Reflexiones sobre la dirección orquestal
Julio 2, 2022. Cuando se habla de la dirección de orquesta y de su enseñanza, normalmente hay opiniones distintas y contrastantes (casi como cuando se pide una evaluación clínica a diferentes médicos) y las dos posiciones predominantes son, generalmente, la de quienes afirman que la dirección de orquesta no se enseña y la de quienes la saben enseñar. Puede que suene algo fuerte, pero es la verdad. Y, ojo, con esto tampoco quiero decir que quien no sepa enseñar a dirigir no lo sabe hacer. Es así en muchos casos, pero no se vale generalizar.
El hecho de saber hacer algo no implica que uno sea capaz de transmitirlo de una forma didácticamente eficaz, así de simple. Grandes directores de orquesta han sido y son excelentes maestros y han empezado una “escuela”, así como otros, igualmente grandes, nunca han tenido alumnos.
Carlos Kleiber, que no me cuesta definir como el más impresionante talento directoral del siglo XX, se rehusaba a tener alumnos, a pesar de las incesantes solicitaciones que recibía, porque, decía, era totalmente incapaz de enseñar. (Habría que resaltar que Kleiber se rehusaba a dirigir también. Entonces no estoy seguro de que su “modestia” acerca de sus capacidades didácticas fuese real o simplemente escondiera la falta total de ganas de hacerlo, pero seguro entienden lo que quiero decir…).
«Para enseñar algo hay que saber hacerlo, y hacerlo bien,
porque no es posible transmitir algo que no se domina»
Lo que está absolutamente fuera de discusión es que para enseñar algo hay que saber hacerlo, y hacerlo bien, porque no es posible transmitir algo que no se domina, sea la dirección de orquesta, sea la escultura, sea el vuelo acrobático… el concepto no cambia. (Y acá habría que abrir un largo capítulo sobre el gran número de “profesores” improvisados que, después de haber tomado 4 clases de una disciplina equis, empiezan a enseñarla en su nivel básico —lo cual tiene el mismo sentido de alguien que acaba de aprender a usar el timón de un avión y se promociona como profesor de “vuelo básico”—, pero lo dejaremos para otra vez).
Volviendo al tema, la cuestión de la didáctica es bastante interesante y, si hablamos de la didáctica de la dirección de orquesta, lo es aún más, porque hablamos de una disciplina relativamente “reciente”, y porque la literatura al respecto es, hay que admitirlo, realmente escasa.
¿Cuándo nació la dirección de orquesta?
La dirección de orquesta nace, a diferencia de otras disciplinas musicales, por emergencia, es decir: en un cierto momento se ve la necesidad urgente de que alguien se haga cargo de “dirigir” para que todo funcione. Y eso ¿por qué? Porque el repertorio llega a un nivel de complejidad técnica por la cual ya no es suficiente que el concertino [el primer violín en una orquesta sinfónica] guíe sentado desde su atril. Hablamos de la primera mitad del siglo XIX y el repertorio “incriminado” son las sinfonías de Beethoven. Es en ese entonces que aparecen los primeros directores sinfónicos: Spohr, Habeneck, Paganini (¡!), Spontini… (Los directores de ópera ya existían, porque desde un primer momento el repertorio lírico presenta problemas técnicos y de ensamblaje más evidentes que el sinfónico; hablaremos más adelante de este aspecto también).
Lejos de querer empezar un curso de historia de la dirección de orquesta, solo quería que fuese clara la razón por la cual hasta el día de hoy no hay una verdadera “didáctica” de la dirección de orquesta en libros y textos oficiales, como la hay cuando se habla de piano, violín, flauta y cualquier otro instrumento y/o disciplina musical.
Hay textos importantes (Hermann Scherchen, Max Rudolf y pocos otros, sin olvidarnos de Wagner, quien fue el primero en intentar poner por escrito algo sobre la dirección de orquesta, aunque, para variar, de manera muy romántica, literaria y poco práctica, con todo el respeto debido, no hace falta decirlo)… Hay textos importantes, decía, pero falta el “Gradus ad Parnassum” [el “Ascenso al Parnaso”] de la dirección de orquesta, es decir un método que acompañe tanto el estudiante como al profesor desde los primeros pasos hasta el virtuosismo.
