Por la autenticidad musical
Agosto 2, 2022. No sé si se hayan dado cuenta, pero cada vez que alguien utiliza la palabra “filología”, alguien más pone una cara de fastidio, como si la palabra en sí fuese en principio algo lamentable. El porqué, hasta ahora, no lo sé, pero podemos intentar entenderlo.
Empecemos por el significado originario del término, la etimología (otra palabra muy temida…). La palabra filología procede del griego y se compone de philos (φίλος), es decir “amor” y logos (λόγος), es decir “palabra, discurso, idea, estudio”. (Por cierto: etimología también viene del griego y se compone de etymos —ἔτυμον, verdadero— y logos, del que ya vimos el significado.)
Volviendo al argumento de hoy, filología, básicamente, es una palabra llena de amor. Amor al estudio, amor a las ideas, amor a las palabras. Así como filosofía, que es amor al conocimiento, a la sabiduría (del griego φιλοσοφία, palabra compuesta nuevamente por philos, más sofía —σοφία— o sea, justamente, conocimiento, sabiduría).
En el ámbito musical, la filología se ocupa de recuperar, a través del estudio de las fuentes originarias de cada obra, la más completa autenticidad posible, la adherencia más fiel al dictado del compositor.
Una categoría especifica de profesionales, los musicólogos, se ocupa de estudiar cuidadosamente los autógrafos, las cartas, en fin, todos los testimonios disponibles para recuperar las versiones auténticas de las páginas que los interpretes tocarán, cantarán, dirigirán, etcétera. Cada vez que escuchamos la expresión “interpretación filológica” pensamos en algo de Bach o de Mozart o de Beethoven, pero la filología se aplica (añadiría ¡felizmente!) a toda la música.
En el 1971, Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt empezaron una operación discográfica ciclópea, que terminaría casi treinta años después: la grabación de las casi 200 Cantatas Sacras de Johann Sebastian Bach. Bärenreiter había publicado en 1958 la Neue Bach-Ausgabe y este será el inicio de una verdadera revolución en la interpretación de la música de Bach. Sin embargo, como decía, la filología aplica a todos los autores y, conforme van pasando los años, nos damos cuenta que cada autor, poco o mucho, necesita de una “revisión” de los criterios interpretativos, una limpieza de hábitos que en muchos casos han afectado la imagen que nos llevamos de su música.
En el 1968, la editorial Ricordi encargó a Alberto Zedda la revisión crítica de Il barbiere di Siviglia de Gioachino Rossini y esta fue la primera ópera de Rossini en ser reeditada según criterios filológicos, y la primera ópera del repertorio italiano del 1800 a pasar por este proceso. (Vale recordar que la “Rossini Renaissance” fue impulsada por Claudio Abbado, quien fue el primero en darse cuenta que las partituras rossinianas hasta ese entonces utilizadas habían sufrido demasiadas manipulaciones, lo que había definitivamente opacado el verdadero espíritu de la música del compositor.)
“En el ámbito musical, la filología se ocupa de recuperar, a través
del estudio de las fuentes originarias de cada obra, la más completa autenticidad posible,
la adherencia más fiel al dictado del compositor”
Estos son solo dos ejemplos. Podríamos seguir al infinito, mencionando la Neue Mozart-Ausgabe (Bärenreiter, 1956-1991), las ediciones críticas de las nueve sinfonías de Ludwig van Beethoven (Jonathan Del Mar, Bärenreiter, 1996-2000), la edición crítica de las óperas y demás composiciones de Giuseppe Verdi, empezada en el 1983 con Rigoletto y todavía en proceso… pero es suficiente con decir que, desde la segunda mitad del siglo XX en adelante, siempre más autores han sido beneficiados por un trabajo de revisión de sus páginas, que nos ha mostrado cómo, en muchos casos, habíamos estado estudiando partituras masivamente modificadas.
