Un siglo sin Caruso
“Caruso, y luego los demás”
Luciano Pavarotti
A cien años de su muerte —este 2 de agosto de 2021—, Enrico Caruso es la referencia del tenor moderno. Su presencia en los escenarios operísticos en el cambio del siglo XIX al XX fue reconocida y aclamada. Trazó un antes histórico, legendario o mítico, en una tesitura que podía recurrir incluso al falsete para apuntalar el registro agudo. Al mismo tiempo dibujó un nuevo horizonte con el que todo cantante de su cuerda puede medirse o ser comparado desde entonces.
Ese parámetro en la escala de Caruso, desde luego, tiene lugar en el subjetivo terreno de la calidad vocal. Pero también, y más interesante aún, en la capacidad técnica para emitir esa voz de manera franca, de pecho, para abordar un amplio espectro cercano a las seis decenas de obras y personajes sobre todo del bel canto y el verismo italiano, sin dejar de incursionar en el Romanticismo francés y en cientos de canciones populares.
Caruso, de igual manera, es el referente primigenio en la proyección mediática, donde las grabaciones fonográficas desempeñan una importante labor tanto en lo comercial como en la permanencia de la voz de manera tangible, o al menos inscrita en la lucha contra lo efímero y olvidable de la representación del arte escénico.
La era del disco nace y florece con Enrico Caruso. Por ello, este intérprete lírico también es un punto comparativo en la fama, en la cima de los cachés del espectro canoro, y en todo el entramado del «exitismo» contemporáneo que deriva de las técnicas persuasivas de la opinión pública.
De cierta manera, aquel cantante de buen comer, beber y vestir, de personalidad carismática y regordeta, caricaturista, firmante de contratos millonarios, es la primera celebridad de la historia operística —en rigor, de toda la música vocal— que no solo se consolidó profesionalmente gracias a su estricta labor artística, sino en la misma medida de la imagen que quiso cristalizar y proyectar en la sociedad, ayudado por estrategias de las nacientes relaciones públicas.
Napolitano nacido el 25 de febrero de 1873, tercero de los siete hijos de Anna Baldini y Marcellino Caruso, italiano que triunfa y contribuye al auge del cosmopolitismo neoyorkino y de la inmigración americana, Enrico Caruso habría de convertirse en un pionero que forja diversos frentes y estándares.
Porque a Caruso no lo hizo célebre un teatro, personaje, título o destino operístico. Por el contrario, es él quien les dio notoriedad y el que realizó diversos estrenos con su incontenible personalidad artística. El hábito no hace al monje, podría asumirse al ponderar su carrera; es el monje el que le da sentido y lucimiento a ese ropaje.
El 2 de agosto de este 2021 se cumple un siglo de su fallecimiento, ocurrido a los 48 años de edad —ya retornado a Sorrento, con las aguas napolitanas a la vista—, debido a las complicaciones de una pleuresía que no solo le impidió seguir cantando en Nueva York, sino que incluso comprometió su respiración y a la postre su existencia. Aquel día luctuoso de 1921 en el Hotel Vesubio el mundo lírico comprobaría que el cuerpo de Enrico Caruso era mortal, pero su voz, por fortuna y hasta la fecha, no.
La popularidad de Enrico Caruso en el ámbito musical fue arrolladora y trascendió a otras esferas como la de los negocios o la socialité. Su incursión entre clases adineradas y grupos influyentes, luego de su origen humilde, lo convirtió en ejemplo a seguir, en modelo ascendente y triunfador.
Mientras su voz, su estilo franco, entregado y placentero al asumir el canto motivaba a cantar al público que se disputaba en las taquillas los boletos para verlo y vitorearlo, futuras generaciones de artistas encontrarían en su talento vocal la inspiración para seguir sus pasos. Por ejemplo, Los 3 Tenores. De manera directa —a través de los hoy viejos discos de 78 RPM— o indirecta —la película El gran Caruso protagonizada por Mario Lanza—, Plácido Domingo, José Carreras o Luciano Pavarotti no se ahorrarían encomios para el cantante napolitano a la hora de hablar de sus respectivas decisiones para dedicarse a la lírica. Y no son pocos los cantantes que le han dedicado homenajes personales; desde su natural sucesor generacional Beniamino Gigli, hasta el italo-francés Roberto Alagna, con su más reciente disco compacto Caruso 1873.