Enseñar a dirigir
Por eso es tan difícil enseñar a dirigir. Porque no hay nadie que hasta ahora se haya tomado la molestia de poner en un texto completo y exhaustivo todo el proceso de aprendizaje, desde los primeros pasos hasta la dirección de las obras más importantes. Y esta es también la razón por la cual el equipo del “eso-no-se-enseña” sigue teniendo muchos adeptos. La verdad es que, si bien es cierto que hay aspectos de la dirección de orquesta que se aprenden al cien por ciento solo dirigiendo, un buen maestro debe poder racionalizar el proceso de aprendizaje yendo hacia atrás, para que el alumno tenga unas bases que le permitan encontrar su propio camino. (Hay aspectos del manejo del automóvil que uno aprende solo con varios kilómetros de experiencia en la autopista, pero nadie dice que no es posible enseñar a manejar un automóvil, o ¿me equivoco?)
Cuando hablo de “racionalizar el proceso” quiero decir que, para enseñar algo que ya uno hace de forma automática, es necesario retroceder al momento en el que no lo podía/sabía hacer y explicar al alumno cómo ha llegado a una determinada solución técnica. Y si esa es fruto del instinto (hay soluciones técnicas que un director adopta a veces sin darse cuenta, sobre todo si tiene predisposición natural para la dirección), hay que ser capaz de “generar” un proceso, es decir, desmontar un gesto, desmontar un camino lógico que se ha generado sin que uno se diera cuenta.
Todo esto me obliga a abrir un pequeño paréntesis acerca de aquellos “maestros” que pretenden que sus alumnos aprendan por imitación, lo cual es una combinación bien tóxica entre la incapacidad de realizar el proceso de racionalización del cual acabo de hablar y una buena dosis de presunción mezclada con pereza.
Aprender a dirigir por imitación es algo totalmente ineficaz, justo porque falta el proceso racional que me ayuda a construir una lógica a través de la cual yo, estudiante de dirección, puedo poco a poco construirme una técnica. Aprender por imitación significa que yo, estudiante de dirección, sabré aplicar un determinado gesto en una y una sola ocasión, porque es la que estoy copiando, sin entender el porqué de ese gesto, ni la razón por la cual funciona.
Entonces, consejo no requerido: cuando escuchen a algún maestro de dirección que les dice “házlo como yo lo hago, a mí me funciona”, huyan lo más rápido que puedan.
Aclaremos una cosa antes de proseguir. Todos (¡todos!) hemos intentado en algún momento imitar a nuestro director favorito, sea quien fuere. Cada uno de nosotros ha tenido su “época Abbado” o su “etapa Karajan” o su “fase Kleiber”, y eso es normal, saludable y preferible pasar por una “fase”.
De hecho, los grandes pintores siempre han tenido en sus talleres a jóvenes aprendices que, para aprender el arte de sus maestros, copiaban sus pinturas, además de ayudarlos con los detalles de sus grandes creaciones. Así que nada de culpa si en algún momento nos hemos encontrado ocupados en memorizar cada fotograma de los videos de uno u otro gran director, tratando de emularlo, saltándonos la parte fea de todo el proceso y pensando que nadie se dará cuenta que hemos estado viendo un video repetidas veces.
“Detrás de los movimientos más bellos y fascinantes,
hay una idea musical y técnica clara
que el director quiere transmitir a la orquesta”
Lo más importante es entender que copiar no puede ser un simple hecho mecánico de reproducción de movimientos, sino que hay que llegar a entender lo que yo siempre llamo “el concepto del gesto”; o sea, lo que está detrás de la estética de una géstica de dirección que tanto nos fascina como para querer imitarla. Para esto es necesario un buen maestro que ayude a analizar esa géstica en los más mínimos detalles, para poder entender que, hasta detrás de los movimientos más bellos y fascinantes, hay una idea musical y técnica clara que el director quiere transmitir a la orquesta. Quien piense dirigir “como Kleiber”, solo agarrando la batuta con tres dedos y sonriendo mientras se mueve, fingiendo ignorar si la obra que está dirigiendo es en 4/4 o en 6/8, está muy, pero muy equivocado…
Cómo ser un buen director de orquesta
Ahora bien, después de este largo preámbulo, habría finalmente que hablar de cuál es el camino correcto para llegar a ser un buen director de orquesta. Hay que empezar reafirmando algo que para mí es de importancia primordial: la formación de un director de orquesta empieza con los estudios de composición musical. Punto. No hay otra forma de decirlo: la formación de un compositor y la de un director de orquesta coinciden al menos en un 70 por ciento.
