Salome en París
Mayo 22, 2024. La primera Salome de Lise Davidsen no tuvo mucha suerte. Para empezar, porque se empleó el montaje anterior debido a la directora Lydia Steier, que es de lo más feo, vulgar, inadecuado y no sé cuántos adjetivos más emplear para esta incalificable producción que, además, distrae por más que uno quiera concentrarse en la música. A menos de cerrar los ojos todo el tiempo, imposible.
No es la modernización de la época en la que un sátrapa utiliza, junto con sus huéspedes, esclavos sexuales de ambos sexos para después hacerlos decapitar y arrojar sus cadáveres a un pozo subterráneo (al parecer vecino a la jaula en la que está encerrado el Profeta), sino este sucesivo vaivén; una Herodías con los pechos (artificiales) fuera de su vestido y ninfómana pertinaz; unos judíos y nazarenos que participan de la fiesta y de los que no se comprende por qué pretenden ser distintos y que en este espectáculo verdaderamente aburren con disquisiciones teológicas que carecen de sentido en este ambiente de disipación y decadencia.
Desvirtuado también quedó el personaje del paje de Herodías, que no parece muy interesado en Narraboth y que luego de ocuparse de llevar jóvenes y bajar cadáveres termina asesinando a Herodes (justo después de que diga ‘¡maten a esa mujer¡’, naturalmente). El profeta, al que se tortura con electricidad, termina no muerto sino abrazándose con Salome, que finalmente no se sabe bien qué es ni qué quiere (ella tampoco, pero eso está en la obra).
El caso es que en la danza de los siete velos es reiteradamente violada por Herodes (que parece haberlo hecho ya antes) y sus invitados (judíos y nazarenos incluidos), que además copulan entre sí. Obviamente, ni la pareja reinante ni la hija de Herodías se encuentran excesivamente cómodos en estos ropajes y acciones. El texto de Oscar Wilde es decadente y perverso, pero no de una degeneración vacía y gratuita.
Davidsen cantó soberanamente bien, con hermosas medias voces y ningún problema más que el de encontrar una expresividad a tono con el contexto. Le deseo, visto frente a qué artista nos encontramos, que en la próxima oportunidad tenga más suerte. Por supuesto, fue ovacionada, y merecido lo tenía (empiezo a esperar que alguna vez artistas de los que no se puede ni quiere prescindir se hagan valer y veten —o se vayan— de este tipo de “show”).
Tampoco la excelente Ekaterina Gubanova, muy buena Herodías y no de esta vez, pudo hacer más que cantar muy bien, pero le costó hacernos creer que no había hombre al que no buscara. Fantástico el Herodes de Gerhard Siegel, con todo lo ideal para la parte, menos el vestuario y el relato superpuesto (él sí pareció mejor aclimatado). El Bautista de Johan Reuter no fue malo en ningún aspecto, pero la voz es un poco pequeña para el Teatro y varias veces se vio superado por la orquesta (justamente, no por desbordes innecesarios).
Pavol Breslik muestra un timbre ajado en Narraboth, pero se las arregla bien para que no lo parezca tanto. Muy interesante la voz de Katharina Magiera para el paje, y en general todos los demás, en papeles más o menos pequeños, pero bien resueltos. Me gustaría destacar, por el esfuerzo que tienen que realizar de permanecer todo el tiempo en escena e interactuar con todos, sobre todo Herodías, a los dos soldados de Dominic Barberi y Bastian Thomas Kohl (buena voz y buena presencia) y al primer Nazareno de Luke Stoker o al Capadocio de Alejandro Baliñas.
La orquesta sonó muy bien y estuvo bien dirigida por Mark Wigglesworth, a quien hacía mucho que no oía. Me ha sorprendido encontrar su batuta, buena, pero de una gelidez que rayaba en la indiferencia y, aunque era adecuadamente cruel, me pareció carente de misterio y de la sensualidad, que también están presentes en la obra. Mucho público y mucho aplauso al final.