En el caso de Rossini, por ejemplo, todavía circulan al menos dos ediciones “alternativas” de la obertura de Il barbiere di Siviglia, cuya orquestación ha sido ampliada y cuyas notas en muchos casos han sido cambiadas. En el caso de Mozart, es suficiente comparar cualquiera de sus sinfonías en las dos ediciones más utilizadas, es decir la antigua Breitkopf y la nueva Bärenreiter que acabo de mencionar, para ver cuál ha sido el daño de editores sin escrúpulos, que han pensado poder “corregir” las que consideraban faltas o errores en la música del compositor de Salzburgo, y así continuaríamos al infinito y más, pero no es este el punto neurálgico de la cuestión.
Hemos empezado preguntándonos el porqué de cierto fastidio al mencionar la palabra “filología”, y es ahí a donde quiero llegar. Como hemos visto rápidamente hasta ahora, es justo gracias a la filología que hoy contamos con ediciones que nos hacen apreciar de cerca lo que el compositor ha escrito, sin intervenciones ajenas o, en caso que estas hayan sido necesarias, perfectamente identificadas para permitir al intérprete saber siempre si está leyendo algo que el compositor ha escrito o algo que el editor dedujo durante el proceso de estudio de las fuentes.
Recuerdo cuando por primera vez abrí la partitura de la Sinfonía Grande de Franz Schubert, la última a ser publicada en edición crítica por Bärenreiter (Neue Schubert-Ausgabe) en 2003, y la sensación de leer la sinfonía como si Schubert hubiese recién terminado de escribirla, como si la tinta no hubiera secado aún. ¡Cuantas diferencias con la edición que yo había estado leyendo hasta ese momento! Esa partitura me obligó a un cambio de perspectiva, porque hasta la manera de indicar el fraseo era distinta saliendo de la pluma de Schubert.
Una vez más, cabe recordar que debemos a la pasión e insistencia de Claudio Abbado esta nueva edición. Pocos datos, pero importantes. La edición de las sinfonías de Schubert empieza en 1967 con las primeras tres. Si observamos el catalogo Bärenreiter, vemos que la siguiente publicación es la Inconclusa (la número 7 en el catálogo Bärenreiter, pero la octava compuesta por Schubert, aunque la número 7 existe solo en bocetos para piano); este volumen se publicó en el 1997, es decir treinta años después de las sinfonías 1-3. De ahí, siguieron las sinfonías 4-6 (1999) y terminó la edición de las sinfonías con la Grande, en 2003.
En todo ello, ¿qué tuvo que ver Claudio Abbado? En 1988, Deutsche Grammophon publicó una grabación integral de las sinfonías de Schubert, con la Chamber Orchestra of Europe, dirigida, justamente, por Abbado. Él mismo explica, en las notas del box, que al empezar el estudio de las partituras se dio cuenta que algo no estaba bien (recordamos que, en ese momento, solo existía la edición crítica de las primeras tres) y solicitó revisar los autógrafos en Viena. Fue ahí donde pudo confirmar sus sospechas, y donde efectivamente encontró enormes diferencias y errores entre los autógrafos y las partituras publicadas por Breitkopf, las más autorizadas disponibles en ese momento (en la edición Breitkopf de la Cuarta sinfonía hay intervenciones de Johannes Brahms en la instrumentación, imagínense…).
Decide entonces, estudiar desde cero las sinfonías, utilizando tanto los autógrafos de las partituras, tanto los materiales de orquesta y de este tremendo trabajo de investigación, salió la primera grabación realizada según los autógrafos, en un momento en el que todavía no se disponía de ediciones publicadas. El box incluyó la obertura Rosamunde, que fue publicada por Bärenreiter apenas en 2020, treinta y dos años después.
Lo que acabamos de mencionar en relación a Claudio Abbado es la personificación más auténtica de la palabra filología, ese “amor al estudio”, expresado a través de un espíritu de abnegación que, a decir verdad, caracterizó a Abbado a lo largo de toda su vida musical. Pero, me pregunto, ¿no debería ser algo común a todo músico, a todo intérprete? Acaso ¿no es el fin de cualquier intérprete transmitir de la manera más fiel posible el mensaje del compositor? A veces parece que no.