Las cualidades vocales del tenor Enrico Caruso parten de un timbre baritonal, varonil, y sin embargo dulce, cálido y muy expresivo. Era un cantante valiente, que no se arredraba a la hora de tomar riesgos y construir una interpretación emocionante.
Si bien llegó a cantar el aria ‘Vecchia zimarra’ en una función de La bohème de Giacomo Puccini realizada el 23 de diciembre de 1913 en Filadelfia —en lo que fue un claro playback para auxiliar al bajo español Andrés de Segurola, quien se había quedado sin voz—, el registro vocal de Enrico Caruso no era particularmente amplio. Nunca lo fue, ni siquiera de niño contralto, en sus inicios como cantante desarrollado en diversos coros de iglesia en Nápoles.
Marcellino, su padre, era mecánico y quería que Enrico siguiera su oficio, lo que hizo para ayudar a la golpeada economía familiar alrededor de los 10 años de edad. Pero Anna, su madre, quería para su hijo una educación académica formal y le brindó la formación primaria. El canto, quizá, fue un punto intermedio, un destino personal para el joven intérprete que continuó su carrera vocal en cafés, bares y ofreciendo serenatas para lograr que los novios que lo contrataban pudieran conquistar a las chicas de sus sueños amorosos.
Aunque meses antes había participado en las óperas Rigoletto y La traviata de Giuseppe Verdi en Caserta, el 15 de marzo de 1895 realizó su debut profesional en L’amico Fritz de Pietro Mascagni, en Nápoles, por el que recibió un pago de 50 liras; algo así como 10 dólares estadounidenses.
Motivada por ese primer triunfo, la prensa local al día siguiente lo buscó para entrevistarlo. Caruso habría de posar en una primera fotografía profesional ataviado con el cobertor de su cama, pues la única camisa que tenía el pobre cantante estaba siendo lavada.
En ese apartado de las anécdotas que enriquecen la leyenda de Enrico Caruso, hay varias de relevancia que lo marcarían de una u otra manera a lo largo de los años. Por ejemplo, la muerte de su amada madre, quien a pesar de encontrarse ya grave instó a Caruso, entonces un joven de 15 años de edad, para que no cancelara su presentación solista en la iglesia. La madre falleció mientras su hijo cantaba, lo que contribuiría a fortalecer el paralelismo dramático con uno de los personajes emblemáticos de su futura carrera, el Canio de Pagliacci de Ruggero Leoncavallo: salir al escenario con el corazón quebrado.
Caruso también tuvo que reír y dibujar sonrisas en el público, mientras los espasmos del dolor le envenenaban el corazón, cuando años más tarde lo abandonó su primera esposa, la soprano Ada Giachetti —mentora vocal, casada con Gino Affortato Paolo Botti cuando inició su relación con el cantante napolitano, y hermana mayor de Rina, con quien el intérprete también mantendría una relación—. La mujer, después de resentir las infidelidades y diversas desatenciones, se escapó con su chofer, dejando atrás a Caruso, herido en su orgullo, y a sus hijos Rodolfo y Enrico Jr.
La vida amorosa de Caruso estaría marcada por el cortejo a sus compañeras de elenco, el triángulo con las casi idénticas hermanas Giachetti e incluso por el escándalo conocido como «La jaula de los monos», en el que fue acusado de manosear a una mujer en Central Park. Caruso, en medio del escarnio, fue hallado culpable, por lo que tuvo que liquidar una multa de diez dólares.
Cuando el cantante napolitano se había resignado a no encontrar el amor de pareja, conoció a Dorothy Benjamin, una joven estadounidense 20 años menor que él que había crecido en un convento y con quien se casó, enamorado, en 1918.
Además de procrear a su hija Gloria, Dorothy habría de escribir dos biografías sobre el artista; Wings of Songs: The History of Caruso y Enrico Caruso: His Life and Death, publicada en 1945, que habría de servir seis años más tarde a la Metro-Goldwyn-Mayer como base para su película El gran Caruso.
Otro episodio que supera la anécdota al grado de cambiar su rumbo personal y profesional fue el abucheo que recibió Enrico Caruso en el Teatro San Carlo de Nápoles, pese a que una vez iniciado el siglo XX ya era un cantante reconocido por sus actuaciones en recintos como La Scala de Milán o Covent Garden de Londres.
