo que sucedía sobre el escenario, cayendo en momentos en una asepsia poco estimulante. La orquesta sonó muy bien, pero faltó entusiasmo, tensión y gracia. En el elenco de esta noche el Fígaro lo interpretó el holandés Thomas Oliemans de manera correcta, aunque un poco desabrida, sin la chispa que debe tener el personaje. Elena Sancho Pereg fue de menos a más como Susanna, hasta convencer y seducir a todos con su bello timbre y fraseo. Algo parecido ocurrió con Miren Urbieta-Vega en el papel de la Condesa, dueña de una voz de muchos quilates, que maneja con destreza. El barítono Joan Martín-Royo firmó un elegantísimo conde, con un instrumento idóneo para el personaje y un quehacer escénico irreprochable. Este mismo calificativo lo aplico a la mezzosoprano Maite Beaumont como Cherubino, muy bien medida en todas sus intervenciones, con estilo mozartiano de alta escuela.
Divertida y bien hecha la Marcellina presentada por Gemma Coma-Alabert y notable el Don Curzio de Mosiés Marín. También resultó eficaz y convicente el Bartolo de Daniel Giuliani. Podrían haberse ahorrado la “importación” de Christophe Montagne (Basilio) y Alexandra Flood (Barbarina) porque en Madrid hay decenas de artistas que podrían haberlo hecho mejor. Similar idea me vino a la mente con el personaje de Antonio, interpretado por Leonardo Galeazzi.
El público aplaudió pocas veces durante la representación (las dos arias de la condesa y una de Cherubino) y al final muchos de los asistentes de platea salieron rápidamente al cerrar el telón. La obra es larga, en parámetros de nuestros tiempos, pero tampoco es para dejar sin los aplausos a los artistas. ¡Un poco de compostura!