En Italia, por ejemplo, el curso de dirección de orquesta propiamente dicho dura tres años y empieza solo después de que el aspirante director ha estudiado siete (¡7!) años de composición. La razón es lógica y bien fácil de comprender: no existe para un director de orquesta una literatura para principiantes como la hay para otros músicos que empiezan desde niños con obras a medida de sus capacidades técnicas y musicales. Las composiciones técnicamente más “sencillas” con las que puede confrontarse un director son, por ejemplo, las primeras sinfonías de Mozart, pero vamos: eso ya de por sí necesita que uno maneje ciertos conceptos formales y de orquestación que tienen que ya estar bien asimilados en los conocimientos de uno mismo.
Por esta razón no tiene ningún sentido intentar formar directores contemporáneamente tanto en el aspecto técnico como en el aspecto musical. Es una pérdida de tiempo totalmente inútil. Un estudiante de dirección de orquesta debería empezar el estudio de la técnica de la dirección con un conocimiento suficiente como para manejar sin dificultad las obras más complejas del repertorio sinfónico y dedicarse finalmente a la solución de problemas técnicos.
La primera sinfonía que dirigí cuando empecé mis estudios de dirección de orquesta fue la “Heroica” de Beethoven. Técnicamente estaba fuera de mi alcance, como es evidente, pero podía comprender la partitura en todos sus aspectos porque venía de años previos de haber estudiado composición.
La otra cara de la moneda es que se crea que todo compositor es automáticamente un buen director, pero no es así. Que un director tenga la formación de un compositor no lo hace director hasta que tenga la formación específica que se requiere para manejar técnicamente una orquesta. Entonces un compositor que no estudie dirección de orquesta, simplemente, no puede dirigir. Es otra “chamba”. Que muchos compositores hayan dirigido sus obras en un principio no significa que lo hayan hecho bien, o por lo menos que todos estuviesen a la altura siquiera de sus propias partituras.
Hindemith fue un buen director de orquesta, pero por ejemplo Stravinski era una tragedia (y él lo sabía, si él hubiese dirigido el estreno del Le sacre du printemps o de Petrouchka, en vez de dejar que lo hiciese Pierre Monteux), y podríamos recordar muchos más casos, pero me interesa que el concepto quede claro: en la formación de un director hay dos aspectos imprescindibles. Uno es el aspecto musical; otro es el aspecto técnico. El segundo sin el primero da origen a un mono dirigiendo algo que no comprende. El primero sin el segundo da origen a un músico que comprende algo que no es capaz de dirigir.
Ahora bien, volviendo al punto, el hecho de empezar los estudios de dirección de orquesta sin una formación adecuada obliga tanto al estudiante como al profesor a invertir tiempos bíblicos para la preparación de cualquier obra, porque antes de siquiera intentar dirigirla es necesario comprenderla, y si uno no tiene las bases para encargarse del estudio previo, será el maestro el que tenga que volverse por un tiempo “profesor de análisis y composición” y hacer que el alumno llegue a un nivel de comprensión suficiente como para poder dirigir.
¿Suena raro? A mí sí, por al menos dos razones: la primera es que no tiene sentido que en una clase de dirección de orquesta se enseñe análisis musical y/o composición (recordemos que es otra “chamba”), y la segunda es que, si es verdad (y lo es) que cierto nivel de conocimiento se alcanza en años de estudio (no digo que tienen que ser 7, pero, digamos, ¿4? ¿5?), es imposible que un director sin una preparación previa se forme como debe ser en tres o cuatro años. Y, aunque me duele decirlo, hay que admitir que la realidad está frente a nuestros ojos.
“Si una fórmula no cumple con su objetivo,
hay que cambiar la fórmula, no el objetivo”
No sé si lo que están leyendo les está aclarando dudas o les está haciendo surgir más interrogantes. En todo caso me consideraría satisfecho, porque lo peor sería que se quedaran indiferentes frente a lo que leen. Lo que sí, se habrán dado cuenta que no me gusta quedarme quieto frente a “patrones” preestablecidos que se dan por sentados. A mis alumnos siempre digo que si un patrón no sirve a la música, hay que cambiarlo. La técnica sirve para comunicar ideas (y aunque quisiera haberlo dicho yo, nadie expresó este concepto mejor que Leonard Bernstein, cuando afirmó que para un director de orquesta “técnica y comunicación son sinónimos”) y si una fórmula no cumple con su objetivo, hay que cambiar la fórmula, no el objetivo.