Recuerdo hace años haber asistido a una conferencia de prensa en el Teatro Regio de Parma, mi ciudad, donde Philip Gosset —el musicólogo a quien se debe la edición crítica de las óperas de Giuseppe Verdi hasta 2014— explicaba con detalle las novedades que se habían descubierto sobre una de las óperas que se iba a representar en el Festival Verdi de aquel año 2011. Yo estaba encantado escuchando todo lo que se podía finalmente entender de esa partitura gracias a los autógrafos y acerca de cómo, por fortuna, se habían podido enmendar muchos errores que hasta ese entonces manchaban esa como otras óperas del “Cisne de Busseto”, como le decimos con cariño y respeto los que nacimos en esas tierras.
“Es justo gracias a la filología que hoy contamos con ediciones
que nos hacen apreciar de cerca lo que el compositor ha escrito,
sin intervenciones ajenas”
Bueno, después de tantas interesantes explicaciones que, para mí, asumían en ese momento la importancia de verdaderas revelaciones, la palabra pasó al director musical, del que no daré el nombre, por respeto, el cual, esencialmente, dijo que, aunque agradecido por el trabajo de investigación, él utilizaría su partitura de siempre para esa producción de la ópera. No les cuento la cara de Philip Gosset, que seguramente ya sabía por dónde iba el director, pero de repente no se esperaba tal descaro en admitirlo frente al mismo público que acababa de escuchar el relato del musicólogo. ¿Dónde estaba el amor al estudio? ¿Dónde estaba el amor al compositor? Pues, se habían quedado ahorcados por algo que representa, al menos para mí, la muerte de cualquier crecimiento, de cualquier avance, sea artístico, sea lo que fuere: la costumbre.
En ese caso, la costumbre era representada por una partitura vieja, marcada muchas veces y, ahora se sabía, inexacta; sin embargo, más valió eso, o sea quedarse con lo conocido, quedarse en su propia “zona de confort”, que tomar un buen bocado de aire fresco y dar el salto. Esa partitura era como la mantita de Linus [personaje de la serie de tiras cómicas Peanuts, con Charlie Brown] para ese director, tanto que no quiso abandonarla para adoptar una partitura nueva y más acertada.
Ahora bien, estamos llegando poco a poco al centro de la cuestión; es decir, la razón de cierto rechazo cuando se habla de filología. La costumbre es lo que, en muchísimos casos, se traduce con la frase “siempre se ha hecho así”, seguida por “¿para qué cambiar?”. No es necesario que les diga que detesto profundamente esta actitud, porque si fuese llevada al extremo, posiblemente estaríamos tocando el repertorio como se solía tocar en sus orígenes y… un momento; sé lo que están pensando: están pensando que, si así fuera, tendríamos la autenticidad garantizada. Pero ¿será así? Vamos viendo. Hemos sido tan hábiles (o fanfarrones, según los puntos de vista) que hemos llegado a darle a la costumbre un nombre lindo, un nombre que le ha dado legitimidad: la hemos llamado “tradición” y hemos hecho que esta palabra se transformara en un cajón donde cabe cualquier aspecto de la interpretación musical; que sea bueno o que sea malo, no importa: es “tradición” y, por lo tanto, es algo auténtico e intocable. Lastimosamente, no es la verdad.
Wilhelm Furtwängler decía que “la tradición es solo el último recuerdo desvanecido de la última mala ejecución”. Seguramente han escuchado muchas veces estas palabras, pero ¿se han puesto a pensar en lo que significan realmente? Cuando Furtwängler habla del “ultimo recuerdo desvanecido” está hablando de algo que se parece muchísimo al chisme. Tal cual.
¿Recuerdan la cavatina de Don Basilio en el Barbero de Sevilla? Empieza diciendo que “la calumnia es una brisa, un airecito muy tierno” pero que “al final se desborda, revienta (…) y produce una explosión como un cañonazo”. Es lo mismo que pasa con las tradiciones, si dejamos de lado el interés en el estudio para poder distinguir entre las que vale la pena conservar y las que, sencillamente, son vicios.