Ante el menosprecio de su propia gente, que no dejaba de verlo como el chico humilde, artista callejero y de bajo nivel social, Caruso juró no cantar nunca más en Nápoles. Y no solo cumplió su palabra, sino que se dedicó a triunfar en otras latitudes.
En ese contexto llegó a Nueva York el 11 de noviembre de 1903. El día 23 de ese mismo mes debutó en el antiguo Metropolitan con el rol del Duque de Mantua. Lo demás sería gloria pura: más de 800 funciones a lo largo de 18 temporadas lo argumentan.
Además, hizo 260 grabaciones para el sello RCA Victor (Victor Talking Machine Company), que hoy son legendarias por su contenido vocal, por supuesto, pero también por su capacidad para mostrar las herramientas de la incipiente industria discográfica.
Todas ellas han sido recopiladas, remasterizadas o sometidas a diversos tratamientos, como el disco compacto Caruso 2000, en el que incluso el acompañamiento original fue sustituido por el de una orquesta contemporánea convocada para ese fin específico.
Algunos reparos a todo ese material fonográfico de las primeras décadas del siglo XX sostienen que esos discos no proyectaban la voz de Caruso tal como era en vivo. Aunque es claro que brindan una idea mucho más próxima que solo las palabras de las viejas crónicas que hablaban de los cantantes del pasado, antes de la llegada del fonógrafo, probablemente tienen algo de razón.
Sin embargo, la paradoja consiste en que los dispositivos de última generación y sobre todo las aplicaciones digitales utilizadas en la actualidad por la industria —incluso populares en grabaciones caseras— hacen más complejo aún aproximarse al registro real de un cantante.
La comunidad italiana de la Pequeña Brooklyn y Manhattan acogió con fervor a Enrico Caruso. No solo era visto como un ídolo, sino como una celebridad, cliente de Edward Bernays: el pionero teórico-práctico de la propaganda, la publicidad y las relaciones públicas. Al tiempo que se consolidaba como un artista de la vieja estirpe, Caruso fue también reconocido por su generosidad con los menesterosos por la recaudación de fondos para la causa bélica estadounidense o bien por recibir fanáticos y presidentes en su camerino, lo mismo que amenazas y extorsiones para “obtener protección”, presuntamente de la organización criminal Mano Negra.
Frente a la alerta de ser asesinado, cuando cantaba el rol de Mario Cavaradossi, él mismo revisaba los rifles de utilería para cerciorarse de que no estaban cargados para arrebatarle la vida en el plano real.
Dibujaba en servilletas, mesas o paredes. En sus caricaturas reflejaba con gracia y talento sus pensamientos y circunstancias, a los colegas, cantantes o directores de alto nivel, con los que alternaba en los elencos. En el plano personal, íntimo, sus allegados solían identificarlo como Il Commendatore.
Mucha gente de Nueva York, Washington y San Francisco no iba a ver tal o cual función, este o aquel título. Iba a ver a ese Comendador, porque no es exagerado decir que la obra era él; lo que quedó demostrado en sus giras por el continente americano, que lo llevaron a realizar presentaciones memorables en Argentina, Cuba, Uruguay o Brasil. Su estancia de 40 días en México, entre los meses de septiembre y octubre de 1919 no tuvo precedentes en nuestro país.
El cantante más famoso del mundo fue contratado para interpretar en su totalidad ocho óperas distintas, además de una gala de despedida con actos completos de ciertos títulos. 11 funciones en total, con boletos de 20 pesos mexicanos equivalentes a 10 dólares; el doble de lo que costaba uno para verlo en Nueva York.
El abordaje del protagonista en Samson et Dalila de Saint-Saëns, Nemorino en L’elisir d’amore de Donizetti, Don José en Carmen de Bizet, Canio en Pagliacci de Leoncavallo, Des Grieux en Manon Lescaut de Puccini, Lyonel en Martha de Flotow, Riccardo en Un ballo in maschera y Radamès en Aida, ambas de Verdi, refrendaron esa idea —debatible— de tenor absoluto que se tenía de Caruso, pues ningún peso o estilo vocal parecía resistírsele. Para la ópera Carmen de Georges Bizet, los aforos del Teatro Arbeu y del Gran Teatro Esperanza Iris resultaban insuficientes y la función se desarrolló en la plaza de toros El Toreo de la Condesa, en los terrenos que hoy ocupa El Palacio de Hierro en la colonia Roma.