¿El director de orquesta debe ser pianista?
Asimismo, me parece que vale la pena romper esquemas cuando se habla en general de la enseñanza de la dirección de orquesta, que sufre de ciertos estereotipos tan arraigados que parece imposible ponerlos en discusión. Uno de ellos es la convicción de que un director tiene que saber sí o sí tocar el piano, porque leer una partitura al piano es la única forma para empezar a estudiarla. Pues, no. Lo siento, pero no es cierto.
Y, para que quede claro, quien escribe es un pianista para quien no es, ni nunca ha sido, un problema leer una partitura al pianoforte. Pero nunca lo he hecho, o al menos: nunca he vuelto a hacerlo después de terminar el curso obligatorio de “Lectura de la partitura” en el conservatorio. Vamos a ver el porqué de una afirmación tan radical.
Punto número uno: el “director que toca el piano” es una herencia histórica que viene de la antigua figura del Kapellemeister (el maestro de capilla), que es además el nombre con el que en Alemania se llamaba al director musical de un teatro. ¿Qué hacía el Kapellemeister? Pues, todo. Absolutamente todo. Ensayaba con la orquesta, preparaba a los cantantes con ensayos musicales al piano, ensayaba con el coro tocando el piano… y esto hace no mucho tiempo. Es suficiente leer la biografía de Herbert von Karajan cuando habla de sus inicios en Aachen (en la década de 1930): era un verdadero “factótum”.
Hoy en día sabemos que ya no es así, porque cada función es cumplida por un diferente maestro, el cual es un profesional absoluto en lo que hace. Entonces, el director de orquesta se ocupa de los ensayos con la orquesta; cuando debe ensayar con los cantantes, se le une un correpetidor, que es un pianista profesional que puede tocar todo el repertorio sin ninguna dificultad (y que normalmente está capacitado para preparar en total autonomía a los cantantes que lo necesiten); y, cuando ensaya con el coro, se ocupa de la parte musical, porque el coro tiene su propio maestro instructor y un pianista que acompaña los ensayos. Vale recordar que en algunos teatros de Alemania y Austria siguen pidiendo que el director pueda eventualmente hacerlo todo como era en el pasado, pero esto para mí es algo anacrónico y desmentido por la evolución profesional de la que acabo de dar referencia.
Punto número dos: estudiar una partitura al piano no sirve de nada. Al contrario, puede llegar a ser contraproducente. Una de las afirmaciones más comunes es que leer una partitura al piano sirve para “saber cómo suena”…
¿De verdad? O sea, ¿realmente piensan que para saber cómo suena Le sacre du printemps, puedo tocarlo al piano y hacerme una idea? Seamos honestos… Si hasta la versión para piano a cuatro manos que el mismo Stravinski escribió es tan virtuosa que necesita de dos pianistas profesionales que la estudien bastante tiempo para llegar a dominarla perfectamente, ¿cómo puedo pensar en “leer” una partitura de este nivel y que mi versión me ayude a “saber cómo suena”?
La verdad es que las pocas partituras que se podrían leer decentemente al piano son las que menos lo necesitan. Es decir: puedo leer tranquilamente una sinfonía de Mozart y tocar prácticamente todas las partes, pero ¿es necesario? La respuesta es: no, porque esta partitura se puede leer tranquilamente lejos de cualquier instrumento. Y en realidad, precisamente este es el objetivo: llegar a madurar un oído interno tan desarrollado que me permita leer cualquier partitura sin tocarla. Esto me permite “escuchar” todo y con su respectivo sonido y evitar que un corno, un fagot y un violín suenen igual, que es exactamente lo que sucede cuando intento tocar una partitura al piano. Y en caso de que quiera tener una idea fiel de cómo suena una partitura, antes de empezar a estudiarla en sus detalles, pues, felizmente, existen las grabaciones. Y no: no estoy diciendo que se puede estudiar con las grabaciones. En lo más mínimo. Estoy diciendo que una grabación es mucho más eficaz que cualquier versión al piano que yo pueda llegar a tocar, si es que el objetivo es “saber cómo suena” una partitura.
«Un director necesita tener una imagen sonora muy precisa
de la partitura que tiene que dirigir»
Y hablando de oído interno, vale resaltar que un director necesita tener una imagen sonora muy precisa de la partitura que tiene que dirigir, porque al momento de empezar los ensayos, esta imagen será la referencia para toda corrección y aclaración que él quiera hacer. (Hay directores que se guían con una grabación de referencia, porque han estudiado con esa misma grabación; o sea: no han estudiado la partitura, sino que se han aprendido de memoria una versión de su agrado y esta versión trataran de reproducir. No vale la pena hablar de este tipo de fenómenos, y no lo haré.)