Y aquí tengo que citar las palabras de un amigo y colega quien ha sabido, con eficacia magistral, enfocar con un concepto clarísimo el punto. Sebastiano Rolli afirma que “la tarea del intérprete es saber distinguir entre tradición y praxis”. ¡Boom! Para tratar de entender en profundidad este concepto tan importante, tenemos que entender primero qué es la tradición y qué es la praxis.
Vamos una vez más a los orígenes de estas palabras. “Tradición” procede del latín traditio; traditionis a su vez procedente del verbo tradare, compuesto de tra- (mas allà) y -dare (dar). Y “praxis” viene del griego prâxis (πρᾶξις), o sea acción, manera de actuar.
Entonces, tradición es lo que se nos transmite, mientras que praxis es cómo se debe hacer. (Si me lo permiten: tradición es ponerle piña a la pizza; praxis es no hacerlo, porque la pizza “filológica” no lleva piña).
¿Cómo saber cuándo una tradición es válida y cuándo no? Pues, cuando tradición y praxis coinciden. Parece una tarea fácil, una vez que lo leemos, ¿verdad? No lo es, porque se necesita de mucho estudio y de mucha paciencia. Sin embargo, es al mismo tiempo la clave para salir de ese callejón sin salida en el cual nos gusta escondernos, y que hemos justamente llamado “tradición”.
¿Un ejemplo? ¿Cuantas veces han escuchado hablar del inicio de la Quinta sinfonía de Beethoven como del “destino que toca la puerta”? Y hasta cierta época la tradición interpretativa era de iniciar la sinfonía tocando las primeras notas mucho más lentas del tempo, para simular, justamente, alguien que tocase la puerta. Púm, púm, púm, Puuuuuum! Púm, púm, púm, Puuuuuum! Tremendo inicio, aterrador. (El mismo Furtwängler decía que “la Quinta inicia en el quinto compas”, reforzando la idea de que el motto inicial fuese algo aparte.) Pero, ¿era así como Beethoven la había pensado? Felizmente, se llegó a descubrir que él nunca se expresó de esa forma acerca de ese inicio (así como, por ejemplo, nunca quiso llamar “Mondschein” a una de sus sonatas para piano más famosas: inventos románticos y de algún editor en busca de ventas fáciles) y se abandonó la tradición. (Además, siempre es bueno recordar que a Beethoven no le faltaba tinta, y que, si hubiese querido un inicio tan peculiar, seguramente lo hubiese indicado minuciosamente.)
¿Otro ejemplo? Todos conocemos el famoso Adagietto de la Quinta sinfonía de Gustav Mahler; ese movimiento, el cuarto de cinco, se ha convertido en algo icónico, y nos hemos acostumbrado a pensar que represente el sufrimiento de un Mahler que sabemos tuvo una vida bastante complicada, para ser eufemísticos. Cada vez que llega ese momento, es como si el tiempo se parara y la conmoción nos llena los ojos de lágrimas. Según Anthony Princiotti, musicólogo graduado en Juilliard y en Yale y por largo tiempo colaborador de la Boston Symphony Orchestra, Mahler dirigía ese movimiento en 7’30’’… sí, leyeron bien: siete minutos, treinta segundos. Ahora, si tomamos las grabaciones de algunos de los más grandes intérpretes mahlerianos de siempre, nos encontramos con tempi “más lentos”: Boulez, 11 minutos; Bernstein, 11’20’’; Abbado, 12’ con la Chicago Symphony, 9’ con los Berliner; Chailly, 10’20’’… y podríamos seguir.
