Los teatros de ópera en la Ciudad de México, hasta 1900
“A lo largo de su historia, México es el país de América Latina que ha construido el conjunto más amplio y consistente de espacios y edificios dedicados al espectáculo.” Con esta reconfortante frase comienza la investigadora Giovanna Recchia (1942-2019) uno de los estudios más completos y serios que se han hecho sobre el espacio representacional de nuestro país. En él encontramos la historia de los teatros de la Ciudad de México, sus antecedentes prehispánicos y su relación con la intensa vida festiva de la sociedad virreinal.
Por supuesto, la ópera es un espectáculo muy poco representado durante el Virreinato precisamente porque la propia España comenzaba apenas a interesarse por esa forma de arte escénico. Hay muy pocas referencias de la actividad operística del siglo XVIII; sin embargo, se tiene noticia de la presentación de la primera ópera escrita por un novohispano, educado en la propia Nueva España y que recibe el encargo del Virrey para crear la primera ópera de América y la segunda que se escribía en el continente: Manuel de Sumaya (1678-1755). [La primera fue escrita por un compositor nacido en la península y representada en el Virreinato del Perú.]
Esta ópera fue representada en el teatro del palacio Virreinal, del cual se conservan muy poca documentación, pero sí contamos con la descripción hecha por Isidro de Sariñana en 1666:
“…[en el Palacio Real] a mano derecha de la Galería, en medio está una puerta grande que haze (sic) entrada al Salón de Comedias, que es de quarenta (sic) varas de largo, y más de nueve de ancho, sus valcones (sic) tienen la vista a los jardines y a sus paredes, que desde la solera a la cenefa están pintadas: trasladó primoroso el pincel, los árboles del monte, las flores del soto, las aguas del valle, los ruidos de la caça (sic) y quietudes del desierto.” [SARIÑANA, Isidro: Llanto del occidente y Noticia Breve, México, Bernardo Calderón, 1666-1668.]
Se puede deducir que estas pinturas ya fijas, evocadoras de un mundo bucólico, se escogían para que fueran el fondo de las representaciones que casi siempre estaban relacionadas con la mitología griega y romana. En este teatro también se estrenó Rodrigo, otro drama musical del mismo autor, Manuel de Sumaya, pero no se tiene certeza de que fuera ópera. Este espacio puede ser considerado como el primer teatro de ópera de la Nueva España y muy probablemente de América. Por supuesto, este palacio virreinal no se conserva (fue casi demolido en su totalidad a fines del siglo XVII a consecuencia de un incendio), en su lugar está el Palacio Nacional y por lo tanto este teatro ha desaparecido.
Dada la gran cantidad de espectáculos que había en la capital del Virreinato se decide crear un teatro que se denominó El Coliseo. El cual tenía forma rectangular y, al parecer, no muy buenas condiciones técnicas, incluso algunos detalles sobre la incomodidad de sus instalaciones:
“Su escenario o tablado y las dependencias de utilería, así como los cuartos para los cómicos, tuvieron acceso especial por una casa de vecindad del Callejón del Espíritu Santo y separado de la entrada reservada al público (…)Este espacio estuvo funcionando por casi un cuarto de siglo pero presentó constantemente graves problemas estructurales y de acabados, tanto que, en 1733, se tuvo que reparar el techo, y en 1749, el maestro de arquitectura Lorenzo Rodríguez fue encargado de ejecutar un nuevo proyecto de restauración, que según el autor hubiera tenido que resistir por lo menos 12 años. (En el transcurso de esta remodelación se eliminaron las celosías de los palcos). Sin embargo, poco tiempo después, por ordenanza expresa del entonces virrey marqués de Casa Fuerte, el Coliseo fue cerrado definitivamente para prevenir peligros de derrumbes y accidentes. Para el mes de diciembre de 1752, ya se había empezado la obra del Coliseo Nuevo. [RECCHIA, Giovanna, Espacio teatral en la Ciudad de México siglos XVI-XVIII, México, INBA-CITRU, 1993.]
El fin del siglo XVIII y comienzos del XIX provocó enormes cambios sociales, al pasar de un virreinato a una república independiente, con una sangrienta guerra y, además, con la obligación de demostrar que se era una sociedad civilizada. Los fusilamientos, las excomuniones, la entrada y salida constante de tropas españolas y la increíble rapidez con que caían líderes y dirigentes, debe haber hecho de esta época una transición terrible para vivir. Sin embargo, la actividad escénica se mantuvo con muchos trabajos y sacrificios por parte de los artistas.