Para obtener esa imagen sonora, necesito conocer la partitura en sus mínimos detalles, y aunque sabemos que es imposible conocerla al cien por ciento, la manera más completa para llegar a una profundización (casi) absoluta es que la partitura suene en mi mente solo a través de sus páginas y sin ningún intermediario. Esto hará que mi oído poco a poco reproduzca los sonidos, los espacios y que la música vaya literalmente “construyéndose” en mi cabeza, así como tiene que sonar.
Entonces, para terminar el argumento, no vale la pena sufrir mucho para aprender a tocar una partitura al piano. Háganlo lo menos que puedan y, apenas puedan, dejen de hacerlo.
El director de ópera vs. el director sinfónico
Uno de los prejuicios más difíciles de cancelar es que el director de ópera es un músico mediocre y, en segundo lugar, pero muy cerca, que dirigir una ópera es al fin y al cabo algo sencillo y de poca importancia.
Sería suficiente mencionar unos cuantos nombres de grandes directores sinfónicos que se han dedicado a la ópera para terminar de una vez con esto. De los más recientes, o sea yendo hacia principios del siglo XX nada más, tendríamos que hablar de Gustav Mahler, Bruno Walter, Arturo Toscanini, Karl Böhm, Herbert von Karajan… para llegar al día de hoy con Riccardo Muti, Claudio Abbado, Riccardo Chailly, Kirill Petrenko, Theodor Currentzis, Daniele Gatti… ¿Es suficiente?
La verdad es que hubo una época, sobre todo en Italia, durante la cual los directores de ópera se dedicaban exclusivamente (o casi) a ello, y esto generó la convicción que se trataba de algo para músicos de menor calidad. Tullio Serafin y Antonino Votto, para nominar solo dos grandes, han sido de los más importantes directores de ópera de la primera mitad del siglo XX que no han dejado testimonios de interpretaciones de música sinfónica. El porqué, no lo sé, pero seguro que el prejuicio del que hablamos tiene alguna razón de ser en ese aspecto, así como en el hecho de que la “profesión” del director de ópera es vista, sobre todo por aquellos que no tienen la más mínima idea de lo que se trata, como algo más parecido a la de un obrero que a la de un músico.
De hecho (y así llegamos al segundo puesto en el ranking de los prejuicios), el director de ópera tiene que poseer un oficio técnico mucho más desarrollado que el de un director sinfónico. De acuerdo con una afirmación de Charles Mackerras, “una buena orquesta, bien preparada, será capaz de tocar la mayoría de las obras sinfónicas sin un director… una ópera no puede ni siquiera empezar (¡!) sin un buen director que dirija todo el proceso”, y esta es la razón por la cual el escepticismo de las orquestas hacia los directores es mucho mayor en una sala de conciertos, porque fanfarronear dirigiendo la “Pastoral” de Beethoven es fácil, mientras que es imposible hacerlo con cualquier opera lírica, sea L’elisir d’amore o Pélleas et Mélisande.
Y dado que estamos hablando de didáctica y pedagogía de la dirección de orquesta, es de importancia capital manejar la técnica para dirigir ópera desde los años de estudio, porque salir de un curso de dirección orquestal sin haber visto nada de ello puede ser un problema la primera vez que uno tenga que bajar al foso de un teatro, porque podría ser la última.
Por eso, aconsejo a los estudiantes de dirección orquestal que huyan o al menos no crean a aquellos “maestros” que subestiman o, peor, desprecian la ópera, y afirman que aprender a dirigirla no sirve de nada: ellos son los primeros que nunca lo han hecho, que no sabrían hacerlo y que fracasarían después de pocos compases de cualquiera de las óperas más sencillas del repertorio.
La corporalidad del director de orquesta
He dejado para el final un argumento sobre el cual he estado reflexionando en los últimos tiempos y que me parece que tiene la misma importancia de todo lo que acabo de decir. Hablo de la corporalidad del director de orquesta. ¿A qué me refiero?
Cada músico, sea pianista, sea cantante, sea flautista… tiene, antes o después, que enfrentarse a problemas relacionados con la postura que asume a la hora de tocar o cantar. Y de esto no se puede escapar uno, porque en algún momento al pianista le va a doler la espalda, al flautista le va a doler la muñeca, al cantante le va a dar afonía si no sabe relajar la musculatura de su cuello, y así sucesivamente. Pero nunca se habla de cuánto la dirección de orquesta está relacionada al cuerpo de uno mismo.
El director no toca ningún instrumento, eso es evidente, pero lo que él hace es utilizar su cuerpo para transmitir la música. Así como lo hace un bailarín, el director llega – o, al menos, debería llegar – a “transformarse” literalmente en la música que dirige. (Si les parece exagerado, vean el video de Carlos Kleiber dirigiendo “Die Libelle” – La libélula – y entenderán lo que quiero decir).
¿A donde quiero llegar con todo esto? Pues, primero, que, así como para cualquier otra disciplina, musical o no, también para la dirección de orquesta existe el talento, y hay quien lo tiene y quién no. No es nada transcendental, pero habría que dejar de hacerle creer a todo el mundo que pueden llegar a ser directores, porque no es así.
De niño yo era un desastre a la hora de dibujar (bueno, la verdad, sigo siéndolo…) y estoy seguro de que, si hubiese manifestado la intención de dedicarme a ello de manera seria me habrían dicho que no era lo mío, para evitarme una frustración más adelante. Sin embargo, veo a muchos que estudian dirección orquestal y cuya corporalidad indica claramente que nunca llegaran a hacerlo ni siquiera de manera aceptable.
Esta es una observación que posiblemente debería quedarse en mi teclado, pero va para todos aquellos profesores que no tienen la valentía para decirles a sus alumnos, antes de que sea demasiado tarde, que mejor se dediquen a otra cosa.
Y bueno, esto me lleva a otra pequeña consideración, que es la siguiente: conocer el cuerpo de uno mismo debe formar parte de la preparación para ser un buen director de orquesta. Si no tengo un buen equilibrio, no puedo dirigir bien. Si no domino mi “baricentro”, no puedo dirigir bien. Si no conozco cuáles son los músculos que se activan cuando levanto un brazo y no sé cómo evitar tensiones innecesarias a la hora de hacer uno u otro gesto, entonces no podré dirigir bien.
Pasa lo mismo en el gimnasio, si lo pensamos, solo que ahí uno se da cuenta, porque empieza a sentir dolor y no puede seguir con un determinado ejercicio, mientras que, a la hora de dirigir, los únicos que se darán cuenta son los músicos, porque el resultado de lo que estamos haciendo será inconforme. O a lo mejor, el director también se dará cuenta de que no puede hacer lo que quisiera, pero será demasiado tarde para corregir el error.
En este momento especifico no hay una solución a ello; es decir: no hay en el programa de estudios de ninguna escuela de dirección algo relacionado a lo que acabo de decir. Por eso, lo único que puedo sugerir es que cada uno se ocupe de ello de manera autónoma, frecuentando clases de yoga, o de Pilates o yendo al gimnasio… (además que esto es de gran beneficio para la vida cotidiana, para ser sinceros), esperando que en algún momento el cuidado de estos aspectos llegue a formar parte tanto de la preparación escolar como de la rutina diaria de todos los músicos, que deberían contar con un fisioterapeuta dedicado, así como en cualquier equipo de deporte hay un medico deportista a disposición de los jugadores.
«Dirigir nos enfrenta, más que cualquier otra disciplina musical,
a nuestras inseguridades y a nuestros miedos»
Terminaré estas reflexiones con una observación dedicada a mis colegas o a quienes estén pensando eventualmente en enseñar dirección de orquesta, si me lo permiten. Dirigir es algo que necesita de mucho estudio y esfuerzo y tiene mucho que ver con la psicología de cada uno. Empezar a dirigir nos enfrenta, más que cualquier otra disciplina musical, a nuestras inseguridades y a nuestros miedos. Nos encontramos de pronto frente a un barranco, pero ese barranco tiene caras y rostros y puede ser aterrador. Sean empáticos: no todo alumno puede aguantar un chiste, no todo alumno reacciona de la misma manera a una observación. En algunos casos, una mala experiencia durante una clase puede generar un bloqueo emocional muy difícil de resolver.
Entonces, más que nada, sean atentos con quienes tienen al frente, y traten de observar con mucho cuidado las pequeñas señales de incomodidad, para corregir de inmediato la estrategia y hacerlo de manera que una clase deje siempre y solo consejos útiles y recuerdos placenteros.