El único que le hace justicia a Mahler es, no hace falta decirlo, Bruno Walter. Su Adagietto dura 7’34’’. Perfecto. El tempo de Mahler, que pensaba, según el testimonio de Alma, en un canto de amor. Que sea o no cierto este último dato, lo que sí sabemos es que nuestro concepto del Adagietto es equivocado. ¿Por qué? Fácil intuirlo: Mahler indica “sehr langsam” (muy lento) al inicio del movimiento y esto nos ha hecho ignorar la palabra Adagietto, que es un término cariñoso, como larghetto, como andantino… Sin embargo, si Princiotti nos dice que el tempo de Mahler era de 7’30’’, esto significa que es una información disponible, además de que tenemos el testimonio directo de Bruno Walter, quien fue asistente de Mahler.
En fin, estos son solo dos ejemplos —y de los más evidentes— que nos demuestran la facilidad con la que llegamos a manipular las partituras de los grandes compositores. Si entráramos en cuestiones más específicas como, por ejemplo, las indicaciones de fraseo, descubriríamos que, según Breitkopf, ni Mozart, ni Beethoven y ni Brahms usaron nunca la indicación de staccato marcato (esa que se indica con una pequeña cuña vertical encima de la nota).
¿Por qué? Porque los editores, por una razón que desconozco, han preferido pensar que el punto que indica staccato y la cuña de staccato marcato fueran lo mismo, y las cuñas, sencillamente, han desaparecido, cambiados por puntitos inocuos. Para no hablar de las leyendas difundidas por Anton Schindler en su Biographie de Beethoven, llena de informaciones “vendidas” como auténticas y con el tiempo desmentidas (la más famosa de todas: los metrónomos malogrados de Beethoven), un desastre colosal.
En el repertorio sinfónico las manipulaciones existen, pero es en el repertorio lírico donde el problema se vuelve, realmente, un gran problema. La música operística es la más afectada por la “tradición”. Pero, ojo: solo la opera del siglo XIX, porque a nadie se le ocurre cambiar ni una coma al Orfeo de Monteverdi o a la Alcina de Händel, mientras que, si hablamos de repertorio lírico romántico, y especialmente de repertorio italiano, es ahí donde encontramos las barbaridades más grandes que, lastimosamente, han pasado a ser parte de la “tradición”.
El porqué es fácil decir: un género musical que, en sus orígenes, tenía razones musicales y éticas que lo posicionaban casi al mismo nivel de la tragedia griega, 200 años después llegó a ser el género de entretenimiento más popular, casi como el cine de hoy en día y, además de eso, desde cierto momento eran los cantantes —y no los compositores— las verdaderas estrellas de la ópera: el compositor, después del estreno, perdía completamente el control de lo que con sus páginas hacían los intérpretes, dueños indiscutibles de la música.
En la misma terminología que utilizamos está el concepto equivocado de que es el mismo cantante que da forma al personaje: se dice “Francesco Tamagno creó el rol de Otello”, en vez de decir que lo interpretó por primera vez; y aunque fuese a la presencia del compositor, sabemos perfectamente que, conforme pasaban las funciones, o por necesidad del momento o por equis razones, los cantantes siempre modificaban lo que estaba indicado en la partitura.
¿Alguien sabe quién fue el primer tenor que insertó en ‘Di quella pira’, la cabaletta de Il trovatore, con el do sobreagudo? Hasta ahora hay indecisión sobre el asunto: algunos dicen que fue Carlo Baucardé, primer intérprete de Manrico; otros dicen que fue Enrico Tamberlick, uno de los más grandes e importantes tenores heroicos de la época de Verdi. Sea quien fuere, esa modificación data a la época del mismo Verdi, pero el compositor nunca la aprobó, y no me extraña, honestamente, porque ese agudo impide escuchar a la orquesta que, terminando la cabaletta, “traduce” literalmente la carrera frenética de Manrico para ir a salvar su madre. Un ejemplo perfecto de “pintura musical” que nadie puede escuchar.