El único teatro que funcionaba en la capital en 1810 era el Coliseo Nuevo, que después se llamaría Teatro Principal. Dependía del Hospital Real de Naturales, una relación que se conservaría en el siglo XX con la red de teatros del Seguro Social y que tiene su origen en la práctica española desde el siglo de oro, cuando las representaciones teatrales se hacía en los patios de los hospitales y sus ganancias estaba relacionadas con el sostenimiento de estas instituciones y esa era la razón principal para que contaban con el aval real.
Se encontraba en la calle de Vergara que se rebautizó como Bolívar posteriormente y se mantendrá en pie hasta 1931. Sergio López, en su introducción a la publicación de los Índices a la historia del Teatro Principal de México, 1753-1931 y a La historia del viejo Gran Teatro Nacional de México de Manuel Mañón, dice:
“Este edificio contuvo durante ciento setenta y ocho años gran parte de los hechos de la vida política de nuestra República; desde el gobierno del virrey Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, primer conde de Revillagigedo, hasta el del presidente Pascual Ortiz Rubio. Hubo tiempos de apogeo, evolución, estancamiento y decadencia de la vida escénica nacional en el foro del Principal; tiempos que van desde las comedias de Lope de Vega hasta el reinado de la zarzuela.” [LÓPEZ SÁNCHEZ, Sergio: Índices a la historia del Teatro Principal de México, 1753-1931 y La historia del Viejo Gran Teatro Nacional de México de Manuel Mañón. INBA-CITRU, México, 2010.]
Será hasta después del triunfo del Ejército Trigarante que aparecería otro edificio teatral, que en realidad era un antiguo palenque, llamado: Los gallos, un teatro provisional. Este espacio no tenía techo, por lo que dependía de las contingencias climáticas para llevar a cabo las representaciones. Uno de los detalles más notorios de las historias y reseñas que se cuentan de este teatro, es que su dueño usaba parte de las ganancias para mandar decir misas para que no lloviera, lo cual no deja de ser sorprendente. ¿Por qué nunca se le ocurrió usar esas ganancias para cubrirlo?
Ahí trabajaron muchas compañías modestas, pero también fue el teatro que se le asignó a Manuel García (1775-1832), el famoso tenor, para realizar las funciones de su compañía y donde pasó un año (1827) luchando contra todo tipo de contratiempos, incluido el rencor mexicano contra todo lo que fuera español, consecuencia de la Guerra de Independencia tan reciente en esos años. El teatro siguió sin techo hasta que un incendio lo destruyó en 1884.
Ya en el México Independiente, en 1844, se inauguró otro espacio, que sería especialmente importante para la ópera en México: el Gran Teatro Nacional, que cambiaría su nombre según los diferentes gobiernos que sufrió en su historia. Fue llamado Gran Teatro de Santa Anna durante el gobierno de ese dictador y se cambiaría a Gran Teatro Imperial durante la invasión francesa, para convertirse en el Gran Teatro Nacional desde 1867, hasta que en 1900 se decidió derruirlo (cosa inexplicable) para abrir la calle 5 de mayo. Según Gabriel Pareyón en su Diccionario Enciclopédico de la Música Mexicana, este espacio era así:
“El local era fastuoso: en el centro de su fachada había cuatro columnas corintias y dos pilastras laterales. Disponía de muy amplio vestíbulo, que daba acceso al pórtico interior de donde arrancaban las escaleras que conducían a los palcos, balcón y galería; tenía a 2,248 localidades. El telón de boca ostentaba una representación bordada del Zócalo capitalino, luciendo la columna de la Independencia mandada construir por Santa Anna (monumento proyectado por Hidalga [Lorenzo de la Hidalga (1810-1872)], el cual no pudo realizarse). Tenía salones para sastrería, almacenes y talleres de escenografía.” [PAREYÓN, Gabriel, Diccionario Enciclopédico de la Música Mexicana, vol. 2, Universidad Panamericana, Guadalajara, 2007.]
Ese teatro fue donde cantó Eufrasia Amat (1832-1882), el que vio debutar a Ángela Peralta (1845-1883) y el que recibió a los malogrados Emperadores Maximiliano y Carlota. Fue el edificio que albergó la mayor parte de los estrenos de compositores tan importantes como Miguel Meneses (1832-1892) o Melesio Morales (1838-1908), por mencionar solo dos. Fue ahí donde cantaron artistas extranjeros que dejaron su profunda huella en la vida operística mexicana, como Henriette Sontag (1806-1854) Adelina Patti (1834-1919), Enrico Tamberlik (1820-1889) y Francesco Tamagno (1850-1905). ¿Era de verdad más importante tener una calle que todo esto?
Viendo la situación de nuestros teatros en estos días, solo puede concluirse que Giovanna Recchia tiene razón: hemos hecho una gran red de espacios para representar ópera en todo el país. Una red admirable. ¿No es hora de plantearnos un programa de conservación real para no volver a perder partes esenciales de nuestra historia como en 1900?