Enrico Caruso, hospedado en la mansión Mariscal de Limantour, en la avenida Bucarelli del Centro de la Ciudad de México, recorrió la urbe y socializó en diversos episodios. En aquellos días se le vio vestido de charro, comiendo garnachas y demás antojitos, bebiendo pulque, paseando en Xochimilco, poniendo primeras piedras o incluso inaugurando simbólicamente, pues aún estaba en construcción, el futuro Palacio de Bellas Artes.
Para entonces, Caruso era una superestrella que cobraba 2,500 dólares por función en Estados Unidos. En México recibiría 15,000 dólares por cada presentación, una de las sumas más altas pagadas a un cantante hasta ese momento en el mundo, aunque el final de su carrera y de su vida no estaban lejos. Sin saberlo, vivía ya su ocaso.
Además de coleccionar zapatos, de los caprichos materiales de una vida lujosa, El Comendador solía fumar fuertes cigarrillos egipcios que quizá le cobraron factura a sus pulmones. Debía someterse a tratamientos más bien experimentales para limpiarlos. Pero se infectaron y ello le llevaría a la pleuresía y a la neumonía.
En la recta final de 1920 sufrió diversos incidentes que comprometieron su salud. Uno de ellos ocurrió durante un concierto en la Academia de Brooklyn. Tosió en numerosas ocasiones, con sangre. Terminó por cancelar.
Aún así, daría tres funciones más en el Met, en el rol de Eleazar de La Juive de Halévy, que habría de ser el último en su trayectoria. Las fotografías de Caruso en ese papel, acaso ya por la conciencia silenciosa de que sus días estaban contados, resultan conmovedoras ya desde la mirada.
En plena Navidad se desvaneció en el baño y a partir de ello sería sometido a diversos estudios y a media decena de cirugías en un cuarto de su hotel, el Vanderbilt, para aliviar la presión de sus pulmones. Sus fanáticos dieron muestra de su cariño y preocupación fuera del edificio, tanto como la prensa de una urbe que se había rendido a su talento y lo había visto desplegarse en el firmamento lírico.
En semanas próximas, ya durante 1921, Caruso cayó incluso en coma y se esperaba su fin. Pero para el mes de abril mejoró un poco y prometió a sus admiradores, acaso a sí mismo, volver a los escenarios. Esa vez ya no pudo cumplir su palabra. Y lo cierto es que ya había sido sustituido en sus compromisos, lo que desde luego lo enfureció. Beniamino Gigli, ni más ni menos, fue su primer reemplazo.
Enrico Caruso regresó en barco a Italia en mayo de 1921, en un intento optimista por recuperarse en su tierra natal. Durante cerca de un trimestre disfrutó de la costa napolitana, de días soleados, de su familia y de sus amigos.
En alguna ocasión, incluso, se alegró de poder cantar con dulzura, aunque no tardaría en enfrentar más problemas respiratorios y un intenso cuadro febril. Los médicos diagnosticaron también —titubeantes ante la imponente personalidad que debían examinar— una severa afección en el riñón izquierdo que hacía indispensable su extirpación en Roma. El traslado desde Sorrento sería en tren, con una parada en Nápoles. Ahí, en el Hotel Vesubio, ocurrió el temido desenlace. “Dora, no puedo respirar”, fueron las últimas palabras de Enrico Caruso, quien había pasado la mañana de aquel 2 de agosto de 1921 con relativa felicidad en compañía de su esposa y la pequeña Gloria.
Las exequias fueron apoteósicas, como sus hazañas vocales. Su cuerpo se mantuvo expuesto durante seis años en un féretro de cristal, en el Cementerio de Santa María del Pianto, a fin de que sus admiradores pudieran rendirle tributo y darle un último adiós. Luego de ese sexenio visible a los ojos del público, en el que cada año se le cambiaba de ropa por arreglos de su amigo y colega, el tenor Tito Schipa, el ataúd fue cerrado para el reposo de sus restos, si bien su capilla no se ha salvado de ser vandalizada en años recientes.
Se cumple un siglo sin Enrico Caruso. Lo que en rigor no es cierto. Porque desde que su voz irrumpió en el mundo del canto, nunca se ha ido.