“Cuando escuchamos las grabaciones de intérpretes del pasado,
el peor error que podemos hacer es sacarlas de su propio contexto
y tomarlas como referencias universales, inmutables e incuestionables”
Hemos llegado al punto en el que se tiene que bajar la cabaletta de tonalidad para que el cantante pueda cantar ese do, que deja de ser un do, y que sin embargo parece ser la única nota que importa de toda la cabaletta. Hace años, en la Scala, Riccardo Muti quitó el agudo en ese final y, como era de esperarse, los espectadores de la galería reaccionaron pifiando y abucheando al tenor, hasta que Muti se responsabilizó de esa decisión.
¿Qué quiero decir con esto? Pues, sencillamente, que cuando dejamos de lado las razones musicales y nos refugiamos en la “tradición”, el compositor deja de ser importante, y lo único que nos importa es lo que esperamos escuchar, porque siempre lo hemos escuchado así. Pero sería suficiente leer unas cuantas cartas de Verdi para enterarnos de cómo se quejaba por todas estas manipulaciones. “Suficiente sería que se hiciese lo que yo he escrito, ¡sin inventarse nada!” escribió. ¿Se imaginan lo que hubiesen escrito los grandes autores del pasado si hubiesen escuchado ciertas interpretaciones que, para nosotros, representan la “tradición”? Imagínense la reacción de Johann Sebastian Bach al escuchar una ejecución híper romántica de su Matthäus-Passion. O lo que hubiese dicho Mozart escuchando su Krönungmesse “a la Wagner”.
He aquí la última reflexión que quiero hacer sobre este asunto tan apasionante, porque no quiero ser malinterpretado: los grandes maestros del pasado, sean cantantes, sean directores, sean músicos, forman parte de la historia de la interpretación y sus testimonios son importantísimos e imprescindibles. Nos es imposible pensar hoy en día en la música sinfónica de Beethoven sin pensar en las interpretaciones de Herbert von Karajan o de Wilhelm Furtwängler; o en las óperas de Mozart sin ver con admiración las lecturas de Karl Böhm; o a las sonatas de Beethoven sin pensar en Arthur Schnabel o en Wilhelm Backhaus, solo por mencionar algunos.
Pero, ¿cuál es la diferencia entre ellos y nosotros, dejando por supuesto de lado el valor musical indiscutible? La diferencia es que estos grandes maestros no poseían las informaciones de las que nosotros disponemos: se guiaban por su poderoso instinto musical y por una “tradición” interpretativa que, procediendo de esos mismos grandes compositores, llegaba a ellos a través de los grandes compositores e intérpretes de la época romántica y romántica tardía.
Entonces, cuando escuchamos las grabaciones de estos intérpretes del pasado, el peor error que podemos hacer es sacarlas de su propio contexto y tomarlas como referencias universales, inmutables e incuestionables. No es así, y decir, hoy, que las interpretaciones de Furtwängler han sido superadas, no es faltarle el respeto, en absoluto: estoy seguro que si él hubiese podido presenciar los descubrimientos que la musicología ha hecho, hubiese modificado sus conceptos, tratando de ser más fiel al dictado del compositor, lo que siempre fue su preocupación más grande. Nosotros no tenemos excusas, porque con tantas informaciones que nos facilitan la tarea, no utilizarlas es, sencillamente, una falta de respeto tanto a los compositores, como a las personas que se esmeran en proporcionarnos ediciones siempre más auténticas y fiables.
Es evidente que nunca podremos tocar la música de Bach “como la tocaba Bach”, ni la música de Mozart “como la tocaba Mozart”, pero podemos acercarnos mucho e intentar descubrir siempre más detalles que nos ayuden a llegar al objetivo, pasando por alto “tradiciones” que por demasiado tiempo nos han ofuscado la visión. Y hablando de visión ofuscada, para terminar con un dato curioso, ¿se han preguntado por qué seguimos tocando el inicio de la Quinta de Beethoven staccato, como si hubiese esa indicación? Ya hemos visto que Beethoven podía distinguir sus indicaciones entre staccato y marcato, y en ese inicio no aparece ninguna de las dos… Ojalá pronto alguien se atreva a tocar ese motto como debe ser, simplemente separato.