Un ballo in maschera en Barcelona

Escena de Un ballo in maschera en Barcelona © Antoni Bofill

Febrero 12, 2024. El segundo reparto de Un ballo in maschera (el primero, por problema de fechas, lo veré más adelante) presentó —cuándo no con esta ópera— una nueva producción procedente del Festival Verdi para el Teatro Regio de Parma, que fue la última que ideó sin terminar de concretar Graham Vick y realizó Jacopo Spirei. 

El resultado es mediocre: bien los vestidos y menos la escenografía de Richard Hudson, absurda la coreografía de Virginia Spallarossa, impersonal la iluminación de Giuseppe di Iorio, poco trabajo con los actores y una atmósfera “queer” que alternaba entre los bajos fondos de una ciudad portuaria (escena de Ulrica), la nada absoluta (el segundo acto y la primera escena del tercero) y una especie de ambiente de decadencia poco elegante para el primer cuadro y el último.

La dirección de Riccardo Frizza fue estimable, aunque en algunos momentos —como el preludio— eligió la lentitud y pesadez, y en otros —los concertantes, pero no solo ellos— el volumen a todo trapo. La orquesta respondió bien y también el coro —situado en la parte superior y sin moverse, porque esto se fraguó en la época de Covid— preparado por Pablo Assante. 

Las mejores pruebas vinieron de la Amelia de Saioa Hernández, que cantó siempre con voz grande, segura y metálica, poco dada a medias voces, pero aquí todo lo que hizo fue bueno, y también del Oscar de Sara Blanch, muy pizpireta y adecuada a la parte, aunque un tanto disfrazada. Okka van der Damerau lleva tiempo haciendo Ulrica y, si no lo hace mal (en particular en los graves), tampoco es para el recuerdo, aunque como se sabe el personaje es tan corto como endiablado. Muy bien los conspiradores (Valeriano Lanchas y Luis López Navarro, en particular el primero) y correcto el Silvano de David Oller.

El Riccardo (se eligió la versión “original”, ubicada en Boston) de Arturo Chacón Cruz no estuvo mal pero tampoco llenó todos los requisitos de la parte, y más de una vez se vio apurado en el extremo agudo (el momento más comprometido fue el gran dúo de amor) y con el timbre carente de brillo; no debió intentar el salto al grave en la barcarola del primer acto. Por otra parte, parecía más un chico travieso que el héroe de que habla el texto.

Ernesto Petti debutó en el difícil rol de Renato: su voz es bella y grande, aunque aún debe ajustar la emisión de algunos agudos que pierden a veces color, y el grave no resuena como en salas más pequeñas. El centro es fantástico, pero la actuación es casi tan precaria como el fraseo. El público, numeroso, aplaudió con calor a todos, especialmente al final del espectáculo.

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