Un ballo in maschera en Nueva York
Noviembre 15, 2023. Insulsa reposición de Un ballo in maschera de Giuseppe Verdi llevó a cabo esta temporada el máximo coliseo neoyorquino. Principal responsable de esta malograda propuesta fue la desconcertante producción firmada por el director de escena americano David Alden que, de muy difícil comprensión, invitó a cerrar los ojos y a sólo disfrutar de la música y los cantantes.
Muerto en un sillón, el rey Gustavo observa la tragedia que lo tiene como protagonista integrándose a la acción en aquellos momentos en los que la partitura así se lo requiere. De aire monumental, pero extremadamente minimalista e intimista, la escena diseñada por el americano Paul Steinberg presentó un espacio cerrado con algunas trincheras y pocos muebles, dos muros espejados a cada costado y una enorme pintura del mitológico Ícaro cayendo del cielo que, a modo techo inclinado, amplió o redujo el espacio según fue necesario.
No quedó claro cuál fue el nexo de conexión entre Ícaro y Gustavo III, como tampoco la razón por la cual Oscar lució unas alas de ángel que se quitó y se puso en varias oportunidades en escena. Las marcaciones de los intérpretes semejaron a un juego de marionetas. Si bien Alden renunció a darle a la representación algún contexto histórico, intuimos, habida cuenta del vestuario de Brigitte Reiffenstuel, que la acción tenía lugar en la década 1930 o 1940 del siglo pasado. Todo absolutamente rebuscado e incomprensible.
La versión utilizada para la reposición fue la original, rechazada por los censores napolitanos, que sitúo la acción en Suecia a finales de 1700. Como el rey Gustavo III, el tenor americano Charles Castronuovo tuvo un muy digno desempeño en una parte que lo lleva al límite de sus posibilidades vocales. Así y todo, cantó con gusto, fraseó con elegancia y le puso mucha emoción y calidez a su interpretación. También brilló en los agudos, exhibió ricos armónicos y fue un deleite para los oídos en el canto legato. A su voz, un poco liviana para la parte, le faltó algo de potencia, perdiéndose en varias ocasiones en medio de la orquesta.
Como su secretario Anckarström, el barítono hawaiano Quinn Kelsey resultó mucho más convincente que en otras incursiones en repertorio verdiano sobre este mismo escenario. En esta ocasión, supo dominar su robusta voz y ofreció un canto sutil y de nobles acentos. Impecable, su aria ‘Eri tu’ fue una demostración de gran canto verdiano y uno de los mejores momentos vocales de la noche.
Por su parte, Angela Meade resultó una efectiva Amelia de gran voz y virtuosismo. Con una voz caudalosa y mórbida, bien administrada y equipada técnicamente, la soprano americana derrochó pianísimos, medias voces y filados de gran calidad, que fueron muy celebrados por el público. De su labor solo fue cuestionable el hecho de cortar constantemente las frases, lo que desmereció su línea de canto. Echemos un manto de piedad sobre su desenvolvimiento escénico, de un estatismo absoluto.
Como la adivina Ulrica, la mezzosoprano rusa Olesya Petrova convenció gracias a una voz de graves rutilantes y aterciopelados, Grata sorpresa dejó la soprano americana Liv Redpath, quien efectuó su debut con la compañía, y personificó un magnífico paje Oscar con una voz de agudos luminosos y fáciles, agilidades perfectas y mucha desenvoltura escénica. De los cantantes comprimarios, los bajos-barítonos Kevin Short (Ribbing) y Christopher Job (Horn) cumplieron con eficacia su cometido.
El coro de la casa cantó espléndidamente bien bajo la atenta mirada del nunca suficientemente ponderado Donald Palumbo. Con un dominio absoluto de la orquesta de la casa y un profundo conocimiento de la partitura, la notable dirección musical del italiano Carlo Rizzi impuso tiempos muy cuidados, perfecta concertación y equilibrio entre los músicos y los